martes, 30 de agosto de 2011

Dolor de espalda y otros signos vitales


Este dolor de espalda… a veces siento que puedo hablarle, y que él me escucha y hasta reacciona. Le digo “colaborame en ese sentido, dejame volver a la vida” y él como que se mueve en el mismo punto y me recuerda ese trotecito que uno hace antes de jugar un partido de fútbol, sin moverse de donde está parado, levantando los talones primero, las rodillas después. Y pienso que me va a colaborar, que se va a ir, y empiezo a concentrarme en él, a respirar lentamente y a “sentir” cómo se va yendo con cada exhalación, como un vapor, por el ombligo. El dolor se vuelve casi omnipresente y me muestra que hunde sus raíces en las piernas, hasta las pantorrillas, que extiende sus ramas hasta la nuca y que tiene una que otra floración (nerviosa, eléctrica) en el cerebro. Respiro… respiro… lo invito a salir… como un vapor… por el ombligo. Después, a esta cabeza mía se le olvida que estamos haciendo un exorcismo, y vuelvo y quedo igual, o peor, con la conciencia del dolor agudizada.

 Llevo meses con él. Lo conozco. Me he visto tentado a ponerle un nombre para hablarle en mis noches, o en mis mañanas, o en mis tardes (compañero inseparable en esta ciudad extraña), tal vez con el ánimo de volverme su amigo, de encontrar en él sabiduría. Pero no le he puesto nombre porque no me quiero encariñar. A este dolor sin nombre, a este dolor de espalda, lo siento como mi enemigo. Me tiene sumido en una forma de conciencia para mí desagradable y hasta ahora desconocida. Todo es diferente con dolor de espalda: dormir, lavar los platos, estudiar en el computador, leer acostado, o sentado, o parado, con los pies así, o asá, con la espalda recta, o torcida o de cualquier manera. Cuando uno se monta en un colectivo, ahí está el dolor de espalda, con cada freno del conductor, con cada vez que acelera, con los policías acostados, los baches, el empedrado. Es como un mico que va pegado al nivel de la cintura cuando uno está montando en bicicleta, o cuando sale a caminar por las calles de la ciudad. No lo desampara cuando está tomando un trago con amigos, o cuando está sentado en un salón de clases escuchando discursos que podrían ser interminables en sillas que siempre resultan insoportablemente incómodas. Omnipresente en el tiempo y el espacio, altera la conciencia y genera una nueva forma de encarar la realidad: la conciencia con dolor de espalda.
Es como si uno estuviera vampirizado. Sanguijueleado. La mente una y otra vez, una y otra vez, se fija en el parásito, en el dolor que atormenta, lo analiza, lo mide, lo delimita, busca soluciones, posturas, se distrae, se queja, se compadece, se encoleriza. Lo que podrían ser largas horas de productivo estudio, o de creación tranquila y alegre, o de contemplación despreocupada, se transforman en un desesperado ambiente lleno de ofuscación, confusión, ansiedad, impotencia intelectual y obnubilación creadora. El fracaso resuena en los tímpanos, como susurro de demonio. Se escuchan voces oscuras. Corre el licor. Se eleva el humo. El parásito parece alimentarse, fortalecerse, ganar poder. La lucidez se torna una deidad lejana y altiva. La razón de todo se hace opaca. 

La conciencia con dolor de espalda no es optimista. La conciencia con dolor de espalda hace que uno pierda las coordenadas, que descrea de todo, que se llene de resentimiento, que mire al amor con ojos inyectados y hostiles, que se mueva en esa parte de la realidad donde todo está podrido porque uno está podrido con su dolor de espalda.

Cuando me da hipo, (tal vez por salir un poco alicorado de un bar cálido al frío de una calle invernal), primero me río de mi propio hipo, pero si persiste y es fuerte, empiezo a hacer todas las triquiñuelas que me sé para quitármelo, triquiñuelas que nunca he sabido si funcionan o no porque el hipo parece que se me quita solo, cuando se me olvida. A lo que voy es que cuando me doy cuenta de que se me quitó el hipo, como que lo extraño, como que me divertía con él, con sus ataques explosivos a media palabra, con la risa de algún ocasional acompañante, con la emocionante vergüenza de ser escuchado por algún transeúnte. Extraño al hipo cuando se me quita, me cae bien el hipo. Pero a este dolor de espalda, si algún día se me quita, no creo que lo extrañe. Aunque, ¿quién quita? Suponiendo la alegre circunstancia de que el parásito sea un visitante ocasional (aunque lleve nueve meses viviendo en mi espalda, a la altura de mis caderas, ¡toda una gestación!) es posible que en épocas más felices yo rememore estos tiempos de dolor, confusión y ofuscación con cariño, casi con veneración, y los vea con los ojos de aquel que ha cumplido una prueba, que se ha sumergido en las tinieblas para poder ver el mundo más luminoso. Que, tal vez asqueado por tanta luminosidad, ansíe secretamente beber de los torrentes del vino oscuro de la conciencia con dolor de espalda, de la desorientación, del desengaño, de la banalidad, de la impotencia y la incertidumbre; Al fin y al cabo, todo eso hace parte de la vida.

Pero ¿y si nunca se me quita? Seguramente todos los días, al amanecer, un dolor agudo en la parte de atrás de la espalda me recordará que estoy vivo, que mi corazón late, que mis pulmones se expanden y contraen, que mis ojos ven, mis oídos escuchan, mi boca gusta, que estoy funcionando, pero que la vida se convirtió en un potro salvaje y feroz que hay que dejar pasar en su carrera sin intentar montarlo porque “qué dolor de espalda”. 


Bs. As. Agosto 30 de 2011