viernes, 19 de junio de 2009

Historia con un burro




Yo fui el de la idea de hacer el paseo, por eso creo que fue justo el que a mí me tocara el burro. Y no es que yo le haya dicho a las tres mujeres que se montaran en las yeguas, ni que le haya dicho a Didier que montara el macho; simplemente, cuando salí de mi habitación, con el blue-jean, la camisa de manga larga, el sombrero y la mochila, ya todos estaban montados en las bestias más o menos briosas que nos había conseguido el señor que cuidaba la finca de Didier entre los vecinos más allegados. El burrito estaba quieto debajo de un árbol de níspero. Las mujeres se movían de un lado a otro, montadas en las yeguas y mientras tanto se iban pasando el bloqueador solar, el bronceador, la crema humectante. Didier, sobre el macho, caminaba lentamente hacia el portón. Yo, sin darle mucha importancia al asunto, y soltando una risita y cualquier comentario sobre la naturaleza lenta del transporte, me monté en el burro, sobre la angarilla, con las piernas cruzadas sobre su cuello (como alguna vez aprendí a hacer de algún olvidado mentor), y lo insté a ir hacia adelante. El burrito obedeció… y arranqué, feliz, la travesía, saludando al sol, a los árboles, a los pájaros que revoloteaban sobre ellos… y contento de estar de nuevo entre la naturaleza, le daba palmaditas cariñosas al burro y le decía palabras amables. Incluso empecé a buscar qué nombre le iba a poner porque, eso sí, siempre que montaba en una bestia, le ponía nombre y trataba de hacerme su amigo.

Por un camino que salía de la finca hacia poniente, las tres yeguas arrancaron adelante, la una detrás de la otra, y Didier en el macho, a un trotecito intermitente, las seguía de cerca. Mi burro no llegaba a trotar (por más que yo me sacudiera encima suyo, o lo golpeara con una ramita que arranqué al paso de un matorral, ya en el anca, ya en la base del cuello), pero mantenía su paso, así que yo iba tranquilo, mirando el paisaje, montando en mi burro, sosegado, sosegado como el burro, casi en posición de loto, pensando que llegaría más tarde que ellos al bosque donde haríamos el campamento, pero que por eso mismo mi viaje solitario sería más agradable, dedicado a una contemplación más profunda del entorno, a la meditación y no a la charla vana. Así, me fueron cogiendo cada vez más ventaja mientras yo miraba divertido a los diversos pajaritos que circulaban de rama en rama. Cuando se encontraron con el primer portón, esperaron a que yo los alcanzara antes de pasarlo. Cuando llegué allí, les dije que mi burro estaba muy lento, que siguieran ellos, que yo seguiría el camino y que me esperaran más adelante donde fuéramos a hacer el campamento. (Grave error). Ellos dijeron que no, que era mejor andar siempre acompañados, pero yo insistí en que se fueran ellos adelante. Aún un rato me acompañaron, devolviéndose un poco de vez en cuando para hacer comentarios sobre la belleza del lugar semi-boscoso que atravesábamos, pero un rato después, cuando les volví a decir que se fueran adelante, que no me esperaran, ya estaban tan aburridos de adelantar y volver y girar las bestias en un camino no muy amplio, que con un poco de temor por la suerte que pudiéramos tener separados, decidieron irse adelante para que cuando yo llegara ya estuvieran las carpas armadas y la comida, sino lista, por lo menos en proceso, antes de que cayera la noche.

