viernes, 19 de junio de 2009

Historia con un burro




Yo fui el de la idea de hacer el paseo, por eso creo que fue justo el que a mí me tocara el burro. Y no es que yo le haya dicho a las tres mujeres que se montaran en las yeguas, ni que le haya dicho a Didier que montara el macho; simplemente, cuando salí de mi habitación, con el blue-jean, la camisa de manga larga, el sombrero y la mochila, ya todos estaban montados en las bestias más o menos briosas que nos había conseguido el señor que cuidaba la finca de Didier entre los vecinos más allegados. El burrito estaba quieto debajo de un árbol de níspero. Las mujeres se movían de un lado a otro, montadas en las yeguas y mientras tanto se iban pasando el bloqueador solar, el bronceador, la crema humectante. Didier, sobre el macho, caminaba lentamente hacia el portón. Yo, sin darle mucha importancia al asunto, y soltando una risita y cualquier comentario sobre la naturaleza lenta del transporte, me monté en el burro, sobre la angarilla, con las piernas cruzadas sobre su cuello (como alguna vez aprendí a hacer de algún olvidado mentor), y lo insté a ir hacia adelante. El burrito obedeció… y arranqué, feliz, la travesía, saludando al sol, a los árboles, a los pájaros que revoloteaban sobre ellos… y contento de estar de nuevo entre la naturaleza, le daba palmaditas cariñosas al burro y le decía palabras amables. Incluso empecé a buscar qué nombre le iba a poner porque, eso sí, siempre que montaba en una bestia, le ponía nombre y trataba de hacerme su amigo.

Por un camino que salía de la finca hacia poniente, las tres yeguas arrancaron adelante, la una detrás de la otra, y Didier en el macho, a un trotecito intermitente, las seguía de cerca. Mi burro no llegaba a trotar (por más que yo me sacudiera encima suyo, o lo golpeara con una ramita que arranqué al paso de un matorral, ya en el anca, ya en la base del cuello), pero mantenía su paso, así que yo iba tranquilo, mirando el paisaje, montando en mi burro, sosegado, sosegado como el burro, casi en posición de loto, pensando que llegaría más tarde que ellos al bosque donde haríamos el campamento, pero que por eso mismo mi viaje solitario sería más agradable, dedicado a una contemplación más profunda del entorno, a la meditación y no a la charla vana. Así, me fueron cogiendo cada vez más ventaja mientras yo miraba divertido a los diversos pajaritos que circulaban de rama en rama. Cuando se encontraron con el primer portón, esperaron a que yo los alcanzara antes de pasarlo. Cuando llegué allí, les dije que mi burro estaba muy lento, que siguieran ellos, que yo seguiría el camino y que me esperaran más adelante donde fuéramos a hacer el campamento. (Grave error). Ellos dijeron que no, que era mejor andar siempre acompañados, pero yo insistí en que se fueran ellos adelante. Aún un rato me acompañaron, devolviéndose un poco de vez en cuando para hacer comentarios sobre la belleza del lugar semi-boscoso que atravesábamos, pero un rato después, cuando les volví a decir que se fueran adelante, que no me esperaran, ya estaban tan aburridos de adelantar y volver y girar las bestias en un camino no muy amplio, que con un poco de temor por la suerte que pudiéramos tener separados, decidieron irse adelante para que cuando yo llegara ya estuvieran las carpas armadas y la comida, sino lista, por lo menos en proceso, antes de que cayera la noche.

La verdad es que yo sabía que el camino era largo. Algunos años atrás, Didier me había invitado a su finca y habíamos hecho campamento en el bosque al que planeábamos llegar. Yo creía que conocía el camino, pero hasta en un viaje de dos horas y media a caballo, hay muchos lugares que la memoria no retiene, encrucijadas que pasan imperceptibles ante nuestros ojos y que a causa de no recordarlas, pueden llevarnos a donde menos lo esperamos. La cuestión fue que, unos quince minutos después de haberlos dejado de ver adelante mío, entrando en una zona cada vez más boscosa, mi burro, como si nada, como si no hubiera qué pensarlo, sin esperar orden mía, eligió el camino de la izquierda en un lugar del que salían dos caminos. Los dos caminos se veían igualmente transitados, sin que se pudiera decir cuál de los dos era el camino principal. Yo no recordaba ese lugar. Pensé que tal vez alguno de los dos era un camino nuevo. La naturalidad con la que eligió el camino el burro me hizo convencerme de que el de la derecha era un camino nuevo y de que el que seguíamos era el viejo camino que sirve para llegar al bosque y atravesarlo. Y el burrito, oh maravilla, empezó a aligerar su paso; yo, aprovechando este golpe de suerte, descrucé mis piernas, me senté a horcajadas, lo azucé y el burrito respondió con un trotecito continuo que me dio la idea de intentar alcanzar a mis compañeros de viaje. Tras varios minutos de trote sin llegar a verlos, en medio de una soledad que me pareció pasmosa, decidí gritar para saber si me podían escuchar. Mis gritos fueron infructuosos y el burro no quería parar de trotar, antes aceleraba, con el agravante de que no tenía rienda ni freno. Hasta ese momento duró mi viaje contemplativo, estético, metafísico y ecológico. Ya en adelante no tuve paz.

Yo, la verdad, ahora que lo pienso, nunca había visto, ni he vuelto a ver, a un burro corriendo con alguien o algo montado encima. Ciertamente ir montado en un burro que va corriendo no causa la misma sensación pavorosa que causa ir montado en un caballo brioso o medianamente brioso cuando se desboca. Siendo el burro tan chiquito, uno tiene la seguridad de que lo puede parar con las manos o simplemente tirarse sin peligro. Observando el entorno, me empezó a parecer tan desconocido que ya no tuve ninguna duda de que el burro me estaba llevando por el camino equivocado, quién sabe siguiendo qué viejo hábito, y que corriendo como iba no iba a encontrar a mis compañeros, sino que más bien me iba a alejar cada vez más de ellos, por lo que tomé la decisión de frenar a toda costa al burro, y estirando mis brazos, le rodeé con mis manos el cuello haciendo fuerza hacia mí, pero cosa desconcertante, un burro tiene mucha fuerza en el cuello y sintiéndome impotente para detenerlo, como mejor pude me tiré al suelo. El burro todavía corrió unos metros mientras yo me revolqué en el polvo seco del camino, aparentemente indemne y luego se detuvo, inclinó su cuello y empezó a pastar. De tanto en tanto, levantaba la cabeza para olfatear el aire y echarme una ojeada.
Me levanté, me sacudí el polvo de la ropa y empecé a caminar a donde el burro, impasible, arrancaba y masticaba hierbas y cogollos de arbustos. Cuando estuve relativamente cerca, el burro dio unos pasos, alejándose de mí. Yo di otros tantos y el los duplicó. Corrí, y él corrió. Y así estuve algunos minutos hasta que se me ocurrió la idea de arriarlo desde lejos para que tomara el camino en la dirección contraria a la que habíamos llegado. Me pesó mucho en ese momento el haberle dicho a mis compañeros que se adelantaran. Con los caballos habríamos podido arriar al burro sin dificultades. Después de mucho correteo, por fin conseguí que el burro se orientara hacia donde yo quería y que agarrara el camino de vuelta hacia la encrucijada. Hacía casi una hora que viera por última vez a mis compañeros, que en sus caballos de paso ligero ya debían estar llegando al lugar del campamento.

Yo iba detrás del burro, trotando y dándole golpecitos en el anca con una ramita larga y delgada que encontré muy a propósito en el camino. Hacía zumbar la ramita en el aire, y antes de que impactara la piel del animal en el anca, ya él había acelerado el paso. Lanzó un par de coces durante el trayecto. A buen ritmo estuvimos pronto de nuevo en la encrucijada, y evitando que el burro se devolviera por el camino que nos había traído desde la finca de Didier, lo hice entrar por el camino que agarraba hacia la derecha. No creí oportuno volver a montarlo por dos motivos: uno, pensé que el burro se estaba mostrando muy arisco y era mejor evitar cualquier incidente desagradable; dos, porque íbamos más rápido si yo trotaba detrás del burro y lo obligaba a caminar. Y echamos a andar. En ese momento, para mis adentros, bauticé al burro Modorro.

No dejé de notar, casi desde el principio, que ningún lugar de este nuevo camino se me hacía familiar. La vegetación era mucho más espesa de lo que yo recordaba, pero se lo atribuí al tiempo que había pasado desde la última vez que anduve por allí y a la poca interferencia del hombre en el lugar que permitía que el bosque se regenerara. Tras aproximadamente una hora de haber trotado detrás del burro, arriándolo cada vez con más vehemencia, llegamos a un lugar que, estaba seguro, nunca había visitado. Los riscos que repentinamente aparecieron al final de un denso bosque, el río cristalino que los separaba del camino, todo era hermoso, pero extraño para mí, y una terrible sensación de angustia me subió por todo el cuerpo, embotó mi cerebro y se instaló en mi estomago, perfectamente perceptible como un dolor. Me di cuenta, con horror, de que estaba perdido. Me quedé un momento estático, evaluando mi situación, casi sin ver ni oír. El burro, mientras tanto, había seguido andando por el camino, que en este lugar se torcía hacia la derecha e iba bordeando el río. Cuando lo advertí, corrí para atajarlo, pero pienso que él pensó que lo estaba arriando y continuó con su trotecito yendo precisamente hacia donde yo trataba de impedirle que fuera. En ese momento mi rabia con ese burro no conoció límites y corrí con todas mis fuerzas tras él, lo alcancé gritando, y agitando mis manos con furia lo hice retroceder y devolverse por el camino.

Nuevamente caminando hacia la encrucijada, el burro se mostró cada vez más perezoso y cada vez más dispuesto a imponerme su ritmo lento, monótono, cansino. Pensé, entre maldiciones por haber perdido tanto tiempo caminando infructuosamente, que Modorro era un buen nombre para ese animal. Cuando llegué nuevamente a la encrucijada estaba exhausto. Llevaba demasiado tiempo caminando. El burro, andando lentamente, agarró el camino que había tomado desde el principio, pero yo decidí descansar un momento y me senté en el suelo, abrí mi mochila y saqué una lata de salchichas que devoré con un hambre atroz junto con un pan. Tras brevísima pausa, decidí continuar para recuperar el burro y tratar de llegar al campamento al que ahora creía sí se llegaba por ese camino. Comencé a trotar, regularmente, controlando cuidadosamente la respiración para que no me diera ese dolor en el abdomen que ingenuamente llamamos vaso, o baso y que en algunos momentos más que en otros, me había atormentado durante buena parte del día. No tardó este en aparecer y tuve que aminorar el paso y seguir caminando, respirando profundamente, subiendo y bajando los brazos al ritmo del diafragma. El burro no aparecía y yo calculaba que hacía rato debería haberlo visto. Seguí mi camino, dispuesto aunque fuera a llegar a pie, pero con la culpa de haber perdido al burro, cosa que significaría que el señor que cuidaba la finca de Didier “tendría que salir al otro día a buscarlo por todas partes, para podérselo devolver al vecino que se lo había prestado para que el hijo del patrón, su amigo y las mujeres caprichosas con las que andaban, se fueran de paseo a acampar al monte”.

Después de caminar más de una hora, respirando profundamente, buscando al burro, con dolor en el abdomen, cubierto por la semi-penumbra del atardecer en un lugar que se me mostraba completamente extraño y que solo seguía recorriendo como un acto de fe por encontrar a mis compañeros, apareció Didier montado en una de las yeguas. Primero escuché los cascos de la bestia golpeando el piso, y pensé que era el burro que andaba por ahí, pero luego, tras una pequeña curva del camino, lo vi, y le dije:
“No me vas a creer todo lo que me ha pasado. Hasta se me perdió el burro.”
Él se rió, me estiró el brazo para ayudarme a montar en el anca de la yegua y me dijo:
“El burro ya está allá. No hace sino “haau aaauu auu au auu” y perseguir a las yeguas. Hasta al macho se le quiere montar”
Entre carcajadas llegamos al campamento.

