martes, 22 de noviembre de 2011

La mala suerte: entre mirar y morir

Raro que a uno le toque ver eso. En el preciso instante en que me di vuelta y miré un lugar del parque que no había mirado en todo el día, en un sector que apenas había pisado en las horas de la mañana, taz, me tocó ver, casi adivinando lo que veía: que se cayó un árbol, o una rama inmensa, y escuché el chirrido del roce de las hojas y el golpe seco que marca el fin de la caída. “Ahí pasó algo raro, se cayó algo grande”, dije a los que me acompañaban que estaban entretenidos cerrando el puesto de libros usados y tomando cerveza. “¿Adónde, adónde?”, “Ahí, ahí… mirá que la gente está corriendo hacia allá, pasó algo grave”. Nos quedamos todos expectantes, tomando cerveza del pico de la botella de litro, curiosos, asombrados y un poco preocupados. La gente corría hacia el lugar de los hechos por decenas. Empezaron a mover algo grande, de árbol. “¿Será que necesitan ayuda, che?”; “Pues parce, si entre los sesenta que hay ahí no son capaces de ayudar, seguramente si vamos nosotros no vamos a poder hacer nada tampoco. ¿O querés ir a ver la sangre?”. Ahí seguimos, impertérritos, tomando nuestras cervezas. Algunos se acercaron a preguntar qué mirábamos, y tras observar ellos mismos el tumulto, se aburrieron y siguieron cerrando sus puestos. También, como ellos, nos aburrimos de mirar y tras breves minutos, uno de los que estábamos ahí sacó su laúd y nos dio un pequeño concierto barroco que le celebramos. La cerveza se acabó y una delegación fue al mercado chino a comprar un par de litros más; los otros entramos al parque, aprovechando que las rejas no habían sido cerradas a causa del accidente, y nos sentamos en unos de los bancos. Los bomberos ya estaban ahí cuando entramos, e incluso habían puesto un cerco con esas cintas plásticas amarillas que generalmente dicen “peligro” (cuando ya para qué la advertencia). Llegaron los compañeros con la cerveza y seguimos tomando, incluso riendo a carcajadas comentando el último video extraño y gracioso que habíamos descubierto en youtube . En esas apareció una chica, la novia de uno de ellos, y nos trajo la noticia: una rama de un eucalipto se había caído encima de tres personas y una de ellas, una señora, estaba ahí, muerta ya. A las otras dos se las habían llevado. Seguimos con la cerveza, con los chistes, y con la indiferencia. Al poco tiempo, preciso en los últimos tragos que nos quedaban, apareció uno de los encargados de cuidar el parque, diciéndonos que teníamos que salir, que ya estaba cerrado el parque. La puerta por la que yo iba a salir estaba cerrada, así que me separé del grupo, que iba para otro lado, y busqué la puerta del centro, montado en mi bicicleta. Pasé a pocos metros del accidente, pero no vi nada más que bomberos, cinta amarilla y rama de árbol. Otras personas caminaban buscando la puerta del medio, a paso sosegado. Me bajé de la bicicleta al llegar cerca a la puerta, y bajé las escaleras con ella en la mano para evitar cualquier situación complicada con la gente que todavía se mantenía al lado de la reja. No eran muchos, tal vez diez o quince, pero todos, se les adivinaba en la cara, estaban hablando de lo mismo. Caminé despacito, con la esperanza de escuchar algo, de cogerme el chisme. Fue entonces cuando le escuché decir a una señora, mientras otra la miraba con cara de angustia: “Es un agujero negro. Es pura mala suerte”. “Qué raro, pensé, preciso mirar para ver cómo la suerte mata alguien a menos de 50 metros de uno” Y me quedé pensando que si fuera un agujero negro seguramente me habría visto atrapado por su poder gravitacional y estaría muerto yo también, desintegrado, junto con todos los otros que estábamos por ahí. También me quedé pensando en la extraña manera en que esta ciudad se despedía de mí.

(El video de youtube es el de Miguel y Cogote en la zanja. La noticia del accidente puede encontrarse en: http://www.seprin.com/2011/11/22/una-mujer-murio-tras-caerle-una-rama-en-parque-rivadavia/ )

