viernes, 29 de enero de 2010

Chócolos

                                                                                               Para Ana, a quien le compré los chócolos.

Hay cosas que sabes porque te las han contado; pero hay otras que sabes porque tu percepción y tu conciencia, en una situación determinada, trabajaron en conjunto y generaron lo que llamas experiencia, tu vida vivida. Por eso crees poder predecir lo que habría pasado con los chócolos, porque hace varios años viste algo similar con unos aguacates, que te generó un particular estado de ánimo.

Atenazado por las dinámicas de esta ciudad esclavizante, hoy en la mañana, no muy temprano, sales en tu bicicleta rumbo al trabajo. El calor del verano porteño ya está subiendo a las típicas temperaturas inaguantables cuando llegas a tu destino, sudando, y a seguir sudando mientras abres y organizas para el resto del día el puesto de compra y venta de libros usados. A pesar de las bromas y chanzas que intercambias con tus compañeros bonaerenses (los que trabajan en los puestos vecinos) sobre costumbres, lenguajes, mujeres, comida, trabajo, el calor es tan agobiante que prefieres encerrarte en tu puesto de trabajo, bajo el amparo del aire acondicionado. Dadas las características de la construcción de este tipo de puestos, el dichoso aparato sólo funciona como un atenuante del bochorno, pues el aire frío tiene una inmensa ventana por dónde escaparse. Pones por internet el programa de radio que te gusta escuchar, una radio de tu tierra, a cincomilkilometros, donde comentan los últimos actos de corrupción de los políticos y contratistas del estado, las polémicas surgidas por el accionar de los entes estatales y no estatales, y algunos hechos de farándula y cultura (en este día te sorprende enterarte de la muerte del abuelo de un amigo, por medio de la radio, que hasta le tributa un peregrino homenaje, poniendo como fondo algunos temas compuestos por el anciano que murió a los ochenta y tantos de edad… el mundo es muy chiquito, piensas).

Mientras cambias las bolsas llenas de polvo de algunos libros exhibidos, llegan dos jóvenes y se sientan en un murito al frente tuyo. Traen costales cargados de chócolos y pimentones. Ya los conoces. Ellos organizan los pimentones en bolsitas de a dos o tres y los venden más baratos que en las verdulerías de los bolivianos. La semana pasada les compraste unos pimentones y quedaste satisfecho, pero hoy te llaman la atención son los chócolos. Extrañas los chócolos, tan comunes en tu tierra. Desde que estás en Buenos Aires, solamente una vez compraste chócolos y salieron tan secos, duros, insípidos, que decidiste nunca más comprar, pero en días pasados leíste un cuento donde unos niños se comían unos chócolos y quedaste tan antojado que no puedes evitar pararte, salir de tu puesto y preguntar el precio. Te lo dicen y hasta te ofrecen una promoción. La verdad, ni siquiera sabes si están caros o baratos, sabes que los chócolos están grandes, y suaves al tacto, tal como los de tu tierra, y en una acción llena de ilusión y nostalgia compras la promoción. No es gran cosa, al fin y al cabo son para ti y tu novia, dos chócolos para cada uno, y dos pimentones. Los guardas en una bolsa, les haces un nudo y entras a tu puesto, donde sigues cambiando las bolsas deterioradas y sucias de los libros usados que vendes. Pasan las horas, acompañadas por las voces familiares de los periodistas de la radio, por el sonido de la bolsa vieja que se rompe y la nueva que se desliza suavemente, y el murmullo constante del aire acondicionado. El calor arrecia afuera. Después de las tres de la tarde es el cambio de turno. Antes de salir, coordinas algunas tareas de los próximos días con tu jefe, te pones la gorra y amarras la bolsa de los chócolos y los pimentones a tu pequeño bolsito en forma de carriel, que te tercias, orgulloso, satisfecho. Seguramente tu novia se va a alegrar cuando le muestres los chócolos grandes y suaves que compraste. A ella siempre le causa mucha alegría encontrar productos que le evoquen su tierra.

