jueves, 18 de junio de 2009

Abdullah Ebn Zabit


“No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta” grita Abdullah Ebn Zabit mientras su cimitarra hiende el aire y, silbando, desgarra el cuello del infiel que, exangüe, se desploma. Las ardientes arenas del desierto beben, con una avidez aterradora, la sangre que sale a borbotones. Abdullah Ebn Zabit piensa en la gehena, la morada del fuego eterno, último destino del alma de los infieles. También piensa en los jardines con profusas corrientes de agua y frutas deliciosas que lo esperan más allá de la muerte, la recompensa prometida desde lo alto para aquellos que abrazan la verdadera fe y luchan por ella hasta el final.

La batalla ha terminado. Sólo Abdullah Ebn Zabit está erguido, desafiante, en medio del desierto. Sus hermanos de fe, mártires ahora, que seguramente estarán ya a la vera del Señor, yacen esparcidos en gran número; los infieles muertos son más, pues Dios, que es sabio y lo puede todo, le imprimió fuerza y valor a los corazones de los que creen en sus mandatos para que pelearan en su nombre con bravura. Sangre ajena y propia, amiga y enemiga, baña a Abdullah Ebn Zabit. Sus vestiduras, su cimitarra, sus manos, sus brazos y su rostro, todo está enrojecido por la sangre. La batalla ha sido cruenta y este fue el último paraje que vieron los ojos de casi cien hombres. El sol se oculta. Abdullah Ebn Zabit, agotado, deja caer su arma y se arrodilla en la arena. Sólo ahora que todo ha terminado puede orar a su Dios, el Clemente, el Misericordioso. Antes de hacerlo, se purifica frotándose las manos y el rostro con arena. Su frente se dirige hacia la ciudad santa.

Arrodillado y con la frente contra el suelo, se ha quedado dormido sin darse cuenta mientras ora. Despierta tiritando cuando ya la fría noche del desierto se cierne sobre todo. Su garganta y su boca están secas y lastimadas. Cuando intenta levantarse, el dolor producido por una estrecha pero profunda herida en su costado derecho le hace ver su precaria situación: no puede moverse, está casi paralizado. En el fragor de la batalla ha perdido sus provisiones. Ahora la sed, el dolor, el frío, el hambre y el cansancio lo tienen anulado. Afortunadamente, la sangre no está manando de la herida. Como una visión atosigante aparecen una y otra vez los jardines prometidos, bañados por raudas y cristalinas aguas, donde abundan frutos magníficos, morada de mujeres sin mácula, y él se ve, como en un sueño, caminando alborozado por allí, al lado de ellas. Sin remordimiento, empieza a desear la muerte, pero el tiempo pasa...

Con gran esfuerzo se tiende de lado, las rodillas encogidas para conservar un poco de calor. La luna llena indica la media noche. Recuerda entonces a sus hijos y a sus dos mujeres. Seguramente nunca más volverá a verlos. Ellos crecerán sin padre. Ellas quedarán viudas y tal vez después se unirán a otros hombres, e incluso llegarán a amarlos. Un llanto seco, sin lágrimas, inunda su cuerpo y lo hace estremecerse. Abdullah Ebn Zabit es presa de una tristeza absoluta mientras mira, en aquel paraje desolado, al inmenso desierto bañado por la luz de la luna. De pronto, como si un fuego empezara a arder súbitamente en su corazón, siente que las fuerzas vuelven a él y, no sin trabajo, se levanta. Cada uno de sus pasos es una batalla encarnizada contra la muerte. Tambaleándose, llega hasta donde hay un cuerpo yerto. Es el cadáver de un infiel. Más que agacharse, Abdullah Ebn Zabit se deja caer sobre él y con manos temblorosas busca entre los haberes del muerto algo para saciar su sed, pero sólo halla un pequeño sorbo de agua. Desalentado, rueda un poco hasta quedar tendido en la arena. El sueño, como un bálsamo mágico, lo envuelve otra vez.

Más que soñar, Abdullah Ebn Zabit, agitado, revive sus recuerdos mientras duerme. Las caricias de sus esposas, sus aromas, sabores, el tono de sus voces; por el milagro del sueño, en esta noche solitaria, Abdullah Ebn Zabit vuelve a vivir los cientos de noches que pasó en el lecho conyugal y todas las delicias que experimentó en él. También ve a sus hermosos y amados hijos pastoreando el ganado, cargando agua o leña y orando con la frente dirigida hacia la ciudad santa.

Cuando despierta, ya el sol ha salido y empieza a calentar el desierto. Abdullah Ebn Zabit alcanza a sorprenderse al abrir los ojos, pero el agudo dolor en su costado derecho y su boca y garganta secas, le recuerdan dónde y porqué está allí. Con alarma se da cuenta que los buitres ya han aparecido y mientras algunos vuelan en círculo sobre su cabeza y las de los caídos en batalla, otros en tierra ya se aventuran a dar los primeros picotazos a los ojos de los muertos. Espantado, intenta levantarse, pero su cuerpo maltrecho no le responde. Empieza entonces a orar con devoción a su Dios, el Misericordioso, el que todo lo puede, el que da y el que quita según su prudencia y sabiduría. Ora mucho tiempo, expresando su arrepentimiento y pidiendo auxilio para sobrevivir y poder algún día volver a ver a su familia y seguir sirviendo a Dios, el Clemente.