Junio 18 y 19 de 2009 (Bs As).

jueves, 18 de junio de 2009

Lagañas de perro


Cuando algo acabó, yo supe que así debía ser, pero me quedó en la boca un sabor, una amargura. Comencé a vacilar, como vacila un viejo árbol carcomido por el comején bajo el embate del viento. Varias lunas pasaron en las que el alcohol y el humo saturaron cada una de mis células. Anduve calles que no recordaba y otras que nunca antes recorrí. Mis pies pisaron suelos y baldosas, y mis oídos escucharon músicas y voces que no habían querido escuchar o pisar antes. La ciudad resurgía ante mí, despierta ahora abruptamente después de permanecer en el letargo al que yo la había sometido. Volví a conversar con los mismos borrachos y a escuchar y a emitir las mismas groserías y juicios sobre la vida. Sentí de nuevo los abismos a lado y lado del camino y a la muerte pincharme el culo para que avanzara. Al final del camino veía a mis ancestros, donde la muerte dejaría de pincharme.

Una noche algo alcohólica, conversando con algunas personas en un parque oscuro y solitario, alguien dijo que por ahí decían que si una persona se echaba lagañas de perro en los ojos podía ver los muertos, y explicaba que cuando los perros ladran al vacío, y ladran como asustados, y se erizan, es porque están viendo un muerto, un espanto, que anda caminando por ahí o mirando desde alguna parte. Las mujeres que había esa noche en aquel parque soltaron una risita nerviosa, porque todas habían visto cómo los perros le ladran al vacío. Los hombres se entusiasmaron y hablaron de cómo se vería a los muertos andando por las calles de la ciudad, y se imaginaron decapitados, ahorcados, mutilados, abaleados, apuñalados, caminando por parques, iglesias, oficinas; y yo me imaginé viejitos y niños en balcones y ventanas familiares, a un negro lustroso lleno de heridas arrastrando cadenas por la avenida del río, a un ciclista con la cara destrozada, a una con un vestido de novia y las muñecas ensangrentadas, a uno flaco, barbado y sucio, que se murió de hambre en alguna alcantarilla, a un suicida con su escopeta al hombro... hasta que una de las mujeres me puso freno: “ya, ya, que esta noche no puedo dormir”. Ella decía haber visto, en su cuarto, al despertar súbitamente, a una niña jugando con una muñeca. Y entre risas y burlas cambiamos de tema. Yo siempre al principio lo tomé a cosa de chiste.

Cuando al otro día en la mañana mi perrita Lilit se montó en mi cama y comenzó a lamerme para despertarme, recordé lo de las lagañas de perro, y luego, con un poco más de esfuerzo, lo que pasó en el resto de la noche. Me levanté normal, sin mucha pereza ni guayabo, me bañé, vestí, tomé un café y salí a dar un paseo junto con la perrita y un libro. Como Lilit, una perrita negra y lanuda de raza heterogénea, no se separaba de mi lado al andar por la calle, ese día yo la saqué sin cadena. Cuando me sentaba en alguna parte, ella se echaba pacientemente bajo mi silla o a mis pies, a esperar. Yo le di agua, y le compré pan y salchichón. Ese día le miré las lagañas a Lilit toda la mañana, las lagañas pequeñas y negras que siempre, casi ignoradas, habían acompañado su faz, y sentí una curiosidad grande, de esas que no pueden caber sino dentro del pecho de un imbécil... y en la noche, con mi dedo índice, le quité la lagañita del ojo derecho a Lilit y me la puse en mi ojo izquierdo, justo ahí donde salen las lagañas. Suavemente empujé la lagaña dentro del ojo, cerré el párpado y la restregué como mejor pude hasta que dejé de sentirla. La perrita se había quedado ahí contemplando la escena, esperando cualquier caricia. Yo la sobé y no sé porqué le di las gracias, y cuando ya con mi índice me disponía a quitarle la lagaña del ojo izquierdo, súbitamente sentí espanto y a mi cuerpo lo recorrió un escalofrío que puso de punta todos los vellos y pelos de mi cuerpo. ¿Qué estaba haciendo yo? ¿Qué sabía yo de los muertos? ¿Qué quería saber? La perrita se erizó, ladró unas cuantas veces y salió corriendo. Esto aumento mi confusión, mi terror, y empecé a pensar que había hecho una cosa tonta. Un rato después ya estaba calmado. Miles de consejeros acudieron a mi mente; llegaron con palabras de la ciencia que niega a los augures, y hablaron mal de la superstición, y argumentaron que a lo sumo, alguna enfermedad en el ojo producida por un agente biológico patógeno externo al organismo, y que menos mal no habían sido los dos ojos. Con pensamientos análogos me dormí esa noche, casi riéndome de mi terror repentino ante la perspectiva de ver a los muertos y, debo confesarlo, con cierta esperanza, bastante vanidosa, de ver lo que los otros no ven, y de ver a aquellos que nos han precedido en este mundo y en lo que algún día, tal vez muy lejano aún pero inexorable, nos convertiremos todos: muertos.

Al otro día desperté con las primeras luces. Tuve una noche plagada de sueños confusos, inaccesibles para la memoria, y me levanté agitado. El chorro de agua caliente de la ducha me trajo alivio, y mi cuerpo tenso y como encalambrado por las malas posiciones mientras dormía se relajó. El recuerdo repentino de las lagañas de Lilit me lo volvió a tensar y salí de la ducha para pararme frente al espejo. Mi ojo izquierdo estaba un poco enrojecido, pero el derecho también, así que no le di importancia. Abrí el párpado con mis dedos y miré el globo ocular, el fascinante globo ocular: nada raro. Cuando me relajé, me rascó. Entonces me rasqué un poco, con suavidad, y me siguió rascando, y entre más yo me rascaba más ganas de seguir me daban y de hacerlo con más fuerza. Me detuve a pensar y rápidamente me decidí a ir donde un médico. En el hospital, tras diligenciar un buen rato, me mandaron donde un oftalmólogo que después de un breve chequeo y unas breves preguntas con breves respuestas, me recetó unas gotas y me mandó para la casa. Cuando estuve en el baño de mi casa me miré en el espejo y me di cuenta de que tenía el ojo izquierdo un poco más rojo que el derecho y ansioso me eché las gotas que había comprado en la farmacia del hospital. Me ardieron como si me hubieran echado limón y tomé eso como señal segura de que las gotas matarían la enfermedad que se pudiera estar gestando.

Tres veces al día, todos los días, me eché las gotas concienzudamente, restregándolas bien por todo el ojo, moviendo éste de un lado a otro y de arriba abajo con el párpado cerrado. Sin embargo noté que el ojo izquierdo estaba siempre un poco más enrojecido que el derecho y esto me mantenía muy preocupado. ¿Qué clase de enfermedad ocular se me había contagiado? Y en tres semanas visité dos veces al mismo oftalmólogo y una vez a uno diferente, más prestigioso. Y los dos dijeron que no pasaba nada, que me siguiera echando las gotas, que lo del ojo enrojecido no era nada raro, que no me rascara y listo (pero yo no me rascaba, ya no sentía rasquiña en el ojo, y los médicos parecían no creerme y atribuir el enrojecimiento a que yo me lo frotaba con la mano, aunque fuera dormido y sin darme cuenta). Yo, por estar tan preocupado por la enfermedad, médicos, hospitales, farmacias, dinero y cura, olvidé para qué había embadurnado mi ojo con una lagaña de perro; pero no tardé en recordarlo.

Lo de los rincones oscuros fue el primer síntoma. Al principio no le di importancia, porque era sutil, pero a medida que pasaban los días y se iba haciendo más fuerte, evidente e innegable, no tuve otra opción que empezar a pensar en las lagañas de Lilit y en su efecto sobre mi. Lo que comenzó a pasar fue esto: de algunos rincones oscuros, que algunas circunstancias hacían más oscuros, me atacaban oleadas de pánico, y se me erizaban los pelos, y se me tensaba el cuerpo. Duraba sólo un momento, unos segundos largos como horas. Y aunque parezca extraño que lo diga de esta manera, eso era justamente lo que pasaba: el pánico, desde un rincón oscuro, se me venía encima, y yo sabía que el pánico venía precisamente de ese rincón, no venía de ninguna otra parte, estaba localizado. Y comencé a temerle a los rincones oscuros y mantenía las luces de mi casa encendidas toda la noche, hasta mientras dormía, porque cada vez que me pasaba eso me parecía más impresionante, y siempre después se me descomponía el ánimo, me poseía una exasperante angustia y el terror más grande que se pueda concebir. ¿A qué le temía? A aquello que se agazapaba en la oscuridad y que parecía esperar el momento para lanzárseme encima y destruirme. A aquello que hacía que mi cuerpo reaccionara de una forma tan brutal, como si presintiera el peligro más grande, como si sintiera a la muerte acechando. Y esto me pasaba en todas partes, donde yo menos lo esperaba había un rincón propicio para que me pasara. Por esto me recluí en casa.

Empezó con los rincones oscuros, pero en dos semanas ya no importaba la luz o la oscuridad, ni que fuera un rincón o un corredor o un espacio más o menos abierto, el pánico aparecía de repente y la detestada sensación post-trauma amenazaba con ahogarme. Lilit ladraba y se erizaba al unísono mío, mirando siempre en la misma dirección que yo. Fue entonces cuando dejó de serme útil la reclusión, pues me veía atacado repentinamente en el baño, en la cocina o en mi habitación, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces por día... y una mañana decidí salir. Fui a dar un paseo por la plaza bajo un sol tibio que me pareció de lo más reconfortante. Volvía a ver personas en dos semanas y me sentí ligero, casi afable, al contemplar el paisaje de árboles, palomas y gente, unos quietos, otros moviéndose, mientras la luz de un sol tibio iba bañándolos a todos. Entré a una cafetería al lado de la iglesia y me senté a mirar a los parroquianos en sus ires y venires. Anhelaba la normalidad que ellos ostentaban a cada paso, en cada bolsa de mercado o maletín, en cada sonrisa y en cada saludo a cualquier coterráneo. ¿Qué había hecho yo con mi vida? No tenía refugio contra el pánico por lo que nunca podría volver a ser como ellos son. Mientras reflexionaba de este talante me acometió la sensación de terror absoluto y se me pararon todos los pelos del cuerpo cuando vi salir de la puerta del baño a una niñita en harapos, con ojeras y con el pelo muy rubio y muy largo, casi hasta las rodillas. Pensé que era una niña de la calle, de esas que tanto ve uno por acá, pero ¿porqué mi terror?. Al no poder explicármelo y sintiendo cómo el pánico persistía, hice un esfuerzo titánico y miré a otra parte. Aún sentía que la presencia de la niña estaba allí y que casi halaba mi cara para que la mirara de nuevo, Cuando así lo hice, me sorprendí al ver una bruma densa ahí donde hacía sólo unos segundos estaba la niña. La bruma no me causaba tanto temor como la niña, pero aún así la sensación de pánico no me abandonaba. De pronto la bruma se deshizo como si hubiera entrado una corriente de aire y yo pude relajarme. Nunca antes había tenido un experiencia que durara tanto tiempo. Asustadísimo, salí casi corriendo de la cafetería y me dirigí a mi casa, donde tras cerrar, le eché llave a la puerta, ingenuamente pensando que tal vez con este acto podría dejar afuera a los muertos.

En casa me puse a reflexionar en todo lo que me estaba pasando y tras dar vueltas y vueltas entorno a los mismos pensamientos, se me ocurrió lo que me pareciera una brillante idea: me puse un parche en el ojo izquierdo, pues deduje que todo tenía su origen allí. Lo hice con un esparadrapo y una tela blanca que le arranqué a unos calzoncillos. Cuando me miré en el espejo me alegré de que el parche diera la apariencia de tener un objetivo clínico, como proteger el ojo después de una operación, o a causa de una infección. Cualquier eventual explicación sería algo sencillo. Ya en las horas de la tarde salí a la calle a comprar víveres pues en casa ya no había nada que comer; también fui a la farmacia y compré microporo y gasa, para hacerme un parche mejor. Me sentía seguro con el parche en el ojo por lo que decidí dar una caminada corta y hacer un rodeo por las calles antes de llegar a casa. Faltando una cuadra para llegar sentí una sacudida súbita, y un pánico como nunca antes había sentido me obligó a mirar hacia atrás. Sin saber qué hacer y sin poderme quitar la sensación de encima, traté de mirar hacia otro lado, pero no pude, y entonces, desesperado, me quité de un tirón el parche, aterrado ante la posibilidad de tener un peligro inminente en mi presencia sin yo poder verlo pero sabiendo que ahí estaba. Lo que vi fue espantoso: era un hombre joven todo ensangrentado, sólo le quedaban unos cuantos mechones de pelo largo, parecía que le hubieran arrancado la nariz y cortado los párpados y los labios; faltaban los dientes en su boca y las uñas en sus pies y sus manos; numerosas heridas en su dorso bañaban en sangre el lugar donde debieran estar sus genitales. De pronto se volvió niebla, niebla densa y lechosa y yo sentí cómo desaparecía una carga abrumadora y pude contemplar, como un observador y sin pánico, cómo la niebla se desplazaba y se iba retirando hasta, repentinamente, desaparecer. Di unos pasos en dirección a mi casa sin comprender mucho y en cierto sentido tranquilo, pero me vi obligado a detenerme pues otra sombra-niebla cruzaba mi camino, a siete u ocho metros, y penetraba en una casa. Me maravillé, naturalmente, y no dejé de notar que no me había asustado en absoluto al verla, aunque sí se habían levantado los pelos de mi coronilla y los vellos de mis manos.

