jueves, 18 de junio de 2009

El pie izquierdo de Galán


El viejo me detuvo con su ojo mesmerizante, parcialmente oculto entre la maraña cana, amarillenta y sucia que hacían sus pelos y sus barbas. Sus labios gruesos y rajados pronunciaron palabras que no entendí y que como por encantamiento, me hicieron dar unos pasos hacia él y mirarlo con expresión interrogante. Él, confidente, con un ademán me invitó a sentarme a su lado, sobre un costal vacío puesto en el andén, sin quitarme de encima, ni por un segundo, su ojo verde, del color de los brotes de los árboles; un ojo cautivante, que parecía meterse dentro de uno y removerle las entrañas. Sin prestar atención a mi traje impecable o a mi aspecto decoroso, y sintiendo que no podía evitarlo, me senté a su lado, sobre el costal astroso.

- Desde el primer momento en que lo vi, joven, cuando dobló la esquina, supe que usted era –empezó diciendo con una voz grave, cadenciosa, bien articulada, parecida a la voz de un hipnotista- Usted no sabe porqué está aquí, pero yo sí: usted está aquí para escuchar una historia fascinante y terrible y para recibir un regalo de incalculable valor. – El viejo hizo una pausa, y sin dejar de mirarme, agarró una pequeña caja de madera que descansaba a su lado y la colocó en su regazo. Luego continuó- Yo soy oriundo de Charalá, un pueblo no muy lejano, pero lo que por ahora importa es que, hace más de un cuarto de milenio, en ese mismo pueblo, nació un hombre que, a pesar de su origen oscuro y plebeyo, la historia declaró como uno de los más grandes héroes de la patria. Su nombre apenas algunos lo recuerdan, opacado por figuras más ilustres pero no por eso más grandes o brillantes. Su padre, don Martín Galán, fue un español de baja extracción proveniente de Galicia, que anduvo errante muchos años por el territorio americano. Su madre, Paula Francisca Zorro, fue una mujer nacida en el Nuevo Mundo, mestiza y pobre, pero hermosa; tan hermosa, que pudo ponerle freno al ímpetu nómada del español. De la unión de esos dos surgió una vasta descendencia, dentro de la que se encontraba nuestro hombre, José Antonio Galán Zorro, muchacho inquieto y despierto, bastante dado a la parranda y al desorden. Sin posibilidades de instruirse, aprendió a leer y a escribir de su padre y a tejer mantas y a fabricar alpargatas de su madre. Durante sus primeros años, por necesidad, desempeñó muchos trabajos, pero en ninguno arraigó.

“Un día, don Martín, preocupado por los desórdenes de Antonio, instó a éste a sentar cabeza y a contraer matrimonio. Los numerosos incidentes del hijo con las autoridades españolas habían hecho mella en el espíritu normalmente tranquilo del viejo. Antonio, renuente, tras varios meses en que no se decidía a hacer nada para complacer a su padre, al fin pidió la mano de una muchacha de nombre Toribia, hija de un tal Juan Berdugo, una joven sin muchos atributos físicos, tolerante, apocada de espíritu, que le pareció muy conveniente para aguantar su personalidad arrebatada y alegre. Dos meses después se casaron y José Antonio se fue a vivir a casa de su suegro, que preocupado por el futuro de su hija le ayudó a conseguir trabajo de escribiente. La cosa no fue fácil porque José Antonio, a pesar de que era uno de los pocos que en aquel pueblo olvidado sabía leer y escribir, era nacido en América, y por disposición de La Corona, cualquier puesto ligeramente importante debía ser preferiblemente ocupado por un español de nacimiento. Pero como Juan Berdugo era un mestizo malicioso que tenía muy buenas relaciones con las autoridades españolas, después de algunas súplicas y un favor, al fin le consiguió el trabajo. Los gendarmes y El Corregidor lo consideraban un vasallo de absoluta lealtad y se aseguraban de que así fuera haciéndole de vez en cuando pequeños regalos como ese. Juan Berdugo, para que esto no cambiara, cada vez que era necesario, daba caza a los indios fugitivos que perseguía La Corona... y claro, como era un hijo de puta de pura sepa, reclamaba la recompensa que ofrecían. No tenía escrúpulos en perseguir al más pobre o desdichado de los indígenas para entregarlo al suplicio con tal de sacar algún provecho.

