jueves, 18 de junio de 2009

La marca de Onán


Fue mi padre, pese a las advertencias del notario, quien me puso como cruz, lastre o carga, mi desgraciado nombre. Loable gesto del notario, que conocía la historia de este personaje bíblico a pesar de que está consignada en la pequeña pero de por sí magnífica cifra de siete versículos del Génesis (algo así como veinte renglones, a doble columna, en letra menuda y apretada). Mi padre no le hizo caso, o no entendió lo que el notario quería decirle, y conservando su dedo índice en la página de la Biblia que había abierto al azar para encontrar un nombre, dijo: “Se llamará Onán. Aunque la verdad, nunca había escuchado ese nombre... pero no importa, será el único Onán de por aquí, y seguramente, el único Onán Paniagua del mundo... eso de que todo el mundo se llame igual es muy cansón”. El notario, viendo la terquedad de mi padre, desistió en su intento de convencerlo para que echara atrás lo que la suerte había decretado y en el registro civil que me convertía en un pequeño pero significativo ciudadano colombiano, grabó para siempre, con caracteres uniformes, mi nombre: Onán Paniagua Colorado.

Durante mi infancia se burlaron mucho de mi nombre, sobre todo los niños que estaban conmigo en la escuela, pero yo no les hacía el menor caso; antes bien, siempre les decía que yo era el único Onán, mientras que diez, quince, cien de ellos, se llamaban Carlos o Juan: estaban repetidos y yo era irrepetible. Esto me mantuvo tranquilo mucho tiempo y con el correr de los días todos parecieron olvidarse de que Onán era un nombre extraño… hasta yo mismo lo hice. Pero eso sólo pasó por ignorancia, porque casi nadie sabía quién era ese personaje bíblico al que aludía mi nombre, ese hijo de Judá. Sólo los eclesiásticos o las pocas personas medianamente cultas que conocí en mis primeros años parecían contener una sonrisa maliciosa cuando escuchaban, ya fuera de mis labios o de los de otros, el nombre que acompañaba, indisolublemente, a mi cuerpo; y aunque yo no dejaba de notar esas sonrisas contenidas, no me inquietaban y las atribuía a alguna otra cosa que escapaba a mi entendimiento. Y en realidad así era.

Hacía varios años que yo ya conocía los breves placeres de ese vicio solitario cuando descubrí, por accidente, que existía la palabra onanismo. Cuando la escuché (ni siquiera recuerdo quién la dijo) no entendí a qué se refería, pero mi curiosidad, acrecentada durante varios días, tras larga lucha contra la pereza que me daba todo lo que pudiera de una u otra forma relacionarse con el estudio, me condujo al diccionario y supe que onanismo era un término inspirado por un personaje bíblico (Onán) y que significaba, en resumidas cuentas, bolearse la paja, masturbarse, darle puñaladas al mico, cinco contra uno, o cualquiera de las múltiples denominaciones que tiene este acto primitivo, ancestral, lógico, envolvente, y hasta para algunos, conveniente y necesario. Las alarmas se prendieron en mi interior. Un ímpetu investigativo hasta ese momento ignorado por mí me poseyó y empecé a leer el Antiguo Testamento. Tras el esfuerzo intelectual más grande que había realizado en la vida, tras haber leído con meticulosidad las genealogías extensas y aburridoras que se encuentran en el Génesis, y tras haber determinado leer toda la Biblia de ser necesario para encontrarlo, di con el consabido nombre.

La desilusión fue grande: el tipo ni siquiera se boleaba la paja en sentido literal; lo que hacía era que, por mandato de su padre, se comía a la mujer del hermano muerto, pero cuando se la comía no se le venía adentro, sino que lo sacaba y se le venía afuera para no preñarla y darle hijos a su hermano. No sobra decir que para sacar en claro todo este enredo con Onán y Tamar (que así se llamaba la mujer) me demoré bastante, porque ese lenguaje de la Biblia, con eso de “entrar en la mujer”, de “tomar”, de “verter en tierra para no dar prole” etc, se me hacía muy difícil, por lo que me tomó bastante tiempo descifrar el embrollo y traducirlo a mi propio lenguaje, por demás mal sustentado en la experiencia propia, y más basado en la conjetura, los comentarios escolares y la clase de biología. Ese día, además del malestar que me produjo el darme cuenta de que mi padre me había hecho poner el nombre del pajizo más conocido en el mundo civilizado, del pajizo por antonomasia, me asombró sobremanera el hecho de ver en la Biblia, el Libro Sagrado, estos temas, estos personajes, estas costumbres, grotescas de por sí y totalmente alejadas de lo que yo tenía entendido que era sagrado.