Si desde el principio de mi vida yo hubiese visto a los muertos, es cosa segura que en la escuela me hubiesen puesto apodos como cuero e pollo, o gallineto o alguna cosa por el estilo, porque desde que empecé a verlos es casi el estado natural de los vellos de mis manos el estar erguidos. Aquella noche, en mi habitación, vi muchas sombras-niebla, que pasaban por entre las paredes, y parecían ir de casa en casa, y mirando por la ventana vi cantidades, y cada que alguna sombra-niebla pasaba demasiado cerca de mi, se me erizaban los pelos de las manos y la coronilla y cuando se quedaban quietas en mi habitación Lilit comenzaba a ladrarles hasta que se iban. En esa primera noche yo no pude salir de mi asombro. No sentía ya miedo sino asombro. ¡cuantos muertos deambulando por ahí, compartiendo el espacio con los vivos!. Desde esa noche en adelante todo fue así: muertos aquí, muertos allá, muchos muertos acullá. Puedo asegurar que hay muchos más muertos que vivos (muchísimos más) en cualquier parte, sea donde sea. A veces uno puede ver a una persona que va caminando, y detrás de ella vienen dos, tres o más sombras-niebla, que parecen afanarse en torno a él; y aunque yo nunca he escuchado que las sombras-niebla digan una palabra, ellas parece que le hablan a la gente porque a menudo las personas que tienen varias sombras-niebla constantemente alrededor suyo son personas que tienen ideas ingeniosas (aunque a veces, hay que decirlo, no son tan ingeniosas sino más bien estúpidas) y se les ocurren estas ideas precisamente cuando una sombra-niebla se les acerca hasta dar la impresión de tocarlas.


Al principio lo consideré un don especial, y pensé que le podría sacar provecho. Intenté comunicarme con ellos, para ¿quién sabe? tal vez consolar a alguna viuda o a un amante destrozado, pero todos mis intentos fallaron. Los muertos no tenían interés en comunicarse conmigo. Entonces empezó la desazón: mi don consistía en ver; nada más en ver, sin entender qué era lo que en realidad pasaba, ¿porqué no se habían ido como lo hicieron sus cuerpos y sus pertenencias? ¿porqué seguían empecinados en habitar en el mundo, jugando su papel imperceptible pero imponderable sobre los destinos de los vivos? ¿Quiénes eran todos aquellos, o quiénes habían sido? ¿iría yo también a deambular por el mundo después de muerto? (Esta perspectiva me pareció aterradora). Sin embargo la desazón no se produjo exclusivamente por este tipo de preguntas que parecían sin respuesta, sino también por algunas cosas que pude ver:


Los muertos conservan muchos de los rasgos de los vivos. Por ejemplo, los muertos son vanidosos, y les gusta impresionar. Yo he visto muertos hacer apariciones fortuitas a personas. Uno ve que la sombra-niebla se hace más densa y turbulenta, y le mira la cara a la persona que está enfrente de la sombra-niebla, y sin mucho esfuerzo deduce uno que la persona está viendo un espanto. Y lo que pasa es que los muertos cuando se aparecen son vistos como más pueden parecer aterradores a quien los ve; y en una sola aparición dos o tres personas ven un espanto diferente. Ellos en realidad no tienen forma, la gente los ve como en el fondo quiere verlos. Aunque a veces son sensatos, y se aparecen, sin asustar, en la forma en que fueron en vida, para despedirse o alertar a un ser querido que aun vive sobre algún peligro. Otra de las cosas que me produjeron mucha contrariedad fue la certeza de que muchos muertos no buscan nada, ni parecen tener misión. A menudo los llamo para mis adentros la imagen de la aburrición eterna. ¿No es acaso triste que tras la muerte sólo esté la aburrición?. Aunque también hay muertos codiciosos, iguales a como fueron en vida. Se escucha mucho hablar a las personas de casas en las que tras repetidas apariciones se encuentra un entierro con oro o cosas de valor. La gente dice que el muerto les mostró donde estaba el tesoro para poder irse a descansar al cielo o a quien sabe dónde, pero a mi me consta que esto no es cierto, sino que el muerto se aparece para aterrorizar a aquellos que puedan saquear su tesoro, y una vez lo encuentran, el muerto no descansa sino que (¿cómo decirlo?) se parte en mil trozos, y cada uno persigue a una parte del botín, sin cansarse nunca, hasta el fin de los tiempos.

Muchos años he visto vivos y muertos por donde voy, y no puedo evitar compadecerme de unos y de otros. En realidad yo no sé a cual de los dos reinos pertenezco ahora, más bien creo que en realidad sólo hay un reino y que este reino tiene una pequeña frontera interna, una tenue línea que define los términos de la existencia. Tampoco sé si yo ya he cruzado o no esa línea; poco me importa, la verdad, estar en un lado o en el otro, si de todas maneras voy a estar en la misma parte, eternamente, atrapado y sin opción de escape.

Sep 27 y 30 de 2004

Mingo



A Edgardo Martínez no le incomodaba que le dijeran mingo hasta que fue a ver riñas de gallos y entendió de qué se trataba todo. Él era un profesor de escuela del área de literatura. En un principio, cuando era joven y tenía sueños, había intentado abrirse paso en el mundo de las letras a través de la creación, y escribió cuentos, poemas, algunas crónicas, dos intentos inconclusos de novela y numerosos párrafos personalistas llenos de una mística vagabunda algo insípida. Pero con el tiempo y el trabajo fue perdiendo el ímpetu creador, y sus ojos, llenos ya de atardeceres, dejaron de mirar al mundo ansiosos por transformarlo en letras y se dedicaron a observar. Sin embargo, la literatura fue siempre su gran pasión y cada momento disponible que encontraba lo dedicaba a la lectura de libros que, a medida que pasaba el tiempo, iban teniendo títulos más extraños. En parte porque la vida se lo dispuso así, y en parte por que él mismo se lo procuró, sus relaciones sociales constaban casi exclusivamente de personas que entendían de libros, o que, por lo menos, leían. En sus ires y venires por conferencias, simposios, cursos especiales, cafés, centros culturales y eventos en general, había tenido discusiones profundas y encarnizadas con la mayoría de los hombres de letras de su generación, algunos de la precedente, y en un grado menor, con los “especímenes de la nueva generación”, como los llamaba. Y siempre quedaba muy satisfecho después de una discusión, entre más encendida y más grande el contendor, mejor, pues estaba convencido de su sagacidad y de cierta pusilanimidad y estupidez de los “escritores activos”. Y no es que les tuviera envidia porque ellos escribían y él no, sino que honestamente los consideraba irresponsables por dejar grabado para siempre en el papel todos sus defectos y aberraciones, y encima, sentirse orgullosos de ello.

Un día, en un café de un teatro, se encontró con Germán Ladino, un poeta moreno de Buenaventura, que Edgardo conocía desde unos años atrás. A Edgardo, Germán no le caía muy bien, pero lo consideraba casi un buen poeta, una persona ingeniosa y con bastante sentido del humor, aunque petulante y amarga. A Germán, hay que decirlo también, Edgardo le parecía un personaje ridículo y pretencioso, pero buena gente. Y cuando lo saludó le dijo en tono afable y con una sonrisa cargada de malicia:
-¿Qué hubo ome mingo?
-Qué hubo Germán ¿Cómo así que mingo?
-Ahí le dejo pa` que investigue, a usted que le gusta tanto investigar... ¿y qué? ¿Viendo teatro? ¿Están presentando una obra basada en Wilde, cierto?
-Ajá, pero yo no entré, ya me da pereza el teatro, para eso me leo el libro. Vine a tomar café y a descansar de la casa y el trabajo.


Y siguieron hablando un buen rato, y aunque no amigos, sí conversadores. Mientras hablaron, Germán llamó mingo a Edgardo varias veces y Edgardo le preguntó de dónde había salido ese mote.


-Chucho, Pepe Sierra y yo, te decimos así, pero es con cariño- y cambió de tema.


Cuando Edgardo llegó a casa tomó el diccionario de su escritorio y buscó mingo:
Una bola de billar, un juego de muchachos, el tercer tiempo de cierto ritmo; y al final, en fam. Poner el mingo, sobresalir, distinguirse; y || coger de mingo, tomar por primo. Las primeras no le parecieron que fueran las acepciones que suscitaron el apodo, pues él no estaba gordo, ni calvo, ni se comportaba como un muchacho. Tampoco tenía una relación muy intensa con la música. Así que pensó que en las últimas dos estaba la clave. Y pensando, pensando, sacó la conclusión de que, aunque oscuro, tenía que ser un apodo bien intencionado y no un insulto, pues le parecía a él que el mingo, o es el que sobresale, o el que hace algo que se distingue, o el que es considerado como de la familia. Y al encontrar un poco extraño que tal “elogio” procediera de aquellos tres personajes especialmente agrios y eventualmente antipáticos, trató de explicarse el asunto lo mejor que pudo y tal vez apresuradamente, pensando que ellos veían mérito en él, lo valoraban.

En el transcurso de unos meses tuvo ocasión de encontrarse a cada uno por separado, y varias veces a Germán, el Negro Ladino, y siempre fue apelado como mingo. Ninguno tuvo la delicadeza de llamarlo Edgardo, y siempre notó, cada que aparecía la palabra, una sonrisa maliciosa y una forma de mirar burlona. Empezó a dudar de que no fuese un escarnio.

Por casualidad fue a dar a la gallera. Había leído algo sobre el origen de las riñas de gallos y se había maravillado de que nunca, a pesar de haber oído hablar de ellas y conocer a personas que las habían visto, se había ni siquiera entusiasmado con la idea de ver dos animales matarse ferozmente entre ellos, sin una razón más que la rabia que llevan en la sangre. Ese día, leyendo, le entró una curiosidad inmensa por ver ese espectáculo, y el sábado de esa misma semana, por obra del azar, supo que el dueño de la tienda del barrio que él frecuentaba iba a dejar a su hijo a cargo del negocio porque iría a una gallera para ver pelear al gallo de un amigo. Edgardo vio su oportunidad y le pidió que lo invitara. En realidad le tenía un poco de temor al mundo de los gallos, lo remitían a sangre, a puñales, y a muertes por deudas, así que el hecho de ir con Don Carlos le daba cierto alivio.

Todo el camino de ida a la gallera, en el taxi, Don Carlos le habló a Edgardo de gallos, de cómo funcionaban las apuestas, de cómo eran las peleas y qué sentía uno al verlas, y al apostar. Y le contó algunas historias de pérdidas y ganancias. Edgardo se sentía ansioso de ver una pelea. Una vez allí, desde una esquina algo retirada del bullicio, Don Carlos le explicó qué eran todos los preliminares, cómo pesaban los gallos e iban apuntando en un tablero quiénes eran sus dueños, cómo los dueños de los gallos y los apostadores cazaban las riñas, y luego cómo calzaban a los gallos con espuelas de carey. Cuando anunciaron una pelea se subieron a la tribuna que bordea el círculo donde se realizan las peleas y se sentaron. Aparecieron los dueños con los gallos en las manos y empezaron los que había en las tribunas a interpelar a los otros, conocidos y desconocidos:

-¿Cuál le gusta?
-El colorao.
-Bueno, yo le voy diez mil al blanco.
-De una. Yo diez mil al colorao. Ahí está cazada; ya sabe, diez al colorao.
-Yo diez al blanco.

Edgardo escuchó al lado suyo decir a un señor de edad

-Cuando saquen el mingo escojo.

-Listo, pero yo escojo en la próxima pelea.