“Pero Berdugo era sigiloso, y casi todos en el pueblo, excepto sus compinches, ignoraban que salía, furtivo, a dar caza a seres humanos, ayudado por perros, escopetas y rufianes. Tanto José Antonio y Toribia, como las personas del pueblo, pensaban más bien que Berdugo era un cultivador de tabaco un poco más próspero que el común de los tabacaleros, quizás gracias a su evidente avaricia. José Antonio, por su parte, sentía una desconfianza instintiva por su suegro; y a veces le daba asco, y a veces miedo, cuando lo miraba hablar, y contemplaba sus ojos ávidos y abiertos, desvergonzados; sus labios altaneros y jactanciosos; sus ademanes cobardes pero llenos de energía.

“Un par de años... tal vez más, estuvo José Antonio viviendo lo que consideró el más triste de los destinos. Por un lado, el trabajo, donde tenía que estar en contacto constante con los españoles, permanentes escupidores de injurias, bestias de arrogancia, vanidad y pretensiones inocuas y egoístas. Exiguos tiranos incompetentes que creían ser dueños de todo y de todos, cuando ni siquiera habían nacido en este suelo, como lo había hecho él, como lo habían hecho todos los americanos. Por otro lado, el tormento de vivir en casa de su suegro, hombre vil que no perdía oportunidad para restregarle en la cara todos los favores que le había hecho, con lo que pensaba mantener a su lado para siempre a José Antonio, quien podría serle muy útil pues, cada vez más, ganaba prestigio entre las gentes del pueblo por el buen y amable desempeño de su cargo, aunque este no fuera en realidad importante. Pero pronto todo cambió, y cambió de un modo tal que nadie hubiera podido preverlo.

“José Antonio, por cosas de su oficio, un día se enteró de que buscaban a un indígena muy viejo que había escapado, con la ayuda de varias personas, de la custodia española. Lo habían apresado por haberle incautado una considerable cantidad de tabaco que pretendía vender sin tributar los respectivos impuestos. En la fuga, un soldado español fue herido, aunque levemente. El indígena era un viejo muy conocido por todo el pueblo y a José Antonio le merecía especial aprecio pues el viejo en no pocas ocasiones lo acompañó en sus noches de juerga, ahora cosa del pasado. El viejo era trabajador, honrado y muy alegre. Esto último, quizás su único pecado, pues en las fiestas se gastaba la mayor parte del dinero que ganaba, por lo que se mantenía sumido en una pobreza casi absoluta. Cuando José Antonio se enteró de la noticia le dio un poco de congoja, pero el trabajo lo mantuvo ocupado y casi llegó a olvidar el asunto. Dos días después se produjo un desenlace inesperado.

“Al medio día, por una de las esquinas de la plaza del pueblo, apareció una procesión que parecía traída del infierno. Encabezándola, con una soga al cuello, caminaba trastabillante el anciano prófugo de las autoridades. Detrás de él venían seis hombres hombro contra hombro, cada uno con una escopeta terciada en la espalda y un cuchillo al cinto. Dos de ellos, uno a cada extremo, tenían grandes perros de bocas espumeantes atados con cadenas a sus manos. Otro, en el centro, Juan Berdugo, agarraba con firmeza la soga que aprisionaba el cuello del anciano y de cuando en cuando tiraba fuerte de ella para hacerlo caer. En la piel del indígena se podía ver la mucha sangre que manó de las heridas provocadas por los dentellazos de los perros y los hematomas que le hicieron los golpes descarados de los hombres. El viejo se desplomó al frente de la iglesia, en el centro del parque, entre las risas y burlas de sus captores y la estupefacción del pueblo, que congregado miraba la escena. Un sentimiento de piedad y rabia empezó a bullir en el pecho de José Antonio, que desde una esquina, observaba las crueldades de su suegro y casi sin saberlo, planeaba una justa venganza.

“Los días que siguieron a este acontecimiento fueron como un torbellino en la vida de José Antonio. Su lengua, hasta entonces de carne, se hizo de fuego. El pueblo escuchó su rugido de volcán cuando en la plaza, él desató los movimientos telúricos contenidos durante siglos de ignominia, de crueldades y de indignación, y una multitud encabezada por él mismo entró a casa de su suegro, lo sacó arrastrado, y le propinó una paliza frente a un pueblo reunido que gozaba viendo vapulear al hombre vil. Lleno del más absoluto frenesí, cargado de razones, y creyendo apoyarse en las mismas leyes prescritas por La Corona para sus vasallos, José Antonio inflamó a la turba en contra de El Corregidor que, de una manera infame, permitía y auspiciaba que estas prácticas se efectuaran, en menoscabo de la dignidad y los derechos de los hombres, de la misma religión y de El Rey. La multitud se presentó en su despacho y lo obligó a firmar un papel en el que presentaba su renuncia. Cubierto por unos pocos soldados que no presentaron batalla a las huestes populares, El Corregidor se fue y la furia del pueblo se aplacó. José Antonio supo entonces que desde ese día no habría marcha atrás, que más que su esposa, sus hijas recién nacidas o su familia paterna, su andar por la vida tenía un objetivo: luchar por la igualdad, por el honor de cada hombre que pisaba el suelo de su América, por la libertad, divina libertad, que como es nuestro más preciado don, siempre nos la quieren arrebatar para someternos.

