jueves, 18 de junio de 2009

Navidad


Diciembre 23

Un automóvil baja raudo por una de las carreteras que dan acceso a la ciudad. La luz de los faros del vehículo horada la penumbra que se cierne sobre todo alrededor y le permite ver a los tripulantes el asfalto, las rayas blancas del camino y algo hacia los lados, hacia los arbustos que crecen exuberantes y espesos hasta la misma orilla de la carretera. En cómodas sillas de cuero viajan un hombre y una mujer y sus rostros reciben la tenue luz azulosa de los muchos y pequeños bombillos que alumbran en el tablero de aquel artefacto último modelo. El hombre, quien maneja, lleva pelo corto, engominado y peinado como un puercoespín. Una cadena de oro pende de su pecho apenas cubierto por una camisa a medio abotonar. Sus brazos están muy tensos maniobrando la cabrilla y sus ojos no pierden de vista ni por un segundo los detalles del camino. La mujer, por el contrario, luce ensimismada, mirando hacia la orilla derecha, hacia los matorrales. Masca chicle ruidosamente y el hecho de que sea de noche no le impide llevar unas gafas ligeramente oscuras. Sus dedos juegan distraídamente con su pelo rubio y lacio.

De pronto al hombre lo invade un pensamiento atosigante: la carretera está absoluta y extrañamente sola. Siente miedo y se tensan más sus manos sobre el volante. La cuesta se inclina y muy a pesar suyo tiene que disminuir la velocidad. Empieza a desear con insistencia llegar a casa de su tío. La mujer no se ha dado cuenta de lo que le sucede. Alguna pólvora estalla en el cielo de la lejanía. Ya se empieza a ver la ciudad y el hombre alcanza a sentir cierto alivio.

Sin saber cómo lo logra, oprime el freno. La mujer grita, sus senos maltratados por la prisión del cinturón de seguridad. Él simplemente se aferra bien a la cabrilla. Los faros alumbran los ojos de un niño aterrado que, estático, se yergue a un metro de la trompa del automóvil, ahora detenido por completo. De los matorrales sale otro niño, más pequeño aún, y lleno de miedo, que corre a donde el primero y lo toma de la mano. El susto del hombre le cede el lugar a la cólera, pero cuando el niño más pequeño se une al primero y lo toma de la mano, la cólera se transforma en ternura y compasión. Los ojos de los niños, grandes y expresivos, cargados de miedo, tristeza y culpa, se le meten por dentro y casi lo hacen llorar. Mira a la mujer. Ella lo observa con ojos azorados y parece tener un reproche contenido en los labios, sin embargo, no dice nada, se voltea de nuevo mirando a la derecha y se acomoda en la silla de cuero. Empieza a mascar chicle ruidosamente.

Él mira un momento a los niños, que se han hecho al lado izquierdo de la carretera como para darle espacio de seguir, pero que continúan con los ojos fijos en él, ahora libres de la tenaz iridiscencia de los faros. Él les hace un gesto para que se acerquen, pero ellos no se mueven. Él se figura que no lo ven porque están encandilados y deja rodar un poco el auto, hasta que quedan al nivel de su ventanilla. Ellos lo miran. Él, con los ojos fijos en el más grande, pregunta con delicadeza, casi con ternura:
- ¿Qué pasó, hermanito? ¿Por qué se me atravesó así?

- Perdón -responde, esquivando la mirada.

- ¿Qué estaba haciendo? ¿No ve que casi lo mato?
- Estábamos persiguiendo un globo –responde el pequeño ante el silencio del otro.- Uno lo puede elevar después; no es sino hacerle una mecha nueva.


El hombre sonríe ante la ingenua respuesta. Casi se ve a sí mismo. En su familia, hace algunos años, cuando él estaba en su primera adolescencia, solían elevar globos grandísimos, de cientos de pliegos de papel, y luego los recuperaban cuando caían y los volvían a elevar una o dos veces. La diferencia con estos niños es que los de su familia perseguían los globos en carro o en moto y estos niños los persiguen a pie. Pensar esto le da lástima. Apaga el carro, saca las llaves y se baja. La mujer lo mira interrogante. Él hace un gesto para darle a entender que no tardará y se dirige al maletero. Los niños lo siguen.
- ¿Quieren tomar gaseosa y comer algo?

Pregunta sin mirarlos mientras abre unas bolsas plásticas. Ninguno de los dos responde pero ambos permanecen detrás de él, expectantes. Él saca un envase de gaseosa grande, unos vasos desechables y unos paquetes de chucherías. Los ojos de los niños parecen resplandecer en la oscuridad. Les sirve y se sirve también para él. Beben y comen con avidez, en silencio. Se escuchan el canto de los grillos, el rugir de la ciudad y el chirriar de los paquetes. Por fin él pregunta.