Bs As, Nov 22 de 2011

jueves, 17 de noviembre de 2011

Preludio de la despedida


El hombre miró la maleta. Esta, a su vez, desde un rincón poco visible de la habitación, lo miraba con sus ojos metálicos de candados y le sonreía con sus bocas de cierres. Tanto café y tantos cigarrillos le habían provocado un acelerado desajuste de los latidos del corazón, pero cuando miró la maleta y pensó que ella también lo miraba, y hasta le sonreía, se dio cuenta de que la taquicardia no era una cosa tan simple, producida por la cafeína, la nicotina y el alquitrán: tenía que ver, también, con la inminencia del retorno a la tierra natal, con el cambio drástico que implica un viaje (tal y como había sucedido unos cuantos años atrás, cuando abandonó la vida que llevaba y comenzó la aventura diaspórica que por esos días encontraría su fin). La ropa lavada que colgaba en el alambre y que se mecía al son de las ráfagas de viento, bajo un sol primaveral que ya amenazaba con ser el infernal del verano, le hacía pensar en lo que se devolvería con él, y lo que tendría que dejar. Quería que la maleta fuera tan grande como para meter a unas diez personas y llevarlas, aunque solo fuera por un corto tiempo, a conocer las montañas que lo vieron nacer y de las que tantas veces, en tantas noches, habló con nostalgia y maravilla. Se dio cuenta entonces de que la maleta poco servía: lo que se quería llevar no se lo podía llevar, y la maleta no era nada más que un recipiente que llenaría de cosas apenas útiles, como ropas, libros, cables, pero lo que había aprendido a querer en la ciudad inmensa y extraña en la que había vivido los últimos tres años, se iba a quedar irremediablemente… y él se iría, solo y cargado, a enfrentar un futuro brumoso.

Bs As, Nov 17 de 2011

martes, 30 de agosto de 2011

Dolor de espalda y otros signos vitales


Este dolor de espalda… a veces siento que puedo hablarle, y que él me escucha y hasta reacciona. Le digo “colaborame en ese sentido, dejame volver a la vida” y él como que se mueve en el mismo punto y me recuerda ese trotecito que uno hace antes de jugar un partido de fútbol, sin moverse de donde está parado, levantando los talones primero, las rodillas después. Y pienso que me va a colaborar, que se va a ir, y empiezo a concentrarme en él, a respirar lentamente y a “sentir” cómo se va yendo con cada exhalación, como un vapor, por el ombligo. El dolor se vuelve casi omnipresente y me muestra que hunde sus raíces en las piernas, hasta las pantorrillas, que extiende sus ramas hasta la nuca y que tiene una que otra floración (nerviosa, eléctrica) en el cerebro. Respiro… respiro… lo invito a salir… como un vapor… por el ombligo. Después, a esta cabeza mía se le olvida que estamos haciendo un exorcismo, y vuelvo y quedo igual, o peor, con la conciencia del dolor agudizada.

 Llevo meses con él. Lo conozco. Me he visto tentado a ponerle un nombre para hablarle en mis noches, o en mis mañanas, o en mis tardes (compañero inseparable en esta ciudad extraña), tal vez con el ánimo de volverme su amigo, de encontrar en él sabiduría. Pero no le he puesto nombre porque no me quiero encariñar. A este dolor sin nombre, a este dolor de espalda, lo siento como mi enemigo. Me tiene sumido en una forma de conciencia para mí desagradable y hasta ahora desconocida. Todo es diferente con dolor de espalda: dormir, lavar los platos, estudiar en el computador, leer acostado, o sentado, o parado, con los pies así, o asá, con la espalda recta, o torcida o de cualquier manera. Cuando uno se monta en un colectivo, ahí está el dolor de espalda, con cada freno del conductor, con cada vez que acelera, con los policías acostados, los baches, el empedrado. Es como un mico que va pegado al nivel de la cintura cuando uno está montando en bicicleta, o cuando sale a caminar por las calles de la ciudad. No lo desampara cuando está tomando un trago con amigos, o cuando está sentado en un salón de clases escuchando discursos que podrían ser interminables en sillas que siempre resultan insoportablemente incómodas. Omnipresente en el tiempo y el espacio, altera la conciencia y genera una nueva forma de encarar la realidad: la conciencia con dolor de espalda.
Es como si uno estuviera vampirizado. Sanguijueleado. La mente una y otra vez, una y otra vez, se fija en el parásito, en el dolor que atormenta, lo analiza, lo mide, lo delimita, busca soluciones, posturas, se distrae, se queja, se compadece, se encoleriza. Lo que podrían ser largas horas de productivo estudio, o de creación tranquila y alegre, o de contemplación despreocupada, se transforman en un desesperado ambiente lleno de ofuscación, confusión, ansiedad, impotencia intelectual y obnubilación creadora. El fracaso resuena en los tímpanos, como susurro de demonio. Se escuchan voces oscuras. Corre el licor. Se eleva el humo. El parásito parece alimentarse, fortalecerse, ganar poder. La lucidez se torna una deidad lejana y altiva. La razón de todo se hace opaca. 

La conciencia con dolor de espalda no es optimista. La conciencia con dolor de espalda hace que uno pierda las coordenadas, que descrea de todo, que se llene de resentimiento, que mire al amor con ojos inyectados y hostiles, que se mueva en esa parte de la realidad donde todo está podrido porque uno está podrido con su dolor de espalda.