“Esta es una historia triste, como muchas historias y como casi todas las historias de esta tierra. Las autoridades españolas pronto retomaron las riendas del pueblo. Un nuevo Corregidor llegó y lo primero que hizo fue hacer encadenar a José Antonio que, convencido de la justicia de sus actos y del apoyo que tenía entre las gentes, no había intentado fugarse. Encadenado llegó a Santa Fe y, tras breve juicio, encadenado salió de ella rumbo a los calabozos de Cartagena, donde debía permanecer diez años en cautiverio. Pero su destino no era el encierro. Le hicieron una propuesta: si se incorporaba al Batallón Fijo se salvaría de la prisión. José Antonio no lo dudó un instante y ese día empezó su carrera como militar, profesión en la que permaneció hasta el día de su muerte. Peleó largos y duros años contra los piratas que incursionaban en esa época por la costa atlántica, años en los que conoció los padecimientos de la guerra, el uso de las armas, y algunas nociones de táctica y estrategia militares. También sufrió hasta la hartura el abuso de autoridad de los españoles, y los vejámenes y restricciones puestas por La Corona a los hombres nacidos en América.

“Cierto domingo, a José Antonio le llegaron noticias que lo preocuparon: a su tierra natal había llegado un tirano que estaba desangrando al pueblo. Sin saber que era esto lo que marcaría su sino, José Antonio escapó del cuartel y fue declarado desertor. Tras varias semanas de transitar por caminos inhóspitos, enlodados y escondidos entre la manigua, de atravesar ríos nadando y escalar cumbres álgidas, llegó al territorio donde sus ojos vieron por primera vez el mundo, al lugar que evocó no pocas veces mientras estaba en el exilio. Se dirigió a la casa paterna y se informó mejor de qué pasaba. El tirano: el Visitador Regente Gutiérrez de Piñeres, desde Santa Fe, estaba gravándolo todo, poniendo impuestos ridículos sobre el estanco, las barajas y todo fruto que saliera de la tierra. Además estaba prohibiendo el cultivo del tabaco con el fin de que su escasez lo encareciera en el mercado internacional y con las ganancias poder subsanar las deudas que estaba provocando la guerra que España sostenía con Inglaterra. A causa de esto, los soldados españoles arrancaban los cultivos de tabaco y sólo algunos hacendados, muy pocos, estaban habilitados para sembrar una planta que para los indígenas era sagrada y que ahora no podían ni siquiera cultivar. Quienes clandestinamente lo hacían, recibían castigos que iban desde fuertes azotes, hasta ser encarcelados por uno o varios meses, pasando por ver arder sus casas con todas sus pertenencias adentro o sus cultivos, con plantas y semillas. El hambre y la ruina atosigaban hasta a los personajes más prósperos de la región, y se estaba forjando un movimiento para derrocar al Visitador Regente.

“Entonces su lengua, aletargada durante años por la opresión, se hizo nuevamente de fuego y ya no se extinguiría nunca más. Militar más o menos competente y diestro arengador de multitudes, desde Charalá, José Antonio se encaminó con muchos de sus coterráneos a Socorro, donde se congregaron alrededor de cuatro mil hombres provenientes de distintos pueblos de la región. Todos ellos estaban siendo oprimidos a tal extremo por las nuevas leyes impuestas, que hombro contra hombro, levantaron el señor de la hacienda su escopeta y el indígena su garrote para protestar. Fue la hija de un rico hacendado al que las autoridades españolas parecían tener cierta ojeriza quien, en la casa del alcalde de Socorro, mientras se escuchaba a la multitud aglomerada clamando Viva el rey, abajo el mal gobierno, arrancó de un tirón el Edicto del Arancel impuesto por Gutiérrez de Piñeres. En ese momento empezó oficialmente la revolución de los comuneros y la lucha, al menos para José Antonio, sería intestina, sin descanso y hasta el final.

