jueves, 18 de junio de 2009

Cacería


Yo salí de mi pueblo con una idea fija. El día en que salí (envuelto por el polvo rojo del camino que, levantado por el viento, azotaba mi rostro y mi cuerpo con violencia), un sol canicular me tenía agobiado, a punto de hacerme desvanecer. Por un momento pensé que no iba a lograrlo y consideré la idea de volver a mi casa, en donde mi madre, fría ya, miraba el techo con la expresión ausente de los muertos. Por un breve instante me pareció que la idea de buscar al hombre que me había engendrado era una idea tonta, y quise devolverme para darle santa sepultura a la que me dio la vida; pero al recordar la noche del martes y sus ojos llorosos mientras en su lecho de agonía me contaba que mi padre no había muerto en una de tantas guerras, sirviendo a la patria, sino que era un negociante de baratijas que la había abandonado sin más cuando ella le confesó que estaba grávida de mí, decidí que la tarea de enterrarla quedaría en manos de sus otros hijos, mis hermanos menores, y que yo debía ir a buscar a aquel hombre que, más cobarde que valiente, más villano que héroe, había huido veinte años atrás sin dejar otra pista que su nombre: Ezequiel Calle Bermúdez.

Mientras iba en un bus atiborrado de viajeros, rumbo a la ciudad, no hice más que pensar en cómo sería aquel hombre, cómo lo encontraría en una ciudad tan grande y tan llena de personas y qué haría una vez lo encontrara. Durante el trayecto el asunto me parecía mucho más difícil y oscuro de lo que pensaba cuando, contemplando a mi madre en su lecho de agonía, concebí la idea de buscar a este señor Ezequiel.

Yo había viajado un par de veces a la ciudad en compañía de mis hermanos y mi madre, pero en esos viajes, tal vez a causa de que habíamos ido para comprar cosas y para divertirnos en uno que otro lugar que deslumbraba nuestros ojos pueblerinos, la ciudad no me causó la impresión desagradable que me produjo en esta ocasión, porque ahora, cada vez que veía a un hombre que rayaba la cincuentena, aparecía en mi mente la pregunta: “¿Será ese?” y yo, solo, inseguro, tímido y asustado en tierra extraña, me quedaba clavado en mi sitio, sin atreverme a indagar o a hacer algo. Pasado el primer estupor, empecé a preguntar a la gente si conocía a tal señor, que su trabajo era tal probablemente y que tendría más o menos tantos años. La gente me miraba de pies a cabeza, y unos con pesar, otros con sorna, me decían que no lo conocían y que seguramente así no lo iba a encontrar nunca. Fue una mujer joven y atractiva quien, con ojos burlones, me dijo que fuera a algún negocio y pidiera un directorio telefónico para buscar entre sus páginas el nombre en cuestión. Yo me quedé mirándola con fijeza, impactado por las formas incitantes de su cuerpo y por su rostro armonioso y delicado; pero ella, altanera, se dio media vuelta y se fue con una mueca maliciosa, casi diría que riéndose entre dientes. En mi pueblo no había mujeres como esa.

Tal y como ella me indicó, así lo hice: entré a una tienda, ordené una cerveza para apaciguar el calor que hacía a pesar de ser ya casi de noche, y luego, antes de pagar, pedí el favor de que me prestaran un directorio telefónico. Lo depositaron con fuerza sobre la mesa en que yo estaba, y ahora, cuando recuerdo aquel momento, me parece que el impacto del libro sobre la madera hizo temblar todas las fibras de mi cuerpo. Mi corazón empezó a palpitar con una fuerza inusitada cuando abrí el directorio y comencé a buscar, pero casi se detiene cuando lo encontré: Calle Bermúdez, Ezequiel. Estaban también la dirección y el teléfono de su residencia. Pedí lápiz y papel, anoté lo que con tanto afán buscaba y me tomé la cerveza tan rápido que me sacó unas cuantas lágrimas. Pregunté al tendero si conocía la dirección que le mostraba y me dijo que sí, que quedaba al otro lado del río, no muy lejos e, indicándome una calle, me dijo que la siguiera y que, en unos veinte minutos, pidiera a algún viandante más información, pues estaría ya muy cerca. Seguí sus instrucciones al pie de la letra, luego las otras, y no tardé en dar con la casa: era pequeña, mal iluminada, tenía una puerta blanca y quedaba casi al final de una calle ciega. La noche ya había caído por completo así que me instalé a observar detrás de unos árboles, en la penumbra. Podía ver sin ser visto.