La verdad es que yo sabía que el camino era largo. Algunos años atrás, Didier me había invitado a su finca y habíamos hecho campamento en el bosque al que planeábamos llegar. Yo creía que conocía el camino, pero hasta en un viaje de dos horas y media a caballo, hay muchos lugares que la memoria no retiene, encrucijadas que pasan imperceptibles ante nuestros ojos y que a causa de no recordarlas, pueden llevarnos a donde menos lo esperamos. La cuestión fue que, unos quince minutos después de haberlos dejado de ver adelante mío, entrando en una zona cada vez más boscosa, mi burro, como si nada, como si no hubiera qué pensarlo, sin esperar orden mía, eligió el camino de la izquierda en un lugar del que salían dos caminos. Los dos caminos se veían igualmente transitados, sin que se pudiera decir cuál de los dos era el camino principal. Yo no recordaba ese lugar. Pensé que tal vez alguno de los dos era un camino nuevo. La naturalidad con la que eligió el camino el burro me hizo convencerme de que el de la derecha era un camino nuevo y de que el que seguíamos era el viejo camino que sirve para llegar al bosque y atravesarlo. Y el burrito, oh maravilla, empezó a aligerar su paso; yo, aprovechando este golpe de suerte, descrucé mis piernas, me senté a horcajadas, lo azucé y el burrito respondió con un trotecito continuo que me dio la idea de intentar alcanzar a mis compañeros de viaje. Tras varios minutos de trote sin llegar a verlos, en medio de una soledad que me pareció pasmosa, decidí gritar para saber si me podían escuchar. Mis gritos fueron infructuosos y el burro no quería parar de trotar, antes aceleraba, con el agravante de que no tenía rienda ni freno. Hasta ese momento duró mi viaje contemplativo, estético, metafísico y ecológico. Ya en adelante no tuve paz.

Yo, la verdad, ahora que lo pienso, nunca había visto, ni he vuelto a ver, a un burro corriendo con alguien o algo montado encima. Ciertamente ir montado en un burro que va corriendo no causa la misma sensación pavorosa que causa ir montado en un caballo brioso o medianamente brioso cuando se desboca. Siendo el burro tan chiquito, uno tiene la seguridad de que lo puede parar con las manos o simplemente tirarse sin peligro. Observando el entorno, me empezó a parecer tan desconocido que ya no tuve ninguna duda de que el burro me estaba llevando por el camino equivocado, quién sabe siguiendo qué viejo hábito, y que corriendo como iba no iba a encontrar a mis compañeros, sino que más bien me iba a alejar cada vez más de ellos, por lo que tomé la decisión de frenar a toda costa al burro, y estirando mis brazos, le rodeé con mis manos el cuello haciendo fuerza hacia mí, pero cosa desconcertante, un burro tiene mucha fuerza en el cuello y sintiéndome impotente para detenerlo, como mejor pude me tiré al suelo. El burro todavía corrió unos metros mientras yo me revolqué en el polvo seco del camino, aparentemente indemne y luego se detuvo, inclinó su cuello y empezó a pastar. De tanto en tanto, levantaba la cabeza para olfatear el aire y echarme una ojeada.
Me levanté, me sacudí el polvo de la ropa y empecé a caminar a donde el burro, impasible, arrancaba y masticaba hierbas y cogollos de arbustos. Cuando estuve relativamente cerca, el burro dio unos pasos, alejándose de mí. Yo di otros tantos y el los duplicó. Corrí, y él corrió. Y así estuve algunos minutos hasta que se me ocurrió la idea de arriarlo desde lejos para que tomara el camino en la dirección contraria a la que habíamos llegado. Me pesó mucho en ese momento el haberle dicho a mis compañeros que se adelantaran. Con los caballos habríamos podido arriar al burro sin dificultades. Después de mucho correteo, por fin conseguí que el burro se orientara hacia donde yo quería y que agarrara el camino de vuelta hacia la encrucijada. Hacía casi una hora que viera por última vez a mis compañeros, que en sus caballos de paso ligero ya debían estar llegando al lugar del campamento.

Yo iba detrás del burro, trotando y dándole golpecitos en el anca con una ramita larga y delgada que encontré muy a propósito en el camino. Hacía zumbar la ramita en el aire, y antes de que impactara la piel del animal en el anca, ya él había acelerado el paso. Lanzó un par de coces durante el trayecto. A buen ritmo estuvimos pronto de nuevo en la encrucijada, y evitando que el burro se devolviera por el camino que nos había traído desde la finca de Didier, lo hice entrar por el camino que agarraba hacia la derecha. No creí oportuno volver a montarlo por dos motivos: uno, pensé que el burro se estaba mostrando muy arisco y era mejor evitar cualquier incidente desagradable; dos, porque íbamos más rápido si yo trotaba detrás del burro y lo obligaba a caminar. Y echamos a andar. En ese momento, para mis adentros, bauticé al burro Modorro.