Mientras quitas la cadena que protege a tu bicicleta contra el posible trabajo de un ladrón, uno de los jóvenes de los puestos vecinos te pregunta qué vas a hacer con esos choclos (porque en Buenos Aires son “choclos” y no “chócolos”, como los llamas tú). Le dices que todavía no sabes, que pueden ser muchas cosas, pero solo le dices que tal vez unas arepas de chócolo, o un sancocho, o simplemente chócolo asado. Te despides entre bromas, pedaleando despacio y buscando la sombra para no recalentarte demasiado. Varias cuadras más adelante, rumbo a tu casa, cuando llegas al parque Centenario te encuentras con el empedrado de la calle, que te hace vibrar sobre todo las manos y la nalga. Ya estás sudando copiosamente y te sientes un poco torpe por el calor. Los chócolos amarrados te pesan bastante y constantemente has tenido que corregir la posición del bolsito para que no te estorbe el libre movimiento de tus piernas que, lentamente, gracias al movimiento circular uniforme, te llevan a la casa, donde hay sombra y ventilador. Cuando estás apunto de abandonar el tramo de piedras para entrar al pavimento, el bolsito se vuelve a desbalancear y choca contra tu pierna izquierda. Al tirarlo hacia atrás con tu mano izquierda no puedes evitar que tu mano derecha seda un poco en el control de la dirección del manubrio y la bicicleta se corre un poco hacia la izquierda. En ese momento un automóvil pasa raudo, (imprudente, piensas) a unos pocos centímetros de la llanta delantera de la bicicleta. Por poco escapaste de que te atropellaran. Es entonces cuando tu mente, siempre juguetona, te hace pensar qué hubiera pasado si te atropellara el auto. Imaginas la caída, la bolsita de los chócolos arrastrándose contra las piedras a la par que tu ropa, tu carne, tus huesos, tu cerebro. Por un segundo te imaginas muerto, tirado allí, la bolsita de los chócolos rota y los chócolos desparramados en el empedrado del parque Centenario, mientras tú yaces sangrante a unos pocos metros, enredado en la bicicleta. Imaginas a los carros que pasan y, curiosos, disminuyen la velocidad para ver el accidente, el muerto, la sangre, los chócolos… es entonces cuando recuerdas la escena de los aguacates, allá en tu tierra natal: tu padre manejando y tú en el puesto del copiloto. Hay un accidente. Los guardas de tránsito inhabilitan un carril y todos los autos, incluido en el que vas tú, tienen que pasar lentamente justo al lado del siniestro. Mientras se acercan te palpita el corazón. Por morbo miras con avidez… y ves los aguacates esparcidos varios metros. El centro de la atención de los guardas de tránsito, los policías y los curiosos es un hombre inmóvil debajo de una moto, pero tú te quedas mirando los aguacates, quietos, como carentes de propósito, como un grito callado, y entras en un estado de ánimo melancólico, y sientes una tristeza profunda e inexplicable por ese hombre que murió casi al amanecer, llevando mercancía, seguramente trabajando para sostener a su familia. Imaginas que alguien ese día se va a quedar esperando a esos aguacates y a ese hombre. Es entonces cuando sabes, sin lugar a dudas (porque así te lo dicta tu experiencia), que si ese automóvil te hubiera atropellado y te hubiera matado, alguien habría quedado profundamente conmovido al ver esos cuatro chócolos desparramados en la calle empedrada, imaginando tal vez a la novia para quien estaban destinados y que, posiblemente, no sabe aún que su novio ha muerto por llevarle unos chócolos que le evocaran el sabor de la tierra lejana y la hicieran, aunque solo fuera por un momento, un poco más feliz.

Bs As Enero 29 de 2010  (Sensación térmica 38,2 Cº)

martes, 26 de enero de 2010

Debajo del árbol de pomas


Ahí, debajo del árbol de pomas, te sientes como un figurín más, insertado por una voluntad desconocida y poderosa dentro del tejido denso y gigantesco de la selva, donde el verde, el negro y el marrón se mezclan en tan diversos tonos y matices que crean la sensación de una policromía pasmosa y desconcertante, que tiene poco de real pues sólo por aquí y por allá aparece el rojo de una flor, el amarillo de un fruto o una mariposa, el azul de algún pájaro.

Tu ojo está más atento de lo usual pues te han dicho con fuerte voz de mando que el enemigo está cerca. Cualquier movimiento en las ramas de los árboles y hasta el menor chasquido en la hojarasca que tapiza el suelo te hacen levantar tu arma cargada y sin seguro, y apuntar. Pero no llegas a disparar porque al final siempre ves al pájaro o al roedor, o las cosas movidas por el viento, y tu dedo se relaja. Además, sabes que Giraldo está por regresar. Estaba ahí contigo hace algunos minutos, fumando, a sabiendas de que es peligroso. Pronto aparecerá por entre los matorrales. Fumar siempre le da ganas de cagar. Sonríes, pensando en sus ocasionales estreñimientos y te tranquilizas pensando que eso explica su tardanza. Recuestas tu espalda contra el tronco liso del árbol de pomas y te sientes muy cansado. Piensas en las largas y copiosas horas que llevas apostado allí, vigilando que el acechante enemigo no se acerque al campamento donde están tus compañeros y tus superiores.

Varias ardillas alborotan en la copa del árbol de pomas, persiguiéndose a velocidades asombrosas, y con sus movimientos hacen que se precipiten a tierra algunos frutos maduros (amarillos con pequeñas zonas rosas) que producen un agradable chasquido al chocar contra el suelo, como una acolchada explosión en miniatura. Es un sonido que conoces bien, desde que eras niño y subías a los árboles de pomas del vecindario a llenar bolsas con tus amigos y a atiborrar tu pansa de golosinas gratis. Tu boca pastosa, atizada por tus recuerdos infantiles y agobiada por la sed, te pide con un grito silencioso que des dos pasos, te agaches, y recojas alguno de los varios frutos que cayeron y que, redondos, prometen su jugosa recompensa. Pero piensas que no debes hacerlo, tienes que estar pendiente de cualquier movimiento que pueda indicar la presencia del enemigo. Miras las pomas y piensas que no es tan grave, a lo sumo unos diez segundos, después de los cuales estarás en guardia nuevamente, y por cosas que no te alcanzas a explicar, recuerdas los sermones del cura del barrio, que hablaba del libre albedrío, aquel don que Midios había entregado a la humanidad y que la diferenciaba de todos los otros animales; te acuerdas también de la historia del desierto en la que El Maligno tentó al Señor pero no pudo vencerlo. Porque el Hijo de Dios tenía sed -y seguramente la boca pastosa (¿o tal vez no?)-, pero no desfalleció y venció todas las tentaciones. Te preguntas por qué es malo tener sed y solo se te ocurre que la sed constituye una debilidad.