- Y ¿dónde viven ustedes?

- Vivimos en la misma casa porque somos hermanitos. Por ese camino -y el niño más grande señala el camino por el que saliera sorpresivamente a la carretera- uno se va en quince o veinte minutos, depende del paso. Es un rancho con dos palos de aguacate y un mandarino al lado.

- Y ¿con quién viven?

- Con el papá y la mamá

- ¿Y van a pasar la navidad ahí?
- Nosotros sí, ellos quién sabe.


El hombre no sabe qué decir. Les recibe los vasos vacíos y los deposita en la bolsa. Les regala lo que queda de gaseosa y los paquetes de frituras. Cierra la maleta y con un simple “adiós”, se despide. La mujer lo mira malhumorada mientras él enciende el auto y arranca; luego se revuelve en la cómoda silla de cuero y empieza a mirar nuevamente a la derecha, a los matorrales. Los faros del automóvil se ven atravesar la penumbra mientras se dirigen hacia la ciudad. Los brazos del hombre ya no van crispados sobre el volante.

Diciembre 24

El pelo corto con gomina peinado hacia atrás como un puercoespín. Los párpados caídos por la sucesiva y casi atropellada recurrencia al aguardiente. Está sentado en una silla, solo, mirando pensativo. La fiesta es alegre. La familia grita y celebra; algunos de los mayores bailan al son de la música estrepitosa que escupen los parlantes. Los más jóvenes se dedican a estallar papeletas, voladores, tacos y toda clase de pólvora bajo el ojo más o menos atento de los mayores. Piensa que si no hace algo se va a quedar dormido en aquella silla. Entonces recuerda el globo. Mira su reloj: 11:26; ya casi es media noche. Se levanta y entra a la casa. En la mesa del comedor, dentro de una bolsa negra, están el globo, la mecha, una coca plástica y media botella de petróleo. Agarra la bolsa y sale. Llena la coca con el petróleo y mete la mecha a remojar. Desempaca el globo y, zarandeándolo de un lado a otro, intenta inflarlo. Ni los mayores que bailan animados en el garaje, ni los más jóvenes que en el jardín aledaño hacen estallar el dinero de sus padres, le prestan atención. Se siente solo. A nadie le gusta ya elevar globos, como en otros tiempos. Sin embargo, no puede elevar un globo solo y se va a pedir ayuda a alguno de sus primos. A regaña dientes, dos deciden ayudarle.

Él infla el globo. El primo más alto, parado en una silla, sostiene el globo de la punta superior mientras que el otro trata de extenderlo. Él pone la mecha cuidadosamente para que el papel no toque el petróleo. La enciende. El globo empieza a jalar, ansioso de remontarse por los aires. Uno de los primos lo sostiene de la base mientras él, amarrado de un hilo, le sujeta un billete de alta denominación: un regalo de navidad para aquel que, suertudo o esforzado, recupere el globo intacto. En maniobra delicada, toma el globo de la base, quiere ser él quien lo suelte. Piensa en los niños de la víspera, que perseguían globos. Cuando lo suelta se siente pueril al sorprenderse dándole instrucciones al globo sobre cómo llegar hasta aquellos niños. Un resplandor rojizo asciende por un cielo nocturno atiborrado de luces y explosiones.


11:53. No quiere esperar allí la media noche. Al fin y al cabo, la navidad ya no es lo que era en su infancia. Ya el regalo de navidad se lo han dado, ya no hay niño Jesús ni nada, ya sólo hay fiesta y derroche. Se siente asqueado y decide acostarse a dormir. Entra en la casa y se mete en la habitación de uno de sus primos. Se tiende en la cama. Un momento después entra su abuela, que se sienta en una silla. Sin dirigirle la palabra, de su bolso saca una camándula y empieza a rezar el rosario. El sonido monótono de su voz empieza a adormecerlo...

Él es el globo, un resplandor rojizo que mira desde la altura. El billete pende de un hilo amarrado al alambre de la mecha. La llama está perdiendo fuerza y el vuelo ahora es descendente. Sabe dónde está y conoce el camino. Primero ve los árboles de aguacate, luego el rancho y por último el mandarino. No ve a nadie y esto le preocupa. Antes de posarse sobre el techo de plástico y madera ve un candado que cierra la puerta desde afuera. Se siente arder. Desde sus cenizas escucha el llanto y los gritos de los niños que, encerrados, buscan inútilmente una forma de salir. Luego se silencian, sofocados, y solo se oyen el rugir de las voraces llamas y el trepidar de la madera y la grasa.


Enero 4 y 30 de 2006

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