jueves, 18 de junio de 2009

Mingo



A Edgardo Martínez no le incomodaba que le dijeran mingo hasta que fue a ver riñas de gallos y entendió de qué se trataba todo. Él era un profesor de escuela del área de literatura. En un principio, cuando era joven y tenía sueños, había intentado abrirse paso en el mundo de las letras a través de la creación, y escribió cuentos, poemas, algunas crónicas, dos intentos inconclusos de novela y numerosos párrafos personalistas llenos de una mística vagabunda algo insípida. Pero con el tiempo y el trabajo fue perdiendo el ímpetu creador, y sus ojos, llenos ya de atardeceres, dejaron de mirar al mundo ansiosos por transformarlo en letras y se dedicaron a observar. Sin embargo, la literatura fue siempre su gran pasión y cada momento disponible que encontraba lo dedicaba a la lectura de libros que, a medida que pasaba el tiempo, iban teniendo títulos más extraños. En parte porque la vida se lo dispuso así, y en parte por que él mismo se lo procuró, sus relaciones sociales constaban casi exclusivamente de personas que entendían de libros, o que, por lo menos, leían. En sus ires y venires por conferencias, simposios, cursos especiales, cafés, centros culturales y eventos en general, había tenido discusiones profundas y encarnizadas con la mayoría de los hombres de letras de su generación, algunos de la precedente, y en un grado menor, con los “especímenes de la nueva generación”, como los llamaba. Y siempre quedaba muy satisfecho después de una discusión, entre más encendida y más grande el contendor, mejor, pues estaba convencido de su sagacidad y de cierta pusilanimidad y estupidez de los “escritores activos”. Y no es que les tuviera envidia porque ellos escribían y él no, sino que honestamente los consideraba irresponsables por dejar grabado para siempre en el papel todos sus defectos y aberraciones, y encima, sentirse orgullosos de ello.

Un día, en un café de un teatro, se encontró con Germán Ladino, un poeta moreno de Buenaventura, que Edgardo conocía desde unos años atrás. A Edgardo, Germán no le caía muy bien, pero lo consideraba casi un buen poeta, una persona ingeniosa y con bastante sentido del humor, aunque petulante y amarga. A Germán, hay que decirlo también, Edgardo le parecía un personaje ridículo y pretencioso, pero buena gente. Y cuando lo saludó le dijo en tono afable y con una sonrisa cargada de malicia:
-¿Qué hubo ome mingo?
-Qué hubo Germán ¿Cómo así que mingo?
-Ahí le dejo pa` que investigue, a usted que le gusta tanto investigar... ¿y qué? ¿Viendo teatro? ¿Están presentando una obra basada en Wilde, cierto?
-Ajá, pero yo no entré, ya me da pereza el teatro, para eso me leo el libro. Vine a tomar café y a descansar de la casa y el trabajo.


Y siguieron hablando un buen rato, y aunque no amigos, sí conversadores. Mientras hablaron, Germán llamó mingo a Edgardo varias veces y Edgardo le preguntó de dónde había salido ese mote.


-Chucho, Pepe Sierra y yo, te decimos así, pero es con cariño- y cambió de tema.


Cuando Edgardo llegó a casa tomó el diccionario de su escritorio y buscó mingo:
Una bola de billar, un juego de muchachos, el tercer tiempo de cierto ritmo; y al final, en fam. Poner el mingo, sobresalir, distinguirse; y || coger de mingo, tomar por primo. Las primeras no le parecieron que fueran las acepciones que suscitaron el apodo, pues él no estaba gordo, ni calvo, ni se comportaba como un muchacho. Tampoco tenía una relación muy intensa con la música. Así que pensó que en las últimas dos estaba la clave. Y pensando, pensando, sacó la conclusión de que, aunque oscuro, tenía que ser un apodo bien intencionado y no un insulto, pues le parecía a él que el mingo, o es el que sobresale, o el que hace algo que se distingue, o el que es considerado como de la familia. Y al encontrar un poco extraño que tal “elogio” procediera de aquellos tres personajes especialmente agrios y eventualmente antipáticos, trató de explicarse el asunto lo mejor que pudo y tal vez apresuradamente, pensando que ellos veían mérito en él, lo valoraban.

En el transcurso de unos meses tuvo ocasión de encontrarse a cada uno por separado, y varias veces a Germán, el Negro Ladino, y siempre fue apelado como mingo. Ninguno tuvo la delicadeza de llamarlo Edgardo, y siempre notó, cada que aparecía la palabra, una sonrisa maliciosa y una forma de mirar burlona. Empezó a dudar de que no fuese un escarnio.