Edgardo se sobresaltó al escuchar su apodo, y más porque estaba referido a gallos, y le preguntó a Don Carlos qué era un mingo. “El gallo con que torean a los gallos que van a pelear... es ése que están sacando de ese talego”. Y sacaron un gallo negro de un talego y lo cogieron por las patas, y boleándolo de derecha a izquierda y de arriba abajo, lo acercaban a el gallo colorao que iba a pelear y que desde el piso intentaba zaherirlo. Luego recogieron al gallo colorao y soltaron al blanco y volvieron a bolear de las patas al mingo, cerquita, para que lo atacara el blanco. Después, los dos gallos que se iban a enfrentar fueron tomados en las manos por sus dueños, y les pusieron al mingo un poco más arriba de la cabeza, de modo que éste pudiera picar las cabezas de los gallos para enfurecerlos, cosa que el mingo hacía con prontitud y casi rabia, desplumándoles las testas. Cuando soltaron a los gallos empezó instantáneamente la pelea. Aleteos, picotazos, espuelazos, cabezas enganchadas y pisoteadas, ojos perdidos, pulmones perforados, sangre, gritos, euforia y plumas flotando en el ambiente. “Dale blanco”, “dale colorao”, “migale blanquito”, “duro colorao, duro”.

A Edgardo el espectáculo le pareció bárbaro y sangriento, aunque muy envolvente y atractivo. Surgían aspectos nuevos de la naturaleza ante sus ojos, y en medio de la agitación de la pelea, Edgardo casi olvidó lo del mingo. Vio que lo metieron de nuevo en el talego, pero no le dio más importancia hasta que lo volvieron a sacar para la pelea siguiente. Entonces fue que se puso a pensar en ello. En porqué Chucho, Pepe Sierra y el Negro Ladino le decían a él mingo. Y comenzó a lanzar hipótesis: “será porque le pego picotazos a los gallos de pelea; o será porque no me lanzo al ruedo a pelear, porque no escribo; o será porque no me hago matar por el capricho de otros” y cosas de este talante. Hasta que le preguntó a Don Carlos cuál era el rollo con el mingo, y este le dijo que el mingo era un gallo que no servía para nada, que no peleaba bien, que lo volvían mingo por no matarlo para comérselo, porque les daba pesar del animalito y ¡porque siempre, en las peleas, se va a necesitar un mingo!. Le explicó también que había gallos que al principio eran buenos y que después ya no peleaban bien, y que a esos gallos los volvían mingos. Y empezó a pensar Edgardo en todo lo que le decía don Carlos, y vio al mingo como el eterno habitante de las jaulas, que ve tras las rejas, impotente, cómo los gallos fieros, los que se baten a muerte y vencen, se aparean con todas la gallinas y se comen las mejores semillas. Y pensó esa noche, y toda la semana, en Chucho, Pepe Sierra y el Negro Ladino, tan escritores y tan gallitos de pelea.


Cuando en una biblioteca, varias semanas después, el Negro Ladino saludó a Edgardo Martinez “¿Qué hubo mingo?”, éste, con una sonrisa despectiva y belicosa le respondió afablemente “¿Qué hubo negro cacorro? Cuando querás te doy unos picotazos en la cabeza a ver si escribís un poema que valga la pena”.


Octubre 4 de 2004

Nadie o la culpa



Nadie sabe que yo disparé. Seguramente a Nadie le importa demasiado. Si la gente lo supiera, tal vez me lo recriminaría, pero Nadie lo sabe y, como es costumbre, Nadie me dice nada. Alguno me dio la idea.

La historia que motivó el disparo la leí en un anuario viejo del colegio: alguno de los muchachos que se graduaban ese año, contándolo como anécdota, refería que hallándose una vez en clase de matemáticas, provisto de una bala, un pequeño tubo de aluminio, y el cabo de una vela, había calentado tanto el culo de la bala que ésta había estallado en plena clase, causando un pánico instantáneo y efímero a los que allí se encontraban. El profesor daba alaridos una vez hallado el culpable mientras los compañeros estallaban en carcajadas nerviosas, todavía pálidos del susto. El asunto, al final, no pasó a mayores y la única consecuencia del hecho fue un pupitre abollado, pues la bala, inexplicablemente quedó en su interior y no salió silbando a taladrar el cráneo de algún inocente.

La historia la leí en la noche de un viernes frustrante de mi adolescencia, un viernes de esos en que no resultaba con quien salir, y uno, de catorce años, se quedaba en la casa; un viernes frío, con lloviznas esporádicas y leves. En medio de mi aburrimiento, me reí solo, en mi cuarto, en calzoncillos, entre las cobijas, leyendo la ocurrencia. Me reí tanto al imaginarme a ese profesor, al que yo había conocido y que de una u otra manera era el fantasma que me perseguía con sus matemáticas incomprensibles, me reí tanto, que se me ocurrió la idea: yo tenía balas, o mejor, mi hermano tenía unas balas y yo sabía dónde estaban. Siempre las había mirado con respeto; incluso nunca había osado tocarlas sin guantes porque según mi hermano, esas balas tenían cianuro. Pero ese día, a esa hora, con esa edad, yo no estaba para pensar en cianuro, yo estaba pensando en quitarme el aburrimiento de encima. Cogí una bala, una veladora y un tubo en el que hacíamos ejercicio ajustándolo al marco de una puerta y, a hurtadillas de mis padres, armé mi batería en un patio, justo detrás de mi pieza y del baño de mis progenitores. Encendí la veladora, puse la bala en el tubo y empecé a calentarla, apuntando el tubo más arriba de los muros del patio, hacia la montaña, o hacia el cielo, no sé. Me quedé un buen rato en esas. Empecé a dudar de que el tubo sí estuviera dejando calentar la bala y cuando menos pensé, tras larga espera:…taaaaaaz… el tiro. Un trueno y un chispazo. Me metí un susto el hijueputa y, nervioso, agarré la veladora y el tubo y me fui para mi pieza. Mi papá se había levantado y preguntaba muy alterado “¡¿Qué pasó?!”. Yo sólo respondí: “nada, nada” las dos o tres veces que lo preguntó, luego me encerré. Sentía un ardorcito raro en diferentes partes de mi cuerpo, sobre todo en los brazos, las piernas y el pecho… como si proyectiles diminutos, infinitesimales, se hubieran clavado en mi piel. Ahí sí empecé a pensar en el cianuro, que debía estar entrando al torrente sanguíneo a través de los vasos capilares. El miedo me sacudió y no se me ocurrió otra cosa que irme a bañar. Lo hice, y creo que en toda mi vida no lo he hecho de manera tan minuciosa. Me restregué con estropajo hasta la más recóndita superficie del cuerpo una y otra vez, aun a sabiendas de que si tenía cianuro dentro del cuerpo, bañarme no ayudaría para nada a detener el curso indetenible del veneno. Aunque no somos muchos, imagino que no somos pocos los que conocemos la angustia que se experimenta cuando uno se ve próximo a la muerte por culpa de una imprudencia inocente, estúpida, cometida por uno mismo. ¡Cómo duele saberse idiota! Me acosté entre temeroso y colérico y no recuerdo qué soñé esa noche.

La bala, ¿Dónde cayó? Nadie lo sabe, por eso a Nadie le importa. Pudo haber destrozado la cara a una niña, o levantado polvo en un potrero, o perforado un techo; o tal vez pudo haber caído en el pavimento, y achatarse, y haber sido recogida por un adolescente que la convirtió en el dije de un collar de cuero… Nadie lo sabe, porque Nadie está en el cielo y puede verlo todo.

Nov 29 de 2006

La marca de Onán


Fue mi padre, pese a las advertencias del notario, quien me puso como cruz, lastre o carga, mi desgraciado nombre. Loable gesto del notario, que conocía la historia de este personaje bíblico a pesar de que está consignada en la pequeña pero de por sí magnífica cifra de siete versículos del Génesis (algo así como veinte renglones, a doble columna, en letra menuda y apretada). Mi padre no le hizo caso, o no entendió lo que el notario quería decirle, y conservando su dedo índice en la página de la Biblia que había abierto al azar para encontrar un nombre, dijo: “Se llamará Onán. Aunque la verdad, nunca había escuchado ese nombre... pero no importa, será el único Onán de por aquí, y seguramente, el único Onán Paniagua del mundo... eso de que todo el mundo se llame igual es muy cansón”. El notario, viendo la terquedad de mi padre, desistió en su intento de convencerlo para que echara atrás lo que la suerte había decretado y en el registro civil que me convertía en un pequeño pero significativo ciudadano colombiano, grabó para siempre, con caracteres uniformes, mi nombre: Onán Paniagua Colorado.

Durante mi infancia se burlaron mucho de mi nombre, sobre todo los niños que estaban conmigo en la escuela, pero yo no les hacía el menor caso; antes bien, siempre les decía que yo era el único Onán, mientras que diez, quince, cien de ellos, se llamaban Carlos o Juan: estaban repetidos y yo era irrepetible. Esto me mantuvo tranquilo mucho tiempo y con el correr de los días todos parecieron olvidarse de que Onán era un nombre extraño… hasta yo mismo lo hice. Pero eso sólo pasó por ignorancia, porque casi nadie sabía quién era ese personaje bíblico al que aludía mi nombre, ese hijo de Judá. Sólo los eclesiásticos o las pocas personas medianamente cultas que conocí en mis primeros años parecían contener una sonrisa maliciosa cuando escuchaban, ya fuera de mis labios o de los de otros, el nombre que acompañaba, indisolublemente, a mi cuerpo; y aunque yo no dejaba de notar esas sonrisas contenidas, no me inquietaban y las atribuía a alguna otra cosa que escapaba a mi entendimiento. Y en realidad así era.

Hacía varios años que yo ya conocía los breves placeres de ese vicio solitario cuando descubrí, por accidente, que existía la palabra onanismo. Cuando la escuché (ni siquiera recuerdo quién la dijo) no entendí a qué se refería, pero mi curiosidad, acrecentada durante varios días, tras larga lucha contra la pereza que me daba todo lo que pudiera de una u otra forma relacionarse con el estudio, me condujo al diccionario y supe que onanismo era un término inspirado por un personaje bíblico (Onán) y que significaba, en resumidas cuentas, bolearse la paja, masturbarse, darle puñaladas al mico, cinco contra uno, o cualquiera de las múltiples denominaciones que tiene este acto primitivo, ancestral, lógico, envolvente, y hasta para algunos, conveniente y necesario. Las alarmas se prendieron en mi interior. Un ímpetu investigativo hasta ese momento ignorado por mí me poseyó y empecé a leer el Antiguo Testamento. Tras el esfuerzo intelectual más grande que había realizado en la vida, tras haber leído con meticulosidad las genealogías extensas y aburridoras que se encuentran en el Génesis, y tras haber determinado leer toda la Biblia de ser necesario para encontrarlo, di con el consabido nombre.

La desilusión fue grande: el tipo ni siquiera se boleaba la paja en sentido literal; lo que hacía era que, por mandato de su padre, se comía a la mujer del hermano muerto, pero cuando se la comía no se le venía adentro, sino que lo sacaba y se le venía afuera para no preñarla y darle hijos a su hermano. No sobra decir que para sacar en claro todo este enredo con Onán y Tamar (que así se llamaba la mujer) me demoré bastante, porque ese lenguaje de la Biblia, con eso de “entrar en la mujer”, de “tomar”, de “verter en tierra para no dar prole” etc, se me hacía muy difícil, por lo que me tomó bastante tiempo descifrar el embrollo y traducirlo a mi propio lenguaje, por demás mal sustentado en la experiencia propia, y más basado en la conjetura, los comentarios escolares y la clase de biología. Ese día, además del malestar que me produjo el darme cuenta de que mi padre me había hecho poner el nombre del pajizo más conocido en el mundo civilizado, del pajizo por antonomasia, me asombró sobremanera el hecho de ver en la Biblia, el Libro Sagrado, estos temas, estos personajes, estas costumbres, grotescas de por sí y totalmente alejadas de lo que yo tenía entendido que era sagrado.

Más-turbación Inevitable hacer hincapié en la coincidencia. Seguramente un lingüista histórico reiría a carcajadas al observar esta tentativa ingenua de división etimológica, pero cualquier persona con un mínimo de sensatez y de conciencia de los movimientos que produce la masturbación en la mente, cuerpo y espíritu del que la ejecuta, reconocería una feliz coincidencia en la conformación de esta palabra. Porque más turbación fue precisamente lo que cayó sobre mí como un gran tonel de pez hirviendo: sintiéndome consagrado por el destino a la experimentación de la autosatisfacción, me dediqué sin ningún tipo de miedo o prejuicio a ella. Cinco, seis, siete, ocho veces al día, usando furtivo cualquier momento en la casa, el colegio, pero sobre todo, por las noches y al amanecer, en el cálido lecho, donde las visiones creadas por la mente facilitan todo, donde la mano se mueve con soltura al vaivén de los pensamientos descarados, que las desnudan a todas, que a todas las hacen suyas sin que puedan evitarlo.