“José Antonio vio correr la sangre española en repetidas ocasiones, y el movimiento comunero, que se dirigía hacia el sur, rumbo a Santa Fe, se engrandecía a cada paso que avanzaba, pues toda clase de gentes salían de los montes y de los más recónditos parajes. Veía José Antonio en sus rostros blancos, negros y cobrizos el rostro de América, y en sus almas oprimidas el clamor de la justicia. Era necesario un cambio que hiciera a los hombres, hombres. Entonces lo separaron del grueso del ejército para capturar al Visitador Regente que había escapado de la capital. Él pensó enseguida que los principales capitanes del movimiento (hombres relativamente acaudalados, leales al Rey) lo querían lejos de Santa Fe por considerarlo demasiado populista y por tanto peligroso. Lo pensó porque imaginó que de ser cierto, Gutiérrez de Piñeres ya iría Magdalena abajo, rumbo a Cartagena. Andando con su pequeña tropa recorrió muchos pueblos y su lengua de fuego inflamó esas cóleras oscuras, esos rencores ancestrales que abrigaban los corazones de los desposeídos del Nuevo Mundo, de los eternamente ultrajados, y a donde llegaba José Antonio, la palabra libertad se convertía en motor de acción, de lucha, de reclamo. Así lo entendieron los negros, los indígenas, los mestizos, los mulatos y los zambos, que donde él aparecía se congregaban para escucharlo y que cuando fue necesario, levantaron sus armas para defenderlo. Mientras tanto, en Santa Fe forjaban su ruina.

“Contrario a lo que él pensaba, José Antonio sí encontró al Visitador Regente, pero en vez de capturarlo y permitir que las turbas furibundas lo lincharan después de matar a todos sus soldados, prefirió dejarlo marchar; mejor que el tirano estuviera lejos, a tener que cargar con la responsabilidad de su muerte, que dadas las circunstancias, podría ser causante de la suya propia. No se equivocaba al pensar de esta manera, pero de nada le sirvió su noble gesto.

“Mientras José Antonio ponía todo su empeño en concientizar a las gentes sobre la necesidad de abolir la supremacía del capricho español sobre los intereses del pueblo, en Santa Fe, sin que el inmenso ejército hubiera tomado la ciudad como lo había proyectado hacer, se firmaban las capitulaciones, un documento que se constituyó en una afrentosa burla de los negociadores españoles contra los líderes populares. En ella se concedían derechos y se abolían impuestos conforme a los requerimientos de los voceros de los muchísimos y peligrosísimos sublevados. Firmado el acuerdo, el ejercito de los comuneros, tranquilo, empezó a disgregarse, cada uno rumbo a su lugar de origen, aparentemente sin sospechar el engaño.

“Hasta este momento José Antonio no se había dado cuenta de que el mal de América es la traición. Poco tiempo después, las autoridades españolas, reorganizadas y abastecidas, declararon que las capitulaciones no tenían validez. José Antonio se sintió indignado: los frutos del esfuerzo de un pueblo unido, por culpa de la palabra mentirosa de un régimen, se veían reducidos a nada. Entonces se alzó otra vez en armas y se declaró enemigo del gobierno español, pero esta vez los que estuvieron a su lado en la primer batalla, amañados por concesiones hechas por los nuevos mandatarios peninsulares a los hombres más ricos de la región, esta vez esos hombres no levantaron sus brazos junto a los suyos, tampoco lo hicieron los que tenían algo que perder, los únicos que lo siguieron fueron los desposeídos, los que no tenían nada ni a nadie, los esclavos, los jornaleros, los desarraigados. Pero la traición fue más allá: precisamente uno de esos caudillos que pelearon con él en las primeras batallas fue el encargado de capturarlo y llevarlo ante los tribunales españoles, tras una fallida fuga hacia los llanos orientales donde, con unos pocos hombres, José Antonio libró su última batalla con las armas y sufrió su única derrota..

“Lo llevaron a Santa Fe, nuevamente encadenado, como si a esa ciudad el destino quisiera que sólo entrara encadenado. Lo condenaron a la horca hasta morir y luego a ser desmembrado. Cada extremidad, incluyendo la cabeza, debía ir a un pueblo diferente y permanecer a la vista de la gente para servir como escarmiento. El amigo de los indios, el libertador de los esclavos y el defensor de los desposeídos no encontró quién lo defendiera a él ante los tribunales capitalinos que lo tildaron de infame y rencoroso plebeyo. La última noche de su vida la pasó en una celda oscura y pestilente, llena de excrementos propios y ajenos, al lado de cuatro de sus más valientes e inteligentes compañeros de lucha. No hablaron mucho. Tampoco lloraron. Sólo se miraron entre sí con ojos resignados y tristes mientras la luz de una luna incipiente entraba por la única ventana de la celda.