Cuando me da hipo, (tal vez por salir un poco alicorado de un bar cálido al frío de una calle invernal), primero me río de mi propio hipo, pero si persiste y es fuerte, empiezo a hacer todas las triquiñuelas que me sé para quitármelo, triquiñuelas que nunca he sabido si funcionan o no porque el hipo parece que se me quita solo, cuando se me olvida. A lo que voy es que cuando me doy cuenta de que se me quitó el hipo, como que lo extraño, como que me divertía con él, con sus ataques explosivos a media palabra, con la risa de algún ocasional acompañante, con la emocionante vergüenza de ser escuchado por algún transeúnte. Extraño al hipo cuando se me quita, me cae bien el hipo. Pero a este dolor de espalda, si algún día se me quita, no creo que lo extrañe. Aunque, ¿quién quita? Suponiendo la alegre circunstancia de que el parásito sea un visitante ocasional (aunque lleve nueve meses viviendo en mi espalda, a la altura de mis caderas, ¡toda una gestación!) es posible que en épocas más felices yo rememore estos tiempos de dolor, confusión y ofuscación con cariño, casi con veneración, y los vea con los ojos de aquel que ha cumplido una prueba, que se ha sumergido en las tinieblas para poder ver el mundo más luminoso. Que, tal vez asqueado por tanta luminosidad, ansíe secretamente beber de los torrentes del vino oscuro de la conciencia con dolor de espalda, de la desorientación, del desengaño, de la banalidad, de la impotencia y la incertidumbre; Al fin y al cabo, todo eso hace parte de la vida.

Pero ¿y si nunca se me quita? Seguramente todos los días, al amanecer, un dolor agudo en la parte de atrás de la espalda me recordará que estoy vivo, que mi corazón late, que mis pulmones se expanden y contraen, que mis ojos ven, mis oídos escuchan, mi boca gusta, que estoy funcionando, pero que la vida se convirtió en un potro salvaje y feroz que hay que dejar pasar en su carrera sin intentar montarlo porque “qué dolor de espalda”. 


Bs. As. Agosto 30 de 2011

lunes, 31 de enero de 2011

Aparte de lo sucedido entre el cruelísimo tirano Lope de Aguirre y Pedrarias de Almesto

Estaba el cruelísimo tirano Lope de Aguirre una tarde de Enero en la célebre isla de los Bergantines, recostado contra el tronco de un gigante roble, sentado sobre la hojarasca que hacía poco era el techo de palma de una choza, leyendo, no sabemos cómo porque faltaban más de cincuenta años para que pasaran por la imprenta, una de las Novelas Ejemplares de Cervantes: La Gitanilla. Hacía algunos años que su vista le fallaba y tras pocos minutos, las letras abigarradas le bailaban frente a los ojos. La humedad y los hongos, para acabar de ajustar, estaban deteriorando rápidamente el papel, y como el tirano (aunque aún no lo tenían por tal) solo podía leer unos pocos minutos cada día, tenía temor de que el ambiente terminara primero con el libro que él. El vil traidor Lope de Aguirre levantó el rostro del libro y se puso a pensar. Ursúa ya no era un problema y Don Fernando debería estar, en ese mismo instante, rascándose las pelotas o echándose una siesta en la hamaca, en ambos casos, irremisiblemente entregado a sus ensueños de gloria, riqueza y poder. ¿O será que lo acosaban fantasmas de traición, castigo o muerte? eso no lo sabemos… sabemos que el cruel tirano vio a Pedrarias de Almesto pasando por su lado, con la armadura que le quedaba grande y dentro de la que se movía torpemente; la espada, también grande, con la punta arrastraba tierra del suelo.  El peregrino  Lope de Aguirre se asombró. ¿Pedrarias de armadura? Tendrá miedo el pobre. ¿De los indios o de nosotros? De nosotros. Y le silbó y gritó después: “hey Pedrarias, vení”. Y Pedrarias fue donde él estaba. “De ahora en adelante vos sos mi secretario y tu primera tarea es leerme un ratico este libro hasta que me quede dormido acá contra este roble. Pero primero, entregame la espada, que yo la agarro acá bien. La armadura dejátela, aunque no te deje ver casi y aunque te sintás incómodo, y te dé calor, y no te podás sentar a tu placer. Así vas viendo lo que es ser un soldado, un conquistador”. Pedrarias, obediente y sin decir palabra le entregó la espada y tomó el libro. Y empezó a leer. Casi al instante,  el cruelísimo tirano, con una sonrisa poco más que imperceptible, se quedó dormido, y hasta roncó, disfrutando del sueño balsámico que suele embargar a los tiranos y, en ocasiones, a los lectores de Cervantes.

Envigado, Enero 3 de 2011