viernes, 14 de agosto de 2009

Por un billete de baja denominación

Saqué un billete de baja denominación y lo extendí con mi mano derecha hacia el frente, sin mirar los ojos verdes de la señora gorda que, ávida, casi me lo arrebató, y contemplando la pequeña y burda estatuilla de forma antropomórfica que tenía en mi izquierda, me puse a pensar en el triste destino de tantos pueblos cuyas glorias fueron borradas por la fuerza y por el tiempo, como el mar borra la estela de la embarcación que lo atraviesa; y recordé las antiguas historias de intrépidos viajeros que cruzaron los océanos con la esperanza de construir un “nuevo mundo” libre de los vicios del viejo, que creyeron ingenuamente que los vicios no estaban en sus corazones e inculcaron por fuerza y por miedo su propia barbarie a esos pueblos “bárbaros” que habitaban su nuevo “nuevo mundo”. Aún sin mirar nada más que la estatuilla, me di vuelta y le di la espalda a la pequeña mesa que funcionaba como exhibidor de artesanías supuestamente típicas del lugar, embelesado en la contemplación de los desproporcionados colmillos del “hombre” que estaba representado en la figura de barro ordinario, cocido, pintado y esmaltado con técnicas indiscutiblemente “modernas”.

Recordé también, mientras caminaba completamente distraído (y en más de una ocasión tuve que pedir disculpas a los transeúntes que deambulaban con sus billeteras dispuestas fuera a dar o a recibir en ese mercado artesanal), que un extraño sabio dijo alguna vez que la libertad había que ganarla, porque un dios caprichoso decidió que el hombre debía liberarse a sí mismo; y me pregunté si ese “hombre” del que hablaba el extraño sabio era el hombre blanco, el hombre negro, el hombre de cobre, el hombre amarillo o todos eran ese “hombre”; y me pregunté también qué significaba esa libertad de la que él hablaba, si era libertad para ser opresor u oprimido, o si era libertad para crear y creer su propio mundo y destino y si ese mundo era individual o colectivo; y en caso de que fuera colectivo, si ese mundo debería ser igual para el negro, para el de cobre, para el amarillo y para el blanco o si esos mundos y esas libertades deberían obedecer a las inclinaciones fisiológicas y psicológicas de cada raza o mezcla de razas.

Resulta obvio que en mi cabeza se comenzó a fraguar todo un lío, un ovillo enredado e indescifrable que no tardó en generar en mi estado de ánimo una angustia insoluble, mezcla extraña y desproporcionada de culpa, rabia, recelos y esperanzas. Llegué a una avenida altamente transitada y fue como chocar contra una muralla: ¿qué debía hacer ahora? La respuesta no estaba en mis ideas, estaba en mi bolsillo, y cuando metí mi mano en mi bolsillo me di cuenta de que estaba vacío, por lo que no podía pagar un transporte que me llevara a mi destino; entonces supe que había caído bajo el influjo hipnótico de los colmillos de la estatuilla antropomórfica que, aunque banalizada por el comercio, aún conservaba algo de su antiguo poder.
Sin lamentarlo, caminé.

Buenos Aires, Agosto 13 de 2009