No dejé de notar, casi desde el principio, que ningún lugar de este nuevo camino se me hacía familiar. La vegetación era mucho más espesa de lo que yo recordaba, pero se lo atribuí al tiempo que había pasado desde la última vez que anduve por allí y a la poca interferencia del hombre en el lugar que permitía que el bosque se regenerara. Tras aproximadamente una hora de haber trotado detrás del burro, arriándolo cada vez con más vehemencia, llegamos a un lugar que, estaba seguro, nunca había visitado. Los riscos que repentinamente aparecieron al final de un denso bosque, el río cristalino que los separaba del camino, todo era hermoso, pero extraño para mí, y una terrible sensación de angustia me subió por todo el cuerpo, embotó mi cerebro y se instaló en mi estomago, perfectamente perceptible como un dolor. Me di cuenta, con horror, de que estaba perdido. Me quedé un momento estático, evaluando mi situación, casi sin ver ni oír. El burro, mientras tanto, había seguido andando por el camino, que en este lugar se torcía hacia la derecha e iba bordeando el río. Cuando lo advertí, corrí para atajarlo, pero pienso que él pensó que lo estaba arriando y continuó con su trotecito yendo precisamente hacia donde yo trataba de impedirle que fuera. En ese momento mi rabia con ese burro no conoció límites y corrí con todas mis fuerzas tras él, lo alcancé gritando, y agitando mis manos con furia lo hice retroceder y devolverse por el camino.

Nuevamente caminando hacia la encrucijada, el burro se mostró cada vez más perezoso y cada vez más dispuesto a imponerme su ritmo lento, monótono, cansino. Pensé, entre maldiciones por haber perdido tanto tiempo caminando infructuosamente, que Modorro era un buen nombre para ese animal. Cuando llegué nuevamente a la encrucijada estaba exhausto. Llevaba demasiado tiempo caminando. El burro, andando lentamente, agarró el camino que había tomado desde el principio, pero yo decidí descansar un momento y me senté en el suelo, abrí mi mochila y saqué una lata de salchichas que devoré con un hambre atroz junto con un pan. Tras brevísima pausa, decidí continuar para recuperar el burro y tratar de llegar al campamento al que ahora creía sí se llegaba por ese camino. Comencé a trotar, regularmente, controlando cuidadosamente la respiración para que no me diera ese dolor en el abdomen que ingenuamente llamamos vaso, o baso y que en algunos momentos más que en otros, me había atormentado durante buena parte del día. No tardó este en aparecer y tuve que aminorar el paso y seguir caminando, respirando profundamente, subiendo y bajando los brazos al ritmo del diafragma. El burro no aparecía y yo calculaba que hacía rato debería haberlo visto. Seguí mi camino, dispuesto aunque fuera a llegar a pie, pero con la culpa de haber perdido al burro, cosa que significaría que el señor que cuidaba la finca de Didier “tendría que salir al otro día a buscarlo por todas partes, para podérselo devolver al vecino que se lo había prestado para que el hijo del patrón, su amigo y las mujeres caprichosas con las que andaban, se fueran de paseo a acampar al monte”.

Después de caminar más de una hora, respirando profundamente, buscando al burro, con dolor en el abdomen, cubierto por la semi-penumbra del atardecer en un lugar que se me mostraba completamente extraño y que solo seguía recorriendo como un acto de fe por encontrar a mis compañeros, apareció Didier montado en una de las yeguas. Primero escuché los cascos de la bestia golpeando el piso, y pensé que era el burro que andaba por ahí, pero luego, tras una pequeña curva del camino, lo vi, y le dije:
“No me vas a creer todo lo que me ha pasado. Hasta se me perdió el burro.”
Él se rió, me estiró el brazo para ayudarme a montar en el anca de la yegua y me dijo:
“El burro ya está allá. No hace sino “haau aaauu auu au auu” y perseguir a las yeguas. Hasta al macho se le quiere montar”
Entre carcajadas llegamos al campamento.

Junio 18 y 19 de 2009 (Bs As).

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