El capricho de mi padre obvió el hecho de que Onán fue exterminado por Dios, de que era un nombre maldito por los siglos. Así, a medida que me volvía más y más onanista, empecé a encerrarme como en una caja estrecha y toda mi interacción con el mundo exterior tenía la premisa de recolectar material para recrear con mi pensamiento en mis momentos de autocomplacencia, en la intimidad conmigo mismo. Guardaba en mi mente las imágenes de las modelos de los carteles que aparecían en vestido de baño, las escenas en que una falda de una profesora, una compañera o cualquier desconocida se subía demasiado, un escote pronunciado, los pechos bamboleantes de una mujer saltando o el roce fortuito de un seno. Todo me servía como material de campo y todo se recreaba con nitidez en mi mente mientras mi mano hacía lo suyo. Fue en este tiempo en el que adquirí una actitud acechante. Sin embargo, deseaba tanto a las mujeres que no era capaz de acercármeles, pues me despertaban unos temores extrañísimos, y me limitaba a observarlas de lejos, como un gallinazo debe observar a un animal que es devorado por un jaguar. También fue en este tiempo en el que empezó a salirme una manchita clara en todo el centro de la frente. Yo la veía con facilidad cuando me miraba con detenimiento en el espejo, pero las otras personas me decían que no la veían. Con preocupación la vi crecer durante meses, invisible para los otros. Al final, quedó en mi frente un círculo de unos tres centímetros de diámetro, una marca sutil en forma de “O” que sólo yo era capaz de percibir, o por lo menos eso fue lo que creí al principio.

Cuando los compañeros del colegio empezaron a hablar cada vez más de sus primeras experiencias sexuales concretas, y algunos hasta de sus ya abundantes aventuras amorosas, muy a pesar de mi instinto ostracista-onanista, decidí en mi fuero interno que era hora de conseguir una mujer con quien poder probar las delicias verdaderas de la carne, de las que tanto oía hablar y que deseaba con locura desde hacía mucho tiempo. Para tal fin, recibí consejos de varios compañeros, pero cada uno de mis intentos por ponerlos en práctica para acercarme a una mujer fue un fracaso contundente: a pesar de no ser demasiado mal parecido, yo tenía la capacidad de espantar a cualquiera, hasta a las más feas. Esto derrumbó mis pretensiones y mi autoestima, que sólo recuperé asumiendo con un ritmo vertiginoso mi vicio solitario.

Un día, un compañero dijo desprevenidamente, como si no lo dijera o como si no le importara: “Uno no se consigue una vieja hasta que no se deje de bolear la paja. Ellas saben por instinto quién se la bolea y quién no”. Sin saber porqué, instantáneamente pensé en la mancha clara, invisible a los demás, que adornaba mi frente desde, lo que ya me parecía, una eternidad. Pensé en mi nombre y, como un centellazo, vino a mi mente una idea esclarecedora pero muy perturbadora: la mancha era la inicial de mi nombre, era una marca distintiva, era la fatalidad de los siglos hecha carne, era la marca de Onán, y por ella me rehuían las mujeres que, aunque no lograban verla como yo, de alguna manera la percibían, sabían lo que significaba y por consiguiente se alejaban.

Desde entonces todo cambió para mí. Ante la incapacidad de conseguirme una mujer, continué haciendo de las mías, pero ya no lo disfrutaba como antes, lo que me producía era sobre todo remordimiento por saber que estaba desperdiciando mi energía viril, vital, creadora; por sentirme en un círculo vicioso donde, ante la imposibilidad de tener sexo, me pajeaba y por culpa de pajearme estaba inhabilitado para tener sexo. Todo se volvió un infierno y en él pasé muchos años.

Ahora estoy viejo y nunca he conocido mujer. Sin embargo, no importa. Yo ya he asumido mi destino. Por eso te digo, amigo cuyos ojos recorrieron los caracteres de estas páginas, ¡témele a la paja! Recuerda el refrán: en guerra avisada no mueren soldados, aunque, la verdad, siempre he creído que todas las guerras son avisadas, y que muy a pesar de esto, guerra en que no haya muertos no es guerra; así, sé que no importa qué te diga o de qué manera te prevenga, igual vas a recurrir, en tus soledades, a ese vicio narcisista y ególatra que tanto nos gusta, al vicio de Onán: la autocomplacencia.



Febrero 28
Marzo 1 de 2006

Navidad


Diciembre 23

Un automóvil baja raudo por una de las carreteras que dan acceso a la ciudad. La luz de los faros del vehículo horada la penumbra que se cierne sobre todo alrededor y le permite ver a los tripulantes el asfalto, las rayas blancas del camino y algo hacia los lados, hacia los arbustos que crecen exuberantes y espesos hasta la misma orilla de la carretera. En cómodas sillas de cuero viajan un hombre y una mujer y sus rostros reciben la tenue luz azulosa de los muchos y pequeños bombillos que alumbran en el tablero de aquel artefacto último modelo. El hombre, quien maneja, lleva pelo corto, engominado y peinado como un puercoespín. Una cadena de oro pende de su pecho apenas cubierto por una camisa a medio abotonar. Sus brazos están muy tensos maniobrando la cabrilla y sus ojos no pierden de vista ni por un segundo los detalles del camino. La mujer, por el contrario, luce ensimismada, mirando hacia la orilla derecha, hacia los matorrales. Masca chicle ruidosamente y el hecho de que sea de noche no le impide llevar unas gafas ligeramente oscuras. Sus dedos juegan distraídamente con su pelo rubio y lacio.

De pronto al hombre lo invade un pensamiento atosigante: la carretera está absoluta y extrañamente sola. Siente miedo y se tensan más sus manos sobre el volante. La cuesta se inclina y muy a pesar suyo tiene que disminuir la velocidad. Empieza a desear con insistencia llegar a casa de su tío. La mujer no se ha dado cuenta de lo que le sucede. Alguna pólvora estalla en el cielo de la lejanía. Ya se empieza a ver la ciudad y el hombre alcanza a sentir cierto alivio.

Sin saber cómo lo logra, oprime el freno. La mujer grita, sus senos maltratados por la prisión del cinturón de seguridad. Él simplemente se aferra bien a la cabrilla. Los faros alumbran los ojos de un niño aterrado que, estático, se yergue a un metro de la trompa del automóvil, ahora detenido por completo. De los matorrales sale otro niño, más pequeño aún, y lleno de miedo, que corre a donde el primero y lo toma de la mano. El susto del hombre le cede el lugar a la cólera, pero cuando el niño más pequeño se une al primero y lo toma de la mano, la cólera se transforma en ternura y compasión. Los ojos de los niños, grandes y expresivos, cargados de miedo, tristeza y culpa, se le meten por dentro y casi lo hacen llorar. Mira a la mujer. Ella lo observa con ojos azorados y parece tener un reproche contenido en los labios, sin embargo, no dice nada, se voltea de nuevo mirando a la derecha y se acomoda en la silla de cuero. Empieza a mascar chicle ruidosamente.

Él mira un momento a los niños, que se han hecho al lado izquierdo de la carretera como para darle espacio de seguir, pero que continúan con los ojos fijos en él, ahora libres de la tenaz iridiscencia de los faros. Él les hace un gesto para que se acerquen, pero ellos no se mueven. Él se figura que no lo ven porque están encandilados y deja rodar un poco el auto, hasta que quedan al nivel de su ventanilla. Ellos lo miran. Él, con los ojos fijos en el más grande, pregunta con delicadeza, casi con ternura:
- ¿Qué pasó, hermanito? ¿Por qué se me atravesó así?

- Perdón -responde, esquivando la mirada.

- ¿Qué estaba haciendo? ¿No ve que casi lo mato?
- Estábamos persiguiendo un globo –responde el pequeño ante el silencio del otro.- Uno lo puede elevar después; no es sino hacerle una mecha nueva.


El hombre sonríe ante la ingenua respuesta. Casi se ve a sí mismo. En su familia, hace algunos años, cuando él estaba en su primera adolescencia, solían elevar globos grandísimos, de cientos de pliegos de papel, y luego los recuperaban cuando caían y los volvían a elevar una o dos veces. La diferencia con estos niños es que los de su familia perseguían los globos en carro o en moto y estos niños los persiguen a pie. Pensar esto le da lástima. Apaga el carro, saca las llaves y se baja. La mujer lo mira interrogante. Él hace un gesto para darle a entender que no tardará y se dirige al maletero. Los niños lo siguen.
- ¿Quieren tomar gaseosa y comer algo?

Pregunta sin mirarlos mientras abre unas bolsas plásticas. Ninguno de los dos responde pero ambos permanecen detrás de él, expectantes. Él saca un envase de gaseosa grande, unos vasos desechables y unos paquetes de chucherías. Los ojos de los niños parecen resplandecer en la oscuridad. Les sirve y se sirve también para él. Beben y comen con avidez, en silencio. Se escuchan el canto de los grillos, el rugir de la ciudad y el chirriar de los paquetes. Por fin él pregunta.

- Y ¿dónde viven ustedes?

- Vivimos en la misma casa porque somos hermanitos. Por ese camino -y el niño más grande señala el camino por el que saliera sorpresivamente a la carretera- uno se va en quince o veinte minutos, depende del paso. Es un rancho con dos palos de aguacate y un mandarino al lado.

- Y ¿con quién viven?

- Con el papá y la mamá

- ¿Y van a pasar la navidad ahí?
- Nosotros sí, ellos quién sabe.


El hombre no sabe qué decir. Les recibe los vasos vacíos y los deposita en la bolsa. Les regala lo que queda de gaseosa y los paquetes de frituras. Cierra la maleta y con un simple “adiós”, se despide. La mujer lo mira malhumorada mientras él enciende el auto y arranca; luego se revuelve en la cómoda silla de cuero y empieza a mirar nuevamente a la derecha, a los matorrales. Los faros del automóvil se ven atravesar la penumbra mientras se dirigen hacia la ciudad. Los brazos del hombre ya no van crispados sobre el volante.

Diciembre 24

El pelo corto con gomina peinado hacia atrás como un puercoespín. Los párpados caídos por la sucesiva y casi atropellada recurrencia al aguardiente. Está sentado en una silla, solo, mirando pensativo. La fiesta es alegre. La familia grita y celebra; algunos de los mayores bailan al son de la música estrepitosa que escupen los parlantes. Los más jóvenes se dedican a estallar papeletas, voladores, tacos y toda clase de pólvora bajo el ojo más o menos atento de los mayores. Piensa que si no hace algo se va a quedar dormido en aquella silla. Entonces recuerda el globo. Mira su reloj: 11:26; ya casi es media noche. Se levanta y entra a la casa. En la mesa del comedor, dentro de una bolsa negra, están el globo, la mecha, una coca plástica y media botella de petróleo. Agarra la bolsa y sale. Llena la coca con el petróleo y mete la mecha a remojar. Desempaca el globo y, zarandeándolo de un lado a otro, intenta inflarlo. Ni los mayores que bailan animados en el garaje, ni los más jóvenes que en el jardín aledaño hacen estallar el dinero de sus padres, le prestan atención. Se siente solo. A nadie le gusta ya elevar globos, como en otros tiempos. Sin embargo, no puede elevar un globo solo y se va a pedir ayuda a alguno de sus primos. A regaña dientes, dos deciden ayudarle.

Él infla el globo. El primo más alto, parado en una silla, sostiene el globo de la punta superior mientras que el otro trata de extenderlo. Él pone la mecha cuidadosamente para que el papel no toque el petróleo. La enciende. El globo empieza a jalar, ansioso de remontarse por los aires. Uno de los primos lo sostiene de la base mientras él, amarrado de un hilo, le sujeta un billete de alta denominación: un regalo de navidad para aquel que, suertudo o esforzado, recupere el globo intacto. En maniobra delicada, toma el globo de la base, quiere ser él quien lo suelte. Piensa en los niños de la víspera, que perseguían globos. Cuando lo suelta se siente pueril al sorprenderse dándole instrucciones al globo sobre cómo llegar hasta aquellos niños. Un resplandor rojizo asciende por un cielo nocturno atiborrado de luces y explosiones.


11:53. No quiere esperar allí la media noche. Al fin y al cabo, la navidad ya no es lo que era en su infancia. Ya el regalo de navidad se lo han dado, ya no hay niño Jesús ni nada, ya sólo hay fiesta y derroche. Se siente asqueado y decide acostarse a dormir. Entra en la casa y se mete en la habitación de uno de sus primos. Se tiende en la cama. Un momento después entra su abuela, que se sienta en una silla. Sin dirigirle la palabra, de su bolso saca una camándula y empieza a rezar el rosario. El sonido monótono de su voz empieza a adormecerlo...