Cuando ya el calor del mediodía lo tiene al borde de perder la conciencia, se acerca el primer buitre a picotear los ojos del infiel que yace a su lado. Abdullah Ebn Zabit mira al buitre girando la cabeza con esfuerzo; el buitre parece mirarlo a él directo a los ojos. En ese preciso instante, Abdullah Ebn Zabit experimenta la sensación más horrorosa que jamás haya sentido: ¡está en la gehena, en el infierno, en el lugar del espanto y el tormento! Pierde la conciencia, la cara mirando al cielo, bajo un sol despótico cuyo fulgor apenas es opacado, aquí o allá, por la sombra de alguno de los buitres que, volando en círculos sobre sus cabezas, aún retrasa su descenso.

Abre los ojos por dolor, pero cuando ve que un buitre ha picoteado la herida en su costado y que se dispone a hacerlo de nuevo, sin saber cómo, se levanta casi de un salto. Con ademanes flojos y con estertores que pretenden ser gritos, aleja a las tres aves que están paradas a su alrededor y que lo miran con ojos impasibles. El infiel esta cubierto de carroñeros. Estos ni se inmutan cuando él se levanta. Agotado, delirante, mira al infiel y piensa que en muy poco tiempo a él le espera lo mismo; él y el infiel, iguales en la muerte, iguales ante las bocas voraces de los buitres. Abdullah Ebn Zabit, fiel siervo de Dios, enemigo del idólatra, será bocado de las aves de rapiña, y corriendo con igual suerte que su enemigo, sus seres amados nunca podrán despedirse de su cuerpo. Abdullah Ebn Zabit, fiel siervo de Dios, por voluntad del Señor del Universo, debe sufrir la más dura de las pruebas antes de subir al lugar de la Gloria Eterna.

Malherido, camina encorvado, casi cayéndose a cada paso. Va sin dirección, sólo quiere alejarse un poco. Tropieza con el cuerpo de un creyente al que aún no se la han acercado los buitres. Entre sus haberes hay un recipiente con un poco de agua. También encuentra un pedazo de pan. Los ingiere tras murmurar el nombre de Dios. Lo asalta una duda: acaba de robar. La descarta, Dios es misericordioso con los que ama. Con actitud desesperada continúa andando, es su última oportunidad, si no consigue algo, el sol, el calor, el dolor, la sed y el hambre harán lo que no lograron los infieles: darle muerte. Tan agotado está que no consigue ver muy bien. El viento golpea su rostro. Irguiéndose, ve un bulto negro en medio de la arena y se encamina hacia allá creyéndolo el cuerpo de un hombre.

Tras un esfuerzo agotador, Abdullah Ebn Zabit está lo suficientemente cerca para distinguir que no es el cuerpo de un hombre, es una pequeña charca que, como por milagro, brota del fondo de las más áridas arenas. Olvidando su dolor y su debilidad corre hacia ella. Se para a su lado y murmura el nombre de Dios. El viento crea ondas en la superficie de la charca, sobre la que se refleja un cielo uniformemente azul. Se inclina y sumerge el cuenco de su mano para beber en él. Lo lleva a su boca... escupe... es arena.

Empieza a llorar sin lágrimas porque piensa que Dios quiere afligirlo antes de darle su merecida recompensa. Algo parecido a la furia lo hace levantar y, con pasos débiles e inseguros, buscar otro cuerpo que aún no sea un banquete de los buitres, que están por todas partes. Abdullah Ebn Zabit, maltrecho, siente que el sol le pesa como si fuese una gran carga que él llevara a cuestas. Al fin llega al lado del cadáver de un infiel. Nada más encuentra un sorbo de agua. Extenuado, se acuesta bocabajo, el rostro contra las ardientes arenas; está delirante, el cuerpo le tiembla, pensamientos extravagantes desfilan ante él mientras se retuerce de dolor:

Si Dios es Dios, y es grande, poderoso, prudente, sabio, indulgente y misericordioso; si es el padre de todo ¿Por qué querría Él que sus criaturas se aniquilaran entre sí en su nombre? ¿Porqué necesita que yo mate y muera por él? ¿y por qué quiere que yo sufra en vida el tormento reservado a los infieles si siempre he luchado en Su nombre?

Abdullah Ebn Zabit siente que está perdiendo sus cabales. De pronto, como si escuchara una voz lejana, recuerda:
“Dios reunirá juntos a los hipócritas y a los infieles en la gehena”
Entonces todo se le aclara. En realidad, él ya lo sabía; lleva allí eternidades... es la gehena, el infierno, la casa del tormento. Es el castigo que idearon para él, Abdullah Ebn Zabit, el Señor del Cielo y todos sus sirvientes. Es la retribución a sus obras, porque Abdullah Ebn Zabit, ahora lo recuerda con claridad, en la tierra no fue un guerrero de Alá, no, fue un mercader codicioso que robaba a todos los que podía, maltrataba a sus esposas y a sus hijos, e iba a la mezquita, pero no para acercarse a Dios sino más bien para tejer su máscara. Al fin, sus propias mujeres lo envenenaron y murió en su lecho, solo, entre ricas sábanas y odoríferos perfumes...


Enero 8 y 10 de 2006

1 comentario:

  1. Éste es quizá el cuento que más me gusta de tu primera colección. El lenguaje es cuidado y mesurado. No sé si esta opinión esté un poco determinada por mi inclinación por todo lo que tenga que ver con los hijos de Alá.
    Buena página de la Chucha Cárdenas!!!!

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