Por casualidad fue a dar a la gallera. Había leído algo sobre el origen de las riñas de gallos y se había maravillado de que nunca, a pesar de haber oído hablar de ellas y conocer a personas que las habían visto, se había ni siquiera entusiasmado con la idea de ver dos animales matarse ferozmente entre ellos, sin una razón más que la rabia que llevan en la sangre. Ese día, leyendo, le entró una curiosidad inmensa por ver ese espectáculo, y el sábado de esa misma semana, por obra del azar, supo que el dueño de la tienda del barrio que él frecuentaba iba a dejar a su hijo a cargo del negocio porque iría a una gallera para ver pelear al gallo de un amigo. Edgardo vio su oportunidad y le pidió que lo invitara. En realidad le tenía un poco de temor al mundo de los gallos, lo remitían a sangre, a puñales, y a muertes por deudas, así que el hecho de ir con Don Carlos le daba cierto alivio.

Todo el camino de ida a la gallera, en el taxi, Don Carlos le habló a Edgardo de gallos, de cómo funcionaban las apuestas, de cómo eran las peleas y qué sentía uno al verlas, y al apostar. Y le contó algunas historias de pérdidas y ganancias. Edgardo se sentía ansioso de ver una pelea. Una vez allí, desde una esquina algo retirada del bullicio, Don Carlos le explicó qué eran todos los preliminares, cómo pesaban los gallos e iban apuntando en un tablero quiénes eran sus dueños, cómo los dueños de los gallos y los apostadores cazaban las riñas, y luego cómo calzaban a los gallos con espuelas de carey. Cuando anunciaron una pelea se subieron a la tribuna que bordea el círculo donde se realizan las peleas y se sentaron. Aparecieron los dueños con los gallos en las manos y empezaron los que había en las tribunas a interpelar a los otros, conocidos y desconocidos:

-¿Cuál le gusta?
-El colorao.
-Bueno, yo le voy diez mil al blanco.
-De una. Yo diez mil al colorao. Ahí está cazada; ya sabe, diez al colorao.
-Yo diez al blanco.

Edgardo escuchó al lado suyo decir a un señor de edad

-Cuando saquen el mingo escojo.

-Listo, pero yo escojo en la próxima pelea.


Edgardo se sobresaltó al escuchar su apodo, y más porque estaba referido a gallos, y le preguntó a Don Carlos qué era un mingo. “El gallo con que torean a los gallos que van a pelear... es ése que están sacando de ese talego”. Y sacaron un gallo negro de un talego y lo cogieron por las patas, y boleándolo de derecha a izquierda y de arriba abajo, lo acercaban a el gallo colorao que iba a pelear y que desde el piso intentaba zaherirlo. Luego recogieron al gallo colorao y soltaron al blanco y volvieron a bolear de las patas al mingo, cerquita, para que lo atacara el blanco. Después, los dos gallos que se iban a enfrentar fueron tomados en las manos por sus dueños, y les pusieron al mingo un poco más arriba de la cabeza, de modo que éste pudiera picar las cabezas de los gallos para enfurecerlos, cosa que el mingo hacía con prontitud y casi rabia, desplumándoles las testas. Cuando soltaron a los gallos empezó instantáneamente la pelea. Aleteos, picotazos, espuelazos, cabezas enganchadas y pisoteadas, ojos perdidos, pulmones perforados, sangre, gritos, euforia y plumas flotando en el ambiente. “Dale blanco”, “dale colorao”, “migale blanquito”, “duro colorao, duro”.

A Edgardo el espectáculo le pareció bárbaro y sangriento, aunque muy envolvente y atractivo. Surgían aspectos nuevos de la naturaleza ante sus ojos, y en medio de la agitación de la pelea, Edgardo casi olvidó lo del mingo. Vio que lo metieron de nuevo en el talego, pero no le dio más importancia hasta que lo volvieron a sacar para la pelea siguiente. Entonces fue que se puso a pensar en ello. En porqué Chucho, Pepe Sierra y el Negro Ladino le decían a él mingo. Y comenzó a lanzar hipótesis: “será porque le pego picotazos a los gallos de pelea; o será porque no me lanzo al ruedo a pelear, porque no escribo; o será porque no me hago matar por el capricho de otros” y cosas de este talante. Hasta que le preguntó a Don Carlos cuál era el rollo con el mingo, y este le dijo que el mingo era un gallo que no servía para nada, que no peleaba bien, que lo volvían mingo por no matarlo para comérselo, porque les daba pesar del animalito y ¡porque siempre, en las peleas, se va a necesitar un mingo!. Le explicó también que había gallos que al principio eran buenos y que después ya no peleaban bien, y que a esos gallos los volvían mingos. Y empezó a pensar Edgardo en todo lo que le decía don Carlos, y vio al mingo como el eterno habitante de las jaulas, que ve tras las rejas, impotente, cómo los gallos fieros, los que se baten a muerte y vencen, se aparean con todas la gallinas y se comen las mejores semillas. Y pensó esa noche, y toda la semana, en Chucho, Pepe Sierra y el Negro Ladino, tan escritores y tan gallitos de pelea.


Cuando en una biblioteca, varias semanas después, el Negro Ladino saludó a Edgardo Martinez “¿Qué hubo mingo?”, éste, con una sonrisa despectiva y belicosa le respondió afablemente “¿Qué hubo negro cacorro? Cuando querás te doy unos picotazos en la cabeza a ver si escribís un poema que valga la pena”.


Octubre 4 de 2004

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