Él es el globo, un resplandor rojizo que mira desde la altura. El billete pende de un hilo amarrado al alambre de la mecha. La llama está perdiendo fuerza y el vuelo ahora es descendente. Sabe dónde está y conoce el camino. Primero ve los árboles de aguacate, luego el rancho y por último el mandarino. No ve a nadie y esto le preocupa. Antes de posarse sobre el techo de plástico y madera ve un candado que cierra la puerta desde afuera. Se siente arder. Desde sus cenizas escucha el llanto y los gritos de los niños que, encerrados, buscan inútilmente una forma de salir. Luego se silencian, sofocados, y solo se oyen el rugir de las voraces llamas y el trepidar de la madera y la grasa.


Enero 4 y 30 de 2006

Musgo


En estos días de lluvias a uno le parece que, si se descuida, de pronto empieza a crecerle musgo en las orejas, en el sexo, en los párpados, o en cualquier otra parte. Al musgo se le ve crecer a un ritmo antropoide por rincones, paredes, vigas, techos, árboles y piedras; en resquicios de ventanas y puertas, en andenes, en el piso de un carro viejo, en las hendiduras del asfalto y en las caras de la gente que espera, bajo cualquier cobijo, a que escampe o, por lo menos, merme un aguacero. Días y noches aburridoras, acompañadas del tric-tric monótono plom-plim de la lluvia al chocar con el suelo, las ventanas, las tejas o las hojas de los árboles. Tiempo de encierro y de quietud, de charlas insulsas y obligadas, de café a la boca y de lana en la piel. Época de enemigos del viento y amigos del sol; plácida para amantes y tortuosa para solitarios y andariegos. En estos días de lluvia, grises, casi negros, de aire pesado y cargado de humedad, en los que uno cree que va a empezar a crecerle musgo por el cuerpo, en estos días, digo, me provoca es como rezarle al diablo, o venderle el alma, con tal de que me saque del letargo en que me sumo, que despierte mi mente y mi conciencia; que avive, como a una brasa, a mis sentidos; que me haga sentir vivo y elimine esa horrorosa sensación de que soy como una estatua ecuestre que, lentamente, está siendo carcomida por la herrumbre mientras mira, desde su caballo, a un horizonte lejano e inexistente.

Siempre veo llover desde mi balcón y nunca he podido evitar el ponerme un tanto melancólico y apático; se me embotan los músculos, grávidos de pereza; se me adormecen los ojos, que apenas ven, si lo hacen, las mil trayectorias que trazan, como pequeñas centellas, las gotas al caer. Viendo llover, casi hibernando en mi hamaca, sólo se me ocurre pensar en lo que me gustaría que pasara, como que caiga un rayo cerquita, y yo lo vea descuajar un viejo árbol y hacerlo arder. Esa sería una escena digna de ser vista. Primero, el fulgente chorro de energía, con su potente y grandilocuente voz; luego, el titán vencido, que cae, fragmentado, desde las alturas; y al final, el fuego divino, que arde sobre las cenizas de la batalla, don otorgado por los cielos a quienes puedan lidiar con su poder. Toda una escena... evoca parajes remotos, ancestros lejanos, la lucha del hombre a través de los siglos, pero no... no estalla ningún rayo, no cae ningún gigante ni surge milagrosamente el fuego, sólo llueve, llueve sin parar, y si cae un árbol por allá en la lejanía, o incluso cerca, mis ojos no lo verán, porque seguramente estarán entrecerrados, perezosos, buscando imágenes por los laberintos de la imaginación; imágenes de cualquier índole, que los hagan olvidar que afuera sólo llueve absurda y pacientemente, porque sólo de este modo pueden ver a una mujer joven correr bajo la lluvia y refugiarse bajo mi balcón, y al hacerlo ellos lo hago yo, y puedo ver cómo me levanto y me inclino para poder verla, y me escucho invitarla a pasar dentro de la casa mientras baja la intensidad del aguacero; también la escucho aceptar agradecida la invitación y la veo entrar y aparecer por las escaleras, hermosa, mojada, con la ropa ciñéndole los pechos que, opulentos, se dejan dibujar plácidamente, he incluso llego a sentir una química abismal y me le lanzo encima, y la beso, y la desnudo, y ella se deja, y quiere, y lo disfruta, hasta que, exhaustos, nos quedamos dormidos mientras sigue lloviendo incesantemente, con uniformidad, sin tregua; pero abro los ojos, como despertando, y ahí estoy, en mi balcón, arropado con mi manta, con vaivén de hamaca, ninguna mujer ha llegado, mi boca no ha besado nada, no he estado entre las piernas de una hembra voluptuosa, y lo único que he tañido, son aquellas cuerdas de la pasión que pertenecen a lo imaginario, cuerdas ingratas que no dejan huella en el recuerdo que no sea ponzoñosa.

A muchos he escuchado decir, todos exaltados, como arrobados de súbito por un sentimiento estético, que les gusta ver llover, que la lluvia es hermosa porque siempre es diferente, nunca se repite, a veces viene de allí, a veces de allá, unas veces tempestad, otras llovizna, pero siempre en diferente grado, cada aguacero es único e irrepetible. Que digan lo que quieran. A mi no me consuela ver llover, ni me trae sosiego, yo siento que cuando llueve se me entumecen casi todas las funciones del cuerpo y me veo compelido a refugiarme en la imaginación, cuna de todos los sinsabores, donde nacen todos los deseos que no se cumplen, donde se cultivan las frustraciones y los miedos; imaginación traicionera que, juguetona, lleva al espíritu de un confín a otro, agitándolo, alborotando su peligrosa efervescencia; imaginación hostigante, empalagosa, que no deja descansar, y que, por su movimiento, parece ser en lo único que el musgo no pelecha.


Nov 24 de 2004

Herencia


Cuando, sacado súbitamente de un sueño profundo, Aníbal Madera recibió la noticia a través de un nada caluroso teléfono, no supo a cual de los dos sentimientos que lo embargaron entregarse. Por un lado, la tristeza y la desazón, reacciones naturales ante la realización de la muerte de un ser querido; por el otro, la alegría, pues su tío Herminio, al morir, le había dejado como herencia, un pedazo de tierra y una casita humilde en una vereda de San Pedro de los Milagros. El tío Herminio, aquel viejo que paradójicamente era cascarrabias y bonachón al mismo tiempo, se había acordado, mientras le veía la faz a la muerte, del sobrino marginado por la familia, de la oveja negra, y en uno de sus postreros momentos, había dicho a los familiares presentes en su lecho de agonía: “Quiero que dejen la tamborera para Aníbal. En el testamento dice otra cosa, pero ahora ésta es mi voluntad y espero que la cumplan. Ojalá ese muchacho haga alguna cosa buena con ella”. Cuando el viejo murió, los familiares, a los que no les había gustado para nada la idea de entregar la tamborera, pero que lo habían disimulado para no fastidiar al viejo en tan duro trance, se reunieron en conciliábulo, y tras arduos debates, temerosos de Dios y de los muertos, decidieron entregar la tierra al joven... y lo llamaron para contarle lo acaecido.

Un día gris fue aquel que acompañó la noticia. Una llovizna tenue caía sobre toda la ciudad mientras Aníbal se daba una ducha y se ponía una camisa azul oscura, la más acorde que encontró para la situación en su empobrecido armario. Salió de su casa, cabizbajo, rumbo al velorio de su tío Herminio, lleno de pensamientos imprecisos y hostigantes. Mil puertas se abrían, de cara al futuro; otras tantas se cerraban. Tuvo que morir su tío más querido, el único realmente querido, para que él tuviese la oportunidad de comenzar una nueva vida. Cuando llegó allí, vio a la familia en pleno, esa familia que no veía hacía varios años, esa familia que le había dado la espalda... vio a su padre y a su madre, que evitaban mirarlo y sólo le hablaban lo indispensable, temerosos de iniciar alguna discusión; vio a sus dos tías y a su otro tío, rodeados de sus numerosos vástagos antipáticos y a la moda; vio a la viuda y a sus primos mayores, los hijos del tío Herminio... y en una esquina de la sala, vio a su abuela, con su pelo blanco matizado de violeta, la única que le sonrió al saludarlo, la única que parecía alegrarse de verlo. Conversando con ella se quedó todo el tiempo mientras que con los otros apenas intercambió saludos y algunas palabras aisladas.

De lo de la herencia no se habló, excepto al final, cuando Aníbal, tras despedirse, dijo que al otro día se iba para la tamborera, a ver cómo estaban las cosas. La viuda no pudo disimular ni su asombro, ni su disgusto, cosa que hicieron aún peor sus vástagos que, algo airados, preguntaron a Aníbal que si es que él estaba esperando que el papá de ellos se muriera nada más para ver qué le dejaba de herencia. Aníbal hizo lo posible por mantener la calma y no dejó entrever su enojo ante esos primos mezquinos, que se les veía que estaban enojados porque su padre le había dejado esa tierra a un sobrino y no a ellos. Y pensaba Aníbal, que a ellos les debería importar un comino porque les quedaban las fincas de Guarne, de Fredonia, grandes fincas, y la hacienda en Puerto Berrío, ante las cuales la tamborera sólo era un tugurio con unas cuantas cuadras de tierra bonita. Lo último que vio Aníbal antes de salir de la sala de velación fue a su abuela que, desde la misma esquina, le levantaba una mano, le guiñaba un ojo y le sonreía, como aprobando su determinación.

La verdad es que no se sorprendió demasiado cuando llegó a la tamborera y vio el portón desvencijado, la casa en ruinas y los potreros enmontados; pero no dejó de sentir estupor al pensar en todo el trabajo que le esperaba si quería vivir en ese lugar y, además, obtener el sustento. La tamborera llevaba muchos años olvidada; fue la primera propiedad que consiguió el tío Herminio, cuando todavía era soltero, y siempre hablaba de ella con cariño, evocando a viejos amigos y tiempos pasionales. Su mujer, en cambio, la detestaba, pues le señalaba precisamente aquello del tío Herminio que nunca iba a ser parte de su vida y constantemente se refería a ella con desprecio. Esta circunstancia, y el hecho de que la finca fuera tan pequeña que era imposible que aportara grandes ganancias, si es que alguna cosa aportaba, hizo que el tío Herminio, familiarmente famoso por su gusto por el dinero, la dejara caer en el olvido y la ruina.

Ese mismo día, después de caminar por los pocos potreros llenos de maleza que ahora eran su propiedad, Aníbal regresó a la ciudad, preocupado por la forma en que iba a conseguir el dinero necesario para emprender sus labores. Sólo se le ocurrió ir a casa de su abuela a explicarle la situación: mucho trabajo, nada de herramientas, y él no contaba con dinero suficiente para comer más de una semana, a lo sumo dos. La abuela lo escuchó pacientemente, sonriendo, casi entusiasmada, talvez recordando viejos tiempos, cuando a ella y a su marido, gentes del campo, les tocaba hacer cosas parecidas, aún más engorrosas y pesadas. Cuando Aníbal terminó el recuento, ella le dijo: “Ahí, en la pieza que hay antes de llegar al solar, tengo un montón de herramientas. Coja una barra, un serrucho, una pala, un martillo, un destornillador, un azadón y un pico. Se los puede llevar. También coja el hacha y la rula, el machete grande. Con eso se puede ir defendiendo. Las otras herramientas las necesito, porque el jardinero tiene que venir para arreglarme el solar. Venga mañana por la mañana que yo también le regalo una platica para que compre comida... y trabaje bien duro para que le demuestre a todos que usted sí es capaz. Ay Aníbal, Aníbal, yo me siento muy orgullosa de usted porque está dando muestras de ser un hombre berraco; la verdad, todos sus primos son muy blandengues... en este mundo patas arriba, que los hombres parecen mujeres y las mujeres hombres...” y cambió de tema, perdida en un monólogo sobre las nuevas generaciones, que cada vez parecían alejarse más de lo que ella y los de su época fueron e hicieron.