“Entre los más pobres, José Antonio Galán se había convertido en una figura que representaba sus anhelos. Quizás por esto, o quizás por algún capricho de los cielos, el día en que estaba dispuesta su ejecución, no se encontró ningún verdugo que ejecutara la indigna sentencia de la horca; por tal motivo, José Antonio Galán fue fusilado junto con sus cuatro compañeros y luego todos fueron desmembrados y sus restos enviados a diferentes lugares. Sus torsos fueron echados a una hoguera, su descendencia declarada indigna y sus propiedades regadas con sal para que nunca más creciera nada allí. El pie de Galán fue a Charalá, de donde yo provengo, y es por eso que usted y yo, joven, estamos aquí, yo vengo a entregarle el pie izquierdo de José Antonio Galán y por eso primero le conté quién era, para que sepa el valor que tiene la reliquia que le entrego. Como era natural, muchos de los pobres que vieron a José Antonio como a su caudillo, cuando fueron notificados de su muerte, se resistieron a creerlo, a pesar de ver cómo alguna de sus extremidades o su cabeza llenaba de espanto a los transeúntes que usaban los caminos. Fue opinión de muchos, sobre todo de los más desfavorecidos, que los brazos, las piernas y la cabeza eran burdas falsificaciones, que Galán era más alto, o más pequeño, o que no tenía manos tan largas, o tan cortas; y corrían rumores de que se le había visto cruzar ríos, atravesar cañadas o montes enmarañados, siempre montado en su caballo, manteniendo una espada levantada hacia lo alto. Los rumores siguieron vivos hasta que la propia guerra de la independencia los hizo olvidar, pero en Charalá, la tierra natal de Galán, su pie fue guardado por uno de sus descendientes. Cosa extraña (que parece llenar de un hálito de santidad a este insigne revolucionario), sólo se descompuso la pierna y el pie quedó intacto, apenas un poco corrompido por el sol y el agua, pero inmune a los ataques de los gusanos y los animales de carroña. Ese pie, joven, es lo que hay dentro de esta caja que tengo en mi regazo, y se lo entrego a usted porque mis días en el mundo están por terminar y no he dejado descendencia. José Antonio Galán fue el bisabuelo de mi abuelo; y fue este último quien un día me entregó este pie, la más valiosa de las reliquias históricas que tiene este país y que, por desgracia, debido a la incredulidad de las gentes, tendrá que permanecer oculta aún por muchos años”.

Entonces el viejo dejó de hablar y al parecer me libró del hechizo al que me tenía sometido retirando su mirada de un solo ojo verde de mis propios ojos. Fue como despertar ¿Cuánto tiempo estuve allí? No podía responder esa pregunta. El viejo comenzó a levantarse y puso la caja en mis manos, que sumisas la tomaron suavemente. No me atrevía a abrirla. Tenía miedo de encontrar algo repugnante. Ya en pie, el viejo levantó la carretilla que había a su lado, en la que recolectaba material reciclable de las basuras de la ciudad y se dispuso a irse, no sin antes, con un ademán, indicarme que necesitaba el costal sobre el que descansaban mis entumecidos glúteos. Me levanté y él lo tomó. Sin despedirse se marchó a paso lento mientras yo permanecía al borde del andén, con la caja de madera cerrada en mis manos. La curiosidad pudo más que el miedo y finalmente, cuando llegué a casa, después de haber sido reprendido severamente en el trabajo por haber llegado tarde, y tras una intensa y extendida jornada laboral, la abrí. En efecto, había en ella un pie humano que parecía muy viejo pero que estaba en perfectas condiciones.

¿Verdaderamente perteneció este pie a José Antonio Galán? No puedo saberlo, sin embargo, prefiero creer que sí. Por eso lo he puesto en esta urna de cristal, para que las generaciones venideras vean a un hombre que realmente luchó por la libertad de los oprimidos, por la igualdad de los hombres y por construir una vida mejor para todos y todas en esta, nuestra aporreada América, madre de tantas razas y tantos pueblos, aunque de ese hombre sólo quede un vestigio.


Marzo 6 de 2006.

2 comentarios:

  1. verdadera clase de verosimilitud. JOrge Ferrer

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  2. Lo más extraño de este cuento, Jorge, es que unos días después (aprox 2 semanas) en el canal caracol apareció una noticia que me sobrecogió: en unos trabajos de remodelación del parque del municipio de Charalá habían encontrado los huesos de un pie izquierdo, y en las noticias decían que algunos sostenían que esos huesos pertenecían a Galán. Notable coincidencia, que me hizo reflexionar sobre cosas un tanto extravagantes.

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