Más-turbación Inevitable hacer hincapié en la coincidencia. Seguramente un lingüista histórico reiría a carcajadas al observar esta tentativa ingenua de división etimológica, pero cualquier persona con un mínimo de sensatez y de conciencia de los movimientos que produce la masturbación en la mente, cuerpo y espíritu del que la ejecuta, reconocería una feliz coincidencia en la conformación de esta palabra. Porque más turbación fue precisamente lo que cayó sobre mí como un gran tonel de pez hirviendo: sintiéndome consagrado por el destino a la experimentación de la autosatisfacción, me dediqué sin ningún tipo de miedo o prejuicio a ella. Cinco, seis, siete, ocho veces al día, usando furtivo cualquier momento en la casa, el colegio, pero sobre todo, por las noches y al amanecer, en el cálido lecho, donde las visiones creadas por la mente facilitan todo, donde la mano se mueve con soltura al vaivén de los pensamientos descarados, que las desnudan a todas, que a todas las hacen suyas sin que puedan evitarlo.

El capricho de mi padre obvió el hecho de que Onán fue exterminado por Dios, de que era un nombre maldito por los siglos. Así, a medida que me volvía más y más onanista, empecé a encerrarme como en una caja estrecha y toda mi interacción con el mundo exterior tenía la premisa de recolectar material para recrear con mi pensamiento en mis momentos de autocomplacencia, en la intimidad conmigo mismo. Guardaba en mi mente las imágenes de las modelos de los carteles que aparecían en vestido de baño, las escenas en que una falda de una profesora, una compañera o cualquier desconocida se subía demasiado, un escote pronunciado, los pechos bamboleantes de una mujer saltando o el roce fortuito de un seno. Todo me servía como material de campo y todo se recreaba con nitidez en mi mente mientras mi mano hacía lo suyo. Fue en este tiempo en el que adquirí una actitud acechante. Sin embargo, deseaba tanto a las mujeres que no era capaz de acercármeles, pues me despertaban unos temores extrañísimos, y me limitaba a observarlas de lejos, como un gallinazo debe observar a un animal que es devorado por un jaguar. También fue en este tiempo en el que empezó a salirme una manchita clara en todo el centro de la frente. Yo la veía con facilidad cuando me miraba con detenimiento en el espejo, pero las otras personas me decían que no la veían. Con preocupación la vi crecer durante meses, invisible para los otros. Al final, quedó en mi frente un círculo de unos tres centímetros de diámetro, una marca sutil en forma de “O” que sólo yo era capaz de percibir, o por lo menos eso fue lo que creí al principio.

Cuando los compañeros del colegio empezaron a hablar cada vez más de sus primeras experiencias sexuales concretas, y algunos hasta de sus ya abundantes aventuras amorosas, muy a pesar de mi instinto ostracista-onanista, decidí en mi fuero interno que era hora de conseguir una mujer con quien poder probar las delicias verdaderas de la carne, de las que tanto oía hablar y que deseaba con locura desde hacía mucho tiempo. Para tal fin, recibí consejos de varios compañeros, pero cada uno de mis intentos por ponerlos en práctica para acercarme a una mujer fue un fracaso contundente: a pesar de no ser demasiado mal parecido, yo tenía la capacidad de espantar a cualquiera, hasta a las más feas. Esto derrumbó mis pretensiones y mi autoestima, que sólo recuperé asumiendo con un ritmo vertiginoso mi vicio solitario.

Un día, un compañero dijo desprevenidamente, como si no lo dijera o como si no le importara: “Uno no se consigue una vieja hasta que no se deje de bolear la paja. Ellas saben por instinto quién se la bolea y quién no”. Sin saber porqué, instantáneamente pensé en la mancha clara, invisible a los demás, que adornaba mi frente desde, lo que ya me parecía, una eternidad. Pensé en mi nombre y, como un centellazo, vino a mi mente una idea esclarecedora pero muy perturbadora: la mancha era la inicial de mi nombre, era una marca distintiva, era la fatalidad de los siglos hecha carne, era la marca de Onán, y por ella me rehuían las mujeres que, aunque no lograban verla como yo, de alguna manera la percibían, sabían lo que significaba y por consiguiente se alejaban.

Desde entonces todo cambió para mí. Ante la incapacidad de conseguirme una mujer, continué haciendo de las mías, pero ya no lo disfrutaba como antes, lo que me producía era sobre todo remordimiento por saber que estaba desperdiciando mi energía viril, vital, creadora; por sentirme en un círculo vicioso donde, ante la imposibilidad de tener sexo, me pajeaba y por culpa de pajearme estaba inhabilitado para tener sexo. Todo se volvió un infierno y en él pasé muchos años.

Ahora estoy viejo y nunca he conocido mujer. Sin embargo, no importa. Yo ya he asumido mi destino. Por eso te digo, amigo cuyos ojos recorrieron los caracteres de estas páginas, ¡témele a la paja! Recuerda el refrán: en guerra avisada no mueren soldados, aunque, la verdad, siempre he creído que todas las guerras son avisadas, y que muy a pesar de esto, guerra en que no haya muertos no es guerra; así, sé que no importa qué te diga o de qué manera te prevenga, igual vas a recurrir, en tus soledades, a ese vicio narcisista y ególatra que tanto nos gusta, al vicio de Onán: la autocomplacencia.



Febrero 28
Marzo 1 de 2006

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