Al otro día, a primera hora, Aníbal llegó a casa de su abuela y recibió de ésta un sobre que contenía billetes. Por pudor no lo abrió allí mismo para mirar o contar el dinero, pero cuando iba en el bus (primeros pasos hacia su nuevo y oscuro porvenir) pudo constatar que la generosidad de su abuela rebasaba sus expectativas. Llegó a la tamborera en un carro que alquiló en San Pedro de los Milagros. En él traía, dentro de unos costales, las herramientas, el mercado, y algunos insumos que compró en el pueblo, y en una mochila, el equipaje. Ese mismo día se entregó con frenesí al trabajo. Empezó por la casa; primero, barriendo hojas secas y tierra; luego, poniendo o apretando tornillos aquí y allá; para al final, mientras ya en el cielo se insinuaba la noche, tapar, con unas tablas que encontró en uno de los dos cuartos, los agujeros que dejaron algunas ventanas ausentes. A partir de ese día, Aníbal no se detuvo a descansar mas que para comer y dormir un poco, lo necesario.

Días, semanas y meses de arduo trabajo, fueron celebrados con una botella de ron. Aníbal la compró casi con los últimos restos del dinero que le diera su abuela. Se sentó sobre un tronco seco, al lado de la puerta de la casa, y empezó a mirar, con los ojos llenos de júbilo, los potreros, que había limpiado de arbustos espinosos y maleza; la casa, en la que tantos desvelos y energía había gastado para sentirse a gusto en ella; el cercado, recompuesto a costa de ampollas y chuzones; y el huerto, un amplio rectángulo de tierra negra, lleno de unos largos surcos, que habían recibido, apenas hacía unos días, las benditas semillas de las que germinarían los frutos de la madre tierra. Cuando las últimas luces del atardecer hacían ver casi fosforescentes los verdes prados, Aníbal levantó la botella de ron hacia poniente, sonrió a alguna deidad indeterminada, y se mandó el primer trago... un trago largo, que bajó ardiendo por su garganta hacia su estómago, y que lo hizo sentir de inmediato libre de toda tensión: ese era un día de fiesta, de celebración, la parte más pesada del trabajo había concluido, ya podía mirar el entorno sin pensar en algún quehacer que lo requería con urgencia, ya podría descansar y regocijarse por el trabajo hecho.

Con el pasar de los tragos comenzó a invadirlo la melancolía. Las mujeres hermosas, el bullicio, las fiestas, los conciertos, los libros, la televisión... todo eso, que constituye el centro de la vida del habitante de las ciudades, pasaba a ser parte de un pasado huidizo, donde él apenas se reconocía en sus propios recuerdos, perdido entre imágenes que ya empezaba a olvidar. Recordó su guitarra, que estaría colgada de alguna pared en la casa de su última novia, mientras sus cuerdas se oxidaban y su caja de resonancia permanecía muda, y resolvió recuperarla en cuanto tuviese la oportunidad, pues pensó, con bastante acierto, que sería una compañera inigualable para matar el tiempo... y la soledad, que lo acechaba con insistencia en ese casi deshabitado paraje. Cuando se acostó a dormir, sobre unas esteras, y arropado por varias cobijas que lo protegían del frío despiadado de la noche en las montañas, estaba ebrio a más no poder.

Esa noche tuvo un sueño que lo hizo despertar, mucho antes del amanecer, sudando frío, y sin poder quitarse de encima la más hostigante inquietud. En él, Aníbal caminaba, de noche, por un potrero aledaño a los de su propiedad; un potrero enmontado, lleno de maleza, olvidado (como el suyo había sido olvidado por el tío Herminio), y mientras cruzaba un alambrado para entrar en sus tierras, vio, escondida entre el ramaje desordenado de un rosal gigantesco y florecido que allí había, pero al cual él no le había prestado mayor atención, a una comadreja que lo miraba fijamente. Con paso sigiloso se acercó casi hasta tocarla y el animal permaneció en su sitio. Intrigado, Aníbal se agachó y la tomó en su mano, no sin cierto temor a un mordisco. Cuando vio que la comadreja tenía zapatos, ésta comenzó a hablarle... “siempre la gente cree que uno no puede tener zapatos. El rosal me dio los míos; a lo mejor también te podría dar los tuyos” Aníbal se sintió entonces descalzo, y al mirar al piso, comprobó que así era. “¿Qué tengo que hacer para que el rosal me dé unos zapatos?” le preguntó a la comadreja, que contestó: “sólo cuídelo un ratico y verá”. Aníbal comenzó a acariciar al rosal con una mano mientras la comadreja permanecía en la otra, mirando expectante. Una espina rasguñó el antebrazo de Aníbal y manó un poco de sangre, roja, más roja que las flores del rosal. La comadreja pareció escupir en la herida, y Aníbal se encontró en la casa de la tamborera, que parecía pintada y reluciente. La barriga, grávida, le pesaba y le dolía por dentro. Entonces empezó un parto doloroso. La primera en salir fue la niña negra, grande, con el pelo apretado y la cara llena de surcos, como anciana. Después salió un niño moreno, de pelo liso, que no paraba de gritar, y que metió la mano dentro de Aníbal y sacó a una niña blanca, de ojos tiernos, grandes, de mirada perdida y hermosa. Unos zapatos blancos acompañaban los pies de Aníbal durante el alumbramiento. Él se levantó, y abrazó a sus hijos, estrechándolos contra sí, pero la niña blanca comenzó a comerse, con paciencia, a la niña negra y, ante la impotencia de Aníbal para moverse, también sus zapatos, blancos, casi incandescentes. Aníbal, invadido por la ira, tomó a la niña por los pies, la levantó, y la arrojó contra el piso, donde permaneció inerte, muerta. Aún pudo escuchar los gritos del niño que quedaba abandonado mientras, corriendo, huyendo, salía por la puerta de la casa. En ese momento despertó.

Su abuela llegó de visita un domingo, el mismo día en que germinaron los primeros brotes de lechuga y tomate, un día especialmente feliz para Aníbal. También venían con ella el padre de Aníbal, la madre, y Gisela, la viuda de su tío Herminio, todos en el carro de su padre. Traían la guitarra y unos rostros amables; cosa que lo complació mucho porque, en el fondo, siempre había tenido ganas de reconciliarse con su familia o, por lo menos, de manejar buenos términos. Los hizo pasar a la casa y los acomodó lo mejor que pudo sobre las bancas, dando la única silla que tenía, a su abuela. Les sirvió café y empezó a enumerarles con entusiasmo todas las tareas que había realizado y a contarles las que pensaba realizar: el desmonte, el arado, la restauración provisional de algunas partes de la casa, la reparación del alambrado y del portón; habló muy animado del huerto (donde plantó lechuga, repollo, fríjoles, col, zanahoria, tomate, papa, perejil, cilantro, cebolla; y algunas flores: rosas, tulipanes y astromelias) y de las esperanzas que en él guardaba, pues ya empezaban a germinar las semillas. Les contó también que quería conseguirse una ternera, o una novillona, aunque todavía no sabía cómo hacer, y por último, les contó cómo fue que se consiguió las cuatro gallinas y el gallo que andaban de aquí para allá escarbando en la tierra:

“Fue un sueño que tuve, lo más de raro por cierto, el que me sugirió la idea de las rosas. Desde el primer día que vine a la tamborera me di cuenta que en un potrero vecino (de aquí no se ve, pero es al lado de ese eucalipto) había un rosal muy grande y muy bonito... pero, la verdad, yo no le paré bolas. Yo llegué acá y me dediqué a trabajar. La abuela me había dado plata, y por acá uno vive barato, así que yo no me preocupaba por cómo iba a hacer pa´ comer. Pero un día, cuando ya sembré el huerto, cuando ya había hecho casi todo, me compré un ron y me emborraché. Hacía meses no tomaba, y como sentí que me lo merecía, no me preocupó comprarme el ron con casi lo último que me quedaba de la plata que me había dado la abuela. En fin, que me emborraché y me dormí y tuve un sueño con el rosal y una comadreja, y otras cosas todas raras. Al otro día me levanté preocupado. ¿Qué iba a hacer pa´ comer? Ya no tenía casi dinero y me daba pena, o rabia, o yo no sé, coraje tal vez, llamarlos a ustedes a pedirles prestado. Me fui para el pueblo a llamar a la abuela, a ver si me podía ayudar, pero ella me dijo que en ese momento no tenía cómo. Desilusionado, comencé a errar por el pueblo, pensando alternativas alimenticias que me ayudaran a sobrevivir mientras mi huerto rendía sus frutos. Pensé salir a cazar chuchas, o a robar frutas, pero después se me ocurrió que tal vez me pudiera servir la guitarra para cantar en el parque del pueblo y rebuscarme unos pesos. Pero cuando pasé por el cementerio y vi las flores, me acordé del sueño, y del rosal vecino a la tamborera y surgió la idea. Volví al teléfono, pero esta vez llamé a mi ex-novia para pedirle que les llevara a ustedes la guitarra, porque la verdad, no me fiaba mucho de mi nueva idea. Cuando volví acá, a la finca, y miré el rosal, me entusiasmé demasiado. Es mucho más grande de lo que yo me acordaba, es un matorral y le florecen rosas por todas partes. Ahorita se los muestro, es allí no más. Al otro día, bajé al pueblo con un talegado de rosas, y me las compraron todas, y me hice un billetico fácil. Como el rosal sigue dando muchas flores, ya esa vuelta la he hecho varias veces y con esa plata es que me he ido comprando las gallinas. El gallo apareció y se quedó. Siquiera llegó la guitarra, por si el rosal me falla mientras el huerto aún no ha dado qué comer o qué vender, ahí está el desembale. Las flores las sembré de últimas, hace sólo unos días, y las sembré pensando en que de pronto pueden dar una buena ganancia”.

La abuela estaba encantada y los padres asombrados, como reconociendo fuerzas insospechadas dentro de su hijo; sólo la viuda miraba con recelo a todas partes y casi ni escuchaba las palabras de Aníbal. Entrada la tarde, los llevó a caminar por los potreros y les enseñó el rosal, del que todos se mostraron maravillados. Dijeron que nunca habían visto un rosal tan grande, frondoso y florecido, y menos así, salvaje; a lo que Aníbal, satisfecho, respondió “y eso que le he cortado las flores que usted quiera, pero eso vuelve y echa botones, y florece, como si nada”. Hacía muchos años Aníbal no hablaba tanto con sus padres, ni les sonreía, ni les tocaba el hombro o les sobaba la cabeza, por lo que se le fue la tarde en un santiamén, embargado por benignos sentimientos, y sintió tristeza (cosa que hasta ese momento creyó no poder sentir) cuando sus padres dijeron que se iban para la ciudad. La abuela había permanecido casi al margen, mirándolo todo, y haciendo una que otra observación sobre asuntos de la finca: sería bueno que le pusiera un alambrado al huerto, para que no se lo vaya a comer algún animal que se le meta a la tierra; o, aboné el rosal con boñiga de vaca, mijo, para que se ponga más bonito; o, mantenga bastante leña seca, no vaya a ser que se quede sin lumbre. Antes de irse, su padre le entregó unos cuantos billetes y lo abrazó, recomendándole cuidado y deseándole buena suerte. Su madre y su abuela también lo hicieron. La viuda trató de sonreírle, pero le salió algo así como una mueca de fastidio y, manoteando para espantar a los moscos que la atosigaban, se montó en el carro. La abuela se montó también, abrió la ventanilla, y le hizo señas para que se arrimara. “Va muy bien, mijo. Siga, y no se rinda, porque este paseo en el que se embarcó es duro. No deje ver el rosal, no se lo muestre a nadie, porque ese rosal no está en tierra suya, eso es tierra ajena... y usted ya sabe como es la gente... no falta el envidioso... o el hijueputa”.

Sólo hasta que el carro se perdió de vista tras una curva, Aníbal dio la vuelta y se encaminó a la casa. En el umbral se detuvo... un recuerdo emergió, repentino y nítido, desde las profundidades de su memoria: él, un niño, está sentado a unos metros del rosal (que no es ni la mitad de lo grande que es ahora) mirando las copas de los árboles lejanos. Su tío Herminio llega caminando, se sienta a su lado, y en tono confidente, le dice: “Este rosal lo sembré con una novia. Fue lo único que me dio pesar cuando cambié varios de estos potreros por una casa en Medellín. Fue buen negocio, para mí, digo. El día que sembramos el rosal, también enterramos un gallo ahí debajo; muerto, claro. Esos eran buenos días, cuando uno era joven y no tenía tantas obligaciones. Algún día tiene que coger una rosa de estas y dársela a una muchacha; es infalible. A mi ya me a resultado, y no sólo Gisela; ese rosal es bendito para eso”. Aníbal sonrió. Habría que intentarlo.