Cuando lo vi salir por la puerta blanca recordé mi imagen en el espejo herrumbroso de mi madre, en el que tantas veces la vi peinarse, alistándose para el trabajo, cuando aún tenía. Más que cólera sentí miedo, y sin mucha conciencia de lo que hacía, entré en la tienda en la que él entró. Viéndolo iluminado por las luces blancas de neón, comprendí porque ella siempre me decía que los ojos de mi padre eran los ojos más hermosos que había visto. Eran de un azul claro fascinante. El hombre, Ezequiel, conversaba animadamente con el tendero sobre los resultados de la última jornada futbolística, y cuando yo entré, ambos me miraron sin pudor. Para disimular mi turbación, pedí acuciante una cerveza y me dejé caer pesadamente en un butaco. No creo nunca haber estado tan alerta en toda mi vida. Nada escapó a mi inquisitiva mente: el hombre trabajaba de celador en un colegio, era un fanático del fútbol, al parecer era alcohólico, y sin lugar a dudas, vivía solo en su casa después de la muerte de su madre y su hermana. Todo se me presentaba tan fácil que me tranquilicé bastante y hasta brindé con él un par de veces desde mi lugar cuando él, levantando su copa de la barra y mirándome con expresión interrogante, casi confundida, me invitaba a hacerlo. Cuando salió, y al pasar junto a mí me tocó la rodilla con ademán cariñoso, me dijo “hasta luego, joven, yo pagué su cuenta”, y me guiñó un ojo, pensé que me había reconocido, o que se había reconocido en mí a pesar de que yo no tenía esos ojos azul claro que tantas conquistas le habrían granjeado a lo largo de su vida... y me asusté, pero no perdí las riendas. Lo vi, tambaleante, atravesar la calle, abrir la puerta de su casa y penetrar en la oscuridad que había adentro.

Entonces salí yo también de la tienda y me ubiqué nuevamente tras los árboles, a vigilar. Cuando el de la tienda cerró, ya en las casas vecinas se veían pocas luces encendidas, y un rato después ya no se escuchaba nada, sólo había una calma extraña, sobrecogedora, apenas turbada por el rugir de motores de carros en la distancia. Con el espíritu hecho un nudo, eché a andar, buscando un solar o algún acceso a la casa del hombre que me engendró. La suerte quiso que lo encontrara sin dificultad y así fue como llegué a su patio, donde colgaba la ropa recién lavada para que se secara.

Caminé despacio para no chocar contra nada en la oscuridad y cuando abrí la puerta que daba acceso a la casa me sorprendí al ver una vela ardiendo en una estancia tan desordenada que apenas se le podría llamar sala o comedor. El hombre dormitaba en una silla acolchada y roída, y cuando entré, abrió sus ojos, mirándome. No parecía haber miedo en ellos. Tampoco sorpresa. En los míos, en cambio, ¿Qué no habrá visto ese hombre que, sonriendo, exclamó: “Usted debe ser Joaquín. Sabía que algún día vendría, pero no pensé que fuera tan tarde”? Entonces me le lancé encima como una fiera y apreté su cuello con mis manos hasta que todo su cuerpo se relajó y supe que había hecho lo que había venido a hacer: mi padre estaba muerto. Ezequiel Calle Bermúdez no profirió un grito, no lloró, tampoco luchó. En sus ojos azul claro me pareció ver que quería decir algo, tal vez disculparse, u ofrecer una explicación, pero yo no quería oírlo y seguí apretando hasta que todo estuvo acabado; no quería escuchar cómo sus labios ensuciaban la memoria de mi madre diciendo que era una puta de pueblo, como tantas, y que un hombre no responde por el hijo de una puta.

Agosto 8 de 2006

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