Las cuerdas de la guitarra sí estaban oxidadas, pero no tanto como los dedos de Aníbal que, torpes, parecían acariciar a un animal desconocido, y fallaban en los acordes más simples, y erraban los tiempos. Pero tuvo bastante tiempo para practicar mientras esperaba los frutos del huerto, que crecían hermosos y deslumbraban sus ojos, y veía, próxima ya, la hora de la recompensa de la tierra para quien se ha ocupado de ella.

Al pueblo bajó con algún dinero, la guitarra, y una rosa. La rosa se la entregó a una mujer que lo observaba, sentado en la fuente de la plaza, un poco ebrio ya, mientras tocaba en su guitarra unos acordes arrebatados y daba unos quejiditos como de blues, diciendo bobadas en inglés como: “qué linda esta la noche”; o “ese es un árbol hermoso, hermoso como la niña que está frente a mis ojos, que parece de diecisiete, y yo voy caminando por la calle”. En realidad, la mujer ya llegaba a la treintena, y era unos años mayor que él, pero no se atrevió a cantarle eso, pensando en cómo son de quisquillosas las mujeres con el tema de la edad. A ella también se le notaba que estaba alicorada, por los ojos brillantes, el cuello hacia un lado y los músculos de la cara y el cuerpo relajados. Cuando ella se le acercó, él paró de cantar y le entregó la rosa, que tenía en el estuche de la guitarra. Ella acompañó con una sonrisa el ademán de tomar la rosa y sentarse. Se pusieron a conversar en franco coqueteo. Fluyó el licor, y pronto fluyeron los besos... antes de la media noche estaban en la tamborera, acostados sobre las esteras en las que dormía Aníbal, desvistiéndose frenéticamente mientras se acariciaban los muslos, los cabellos, los pechos, en acalorada batalla amorosa.

En la mañana, antes de irse (y nunca más volvería a meterse dentro de su cama), ella le dijo, distraídamente, señalando al gallo, que parecía atisbar a las gallinas desde la cerca: “Ese gallo es de pelea. Se le nota.” Aníbal le entregó la taza de café. “Vos sabes de gallos ¿o qué?” Le preguntó. “Sí, mi papá siempre ha sido gallero. Cuando estaba chiquita él me llevaba a las peleas aquí en el pueblo, dizque porque yo tenía muy buena suerte y, gallo que escogía, gallo que ganaba. Pero desde que me fui a vivir sola en Medellín, no he vuelto a ver una pelea de gallos, ya no me gustan, y hasta he peleado con el viejo por eso, porque él es bárbaro, y es feliz haciendo matar a los animalitos que tanto cuida. Pero ese gallo que usted tiene es de pelea, mire que es más flaco que los criollos, y más arisco, se le ve lo fino”. Aníbal miró al gallo. Desde que el gallo llegó, Aníbal se dio cuenta de que estaba flaco, pero se lo atribuyó a que estaba desnutrido y por eso había ido a parar allí, donde comía de las mismas semillas de sus gallinas. Lo dejó permanecer allí porque pensó que algún día, cuando no necesitara comerse todos los huevos de las gallinas para pasar el hambre, podría el gallo servirle como padrón para aumentar el número de animales. Así que le gustó la noticia de que el gallo fuera de pelea, y se le llenó la mollera de ambición, pensando en que el gallo no era un gasto de más, sino una inversión, pues también le sacaría plata.

Mercedes, la mujer, fue quien lo instruyó en cómo entrenar al gallo, y fue también la que lo puso en contacto con su padre, quien le facilitó el mingo con qué carear al gallo. Cuando Aníbal vio a su gallo levantar las patas en furioso ataque al mingo, no pudo resistir el impulso de bautizarlo, y lo llamó Caronte. El padre de Mercedes elogió al gallo mientras lo motilaba y descrestaba, preparándolo para poder pelear. “Está muy alentado el gallito. Me gusta. Cuando lo vaya a pelear yo le juego. Se mueve muy bien, y tira rápido, se ve que es de buena cuerda... ¿a quién se le habrá embolatado?”.

Cuando, dos semanas después, Aníbal entró a la gallera del pueblo, iba acompañado de Mercedes y su padre. Este último se encargó de hacer las diligencias con el gallo: lo inscribió como suyo, lo hizo pesar y cazó la pelea, también estuvo pendiente de la calzada de los gallos con las espuelas de carey. La pelea sería contra un gallo tuerto, muy parecido a Caronte. Aníbal estaba muy nervioso. Animado por Don Luis, el padre de Mercedes, iba a apostar un dinero que, de perder, le haría mucha falta para comprar comida e insumos. Se lo habían obsequiado sus padres, en una segunda visita. Esa vez fueron a la tamborera solos y se quedaron apenas un momento, argumentando compromisos urgentes en la ciudad. Querían ver cómo estaba Aníbal y ayudarle un poco en esos momentos difíciles por los que estaba pasando. Él, para no alarmarlos, no les dijo nada del gallo, y los dejó partir, contentos, casi orgullosos.

“Esa pelea está ganada, aunque en gallos uno no sabe, mijo, pero es casi fijo que el gallito suyo le gana a ese tuerto” decía Don Luis, pero Aníbal no se tranquilizaba. Una sensación de ansiedad circulaba por su estómago. Caronte tenía que ganar la pelea. Si lo hacía, podría comprar una ternera ya más o menos crecida, que en algún tiempo le daría leche, y mantequilla, y un poco de queso, y crías. Si el gallo ganaba la pelea, perspectivas más prósperas se abrirían en la vida de Aníbal; si perdía... no , no podía perder.

Echaron los gallos al ruedo. Los ánimos estaban caldeados porque había buenas sumas de dinero en juego. Todos gritaron cuando los gallos se trenzaron en la lucha, que estaba muy pareja a pesar de la ventaja de Caronte, que tenía los dos ojos. “ojo, ahí le quitó el ojo, ahí le quitó el ojo” gritaron varios alrededor de Aníbal, que se sintió desfallecer cuando vio a su gallo sangrando por la cara y tirando picotazos allí donde sólo había vacío. El otro gallo pareció tomar fuerza y a imponerse en la lucha. Caronte se tambaleaba, atolondrado, cuando, tras separarlo de la espuela del otro gallo, lo paraban sobre sus patas. De pronto, Caronte atacó, ante la mirada estupefacta de los espectadores, que vieron como el otro gallo, dando un alarido, aleteó lejos y cayó muerto, fulminado por letal golpe en el testuz. Todos gritaron, unos felices, otros maldiciendo. Aníbal y Don Luis recogieron a Caronte y lo metieron en la jaula. Don Luis se fue a arreglar los asuntos de las apuestas, y Aníbal permaneció al lado de la jaula, mirando a su gallo que, jadeante, echaba sangre por múltiples heridas en el pecho y la cabeza. Orgulloso de su fiereza, feliz y agradecido por los bienes que le había aportado, le dijo palabras dulces y de aliento.

Las ganancias fueron buenas. Aníbal duplicó el dinero que apostó, y además ganó por fletes una suma considerable. Se conformó con lo que ganó y no apostó en las peleas de los otros galleros. Don Luis, por el contrario, siguió apostando, y al final de la noche había perdido todo el dinero que no se había tomado en aguardiente. Sin embargo, salió contento de la gallera, entre los últimos, cantando canciones viejas, y diciéndole a Aníbal que le compraba el gallo. Sin embargo, él decidió, desde ese momento, conservar el gallo, y ajustar el dinero para la ternera de cuenta del rosal. Mercedes no estuvo hasta el final; después de que vio la pelea de Caronte, se fue.

No fueron muchas esta vez las flores que pudo recolectar, pero el dinero que por ellas recibió fue el justo que le hacía falta, y no pudiendo esperar, ese mismo día fue y le compró una ternera, ya crecida, a un amigo de Don Luis. Él ya la había ido a ver y le había parecido un animal muy bonito, de buen porte. La madre daba bastante leche, y era grande y fértil. Se la llevó caminando hasta la tamborera, guiándola con un lazo que le ató a la cabeza. Estaba dichoso caminando con su nueva vaca, lo que hacía unos meses apenas era un sueño casi imposible, o por lo menos muy lejano, y que ahora era una realidad irrebatible. Duros meses de sacrificio, de trabajo, de astucia y de paciencia, para llevar a cabo sus planes, y este era el momento en que se empezaban a recoger los frutos. Gran parte de los vegetales del huerto, en cuestión de días, estarían listos para ser recogidos: ya tendría, además de los huevos que le proporcionaban las gallinas, vegetales para alimentarse, y dentro de algunos meses, leche y derivados; lo que le facilitaría el criar gallinas... y gallos, para carne, (o para pelea) que mientras tanto compraría con el dinero de las flores que cortara al rosal, y luego con el de las otras que plantó en el huerto. El camino, en la mente de Aníbal, empezaba a aclararse y a parecer incluso prometedor y tal vez feliz. Sencillo y rústico en comparación con la ciudad, pero más feliz y, porqué no, más emocionante.

Llegó a la tamborera, amarró la cuerda a un árbol, y le dio de beber al animal en un balde. Se quedó embelesado mirando a la vaca beber, como si nunca hubiera visto una vaca en su vida, y se alegró cuando, ya en un potrero, empezó a orinar y luego echó la primera plasta de boñiga, porque pensó que la vaca ya se estaba sintiendo a gusto y esa era una forma de decir “yo vivo aquí”. Esa noche casi ni probó bocado por estar mirando a la vaca, pensando qué nombre le pondría. Nunca podría decidirlo.

Muy temprano llegaron las noticias. Un solo mensajero, su padre. Sonaron unos golpes en la puerta que lo despertaron. El sol, un poco alto ya sobre el horizonte, le avisaba que había dormido más de lo necesario. El rostro pálido de su padre lo hizo prevenirse para lo peor.

-Mijo, le tengo dos muy malas noticias. Una, que hace unos días he estado por venírsela a decir, y que es que hay unos problemas con estas tierras; y otra, que es de una cosa que pasó anoche nada más, y que es más grave, y que por eso se la voy a decir primero: anoche se murió su abuela, se murió dormida, y hasta ahorita al amanecer no se dio cuenta Tulia, que la fue a despertar para darle el agua aromática que se toma por la mañana, y se dio cuenta que no estaba respirando- el viejo comenzó a sollozar, conmovido por la muerte de su suegra, y Aníbal no pudo contener el llanto. Su abuela era lo que más amaba en la vida, y por un momento, la pena hizo que se olvidara del otro asunto que había ido a comunicarle su padre. Cuando lo recordó, preguntó al respecto:

-¿Qué pasó con la tierra?
-Que parece, mijo, que se la van a quitar.
-¿Porqué?
-Porque su tío Herminio tenía un negocio con una gente de por acá de San Pedro, y como garantía de pago estaba puesta la tamborera. La gente no sabía que Herminio se había muerto, y estaban esperando que apareciera para pagar, pero cuando lo vieron a usted acomodarse, averiguaron qué pasaba, y se fueron para Medellín a reclamar, o la deuda, o la tierra. Gisela no quiso pagar la deuda, entonces no hay nada que hacer, la tierra es de esa gente. Ahí estuvo usted muy de malas, porque los hijos de Herminio no tuvieron ningún problema, el viejo había dejado todo eso en orden, menos lo suyo.

Nuevamente vio a toda la familia reunida, pero esta vez, sus ojos, anegados en lágrimas, no dejaron que le importara el hecho de que los familiares lo mirasen como a un bicho raro. Sus padres lo abrazaban, tratando de consolarlo, pues sabíanlo presa del dolor por punta y punta.

Llegó a la tamborera muy abatido, torturado por las perspectivas que se habían abierto, de repente, como una gran grieta en la tierra. Ciertamente no estaba preparado para ver la huerta destruida, devorada y pisoteada por la vaca que, golosa, había cruzado un alambrado y había hoyado los surcos de tierra negra con sus pezuñas. Un demonio furibundo lo poseyó al contemplar este espectáculo y entró corriendo a la casa, aterrado ante una vida cruel que juntaba todas las desgracias y las descargaba sobre un hombre indefenso, y sacó el machete grande que le había regalado su abuela, se acercó a la vaca y, lleno de ira, se lo descargó de filo, con fuerza, en la garganta. La sangre, roja y caliente, salió disparada, y la vaca gimió, embistió, brincó y calló en tierra, mugiendo, desesperada. La sangre ya fecundaba la tierra negra cuando Aníbal salió de la casa, con su mochila, de vuelta a la ciudad, a los padres, al ruido, a la inutilidad, al zanganismo. El gallo, aún herido, cantó en el improvisado y naciente gallinero.

Diciembre de 2004