Las ardillas continúan correteándose en lo alto del árbol de pomas, y en ocasiones saltan a los otros árboles. Tu mirada se alterna entre la selva circundante y las pomas amarillas que se te ofrecen desde el suelo. Aunque lo habías notado casi desde que llegaste allí, sólo ahora le prestas atención al olor que hay debajo de este árbol, a fruta dulce, madura, porque junto con las amarillas y limpias recién caídas, hay otras pomas ya más desgastadas, un poco más marrones que, aún en descomposición, perfuman el aire con un agradable olor que te evoca un sentimiento impreciso de niñez. Ya vencido decides agacharte a recoger un par y cuando das dos pasos, el sonido de una rama que se quiebra te sobresalta. Viene de un lugar al frente tuyo. Levantas tu arma, el dedo en el gatillo. Tu corazón se acelera: esa no es la dirección por la que debe retornar Giraldo después de cumplida su misión escatológica… y eso sonó a animal grande, a humano, a enemigo. Cientos de imágenes desfilan frente a tus ojos, algunas que has visto, algunas que has creado pintadas con las palabras de las historias de otros. Degüellos, balazos, mutilaciones, cautividad, vejámenes… también medallas, no lo niegues.

Te agachas, sin dejar de apuntar, y cubres parte de tu cuerpo tras el árbol de pomas. Ahora sí que no puedes tomar una de las frutas del suelo. Sientes que tus pensamientos de hace un momento eran bastante extraños y preocupantes, como si fuera una prueba, una tentación de El Diablo, que intenta perderte y entregarte descuidado al enemigo. Te preguntas dónde está Giraldo y piensas que corre grave peligro, por ahí, con los pantalones abajo, con su culo blanco alumbrando entre la manigua sin las ventajas del uniforme camuflado, que imita el tejido de verdes, negros y marrones de la selva. Te perturbas a ti mismo un poco más, imaginando las inconcebibles cosas malas que le pueden pasar a Giraldo si lo encuentra el enemigo. Tratas de mantener la calma, aunque la punta de tu fusil empieza a temblar un poco. Un nuevo crujido de madera, pero más suave. Una silueta difusa se mueve adelante, abriéndose paso entre arbustos y lianas en actitud acechante, alerta. Distingues el fusil. El corazón te golpea en las sienes y te agobia su estruendo. De pronto, cuando estás apunto de accionar el gatillo y de disparar tu proyectil mortal cargado de miedo, reconoces algo en el andar de la figura, cierta postura familiar… es Giraldo, que viene avanzando hacia ti con cautela. Cuando se acerca, en su mueca preocupada puedes leer que está apenado por no haber sido discreto al caminar en un lugar tan peligroso. Te relajas, te agachas, agarras una poma, y mientras la muerdes y sientes su sabor dulce y la sensación refrescante que invade tu boca pastosa, no puedes evitar pensar que esa mariguana de Giraldo es muy fuerte y siempre te pone paranoico.

Bs As, Enero 25 de 2010.



miércoles, 20 de enero de 2010

Tus pies



Pensaste en un caballo que, cuando se le paran encima las moscas, los mosquitos o los tábanos, intenta espantarlos sacudiendo su piel con ese extraño movimiento de cuero tan característico, para el que no tiene que mover necesariamente las patas o los músculos principales del cuello. Pero a medida que los movimientos telúricos bajo tus pies fueron aumentando su intensidad, no pudiste evitar imaginar un perro cuando se seca después de una inmersión en el río, el mar, o de un simple baño con manguera, que se va sacudiendo con fuerza desde el hocico hasta el último músculo de su cola, arrojando a la distancia las gotas de agua que empapan sus pelos. No pensaste en correr, a pesar de los gritos que se escuchaban venir desde los cuatro cuadrantes. Y no lo pensaste porque tras las imágenes de los animales, vinieron otras, que te dejaron como clavado en aquel cuartucho de vigas de palo, paredes de madera y techo de lata. Eran imágenes antiguas, de origen impreciso en tu memoria pero que, sabías, eran recuerdos; aunque acéptalo de una vez, eran recuerdos que no pertenecían a tu vida y más bien tenías la impresión de que corrían por tu sangre antigua, más antigua que todas las sangres. Eran los recuerdos de tus pies ancestrales que guardaban la información de miles de sismos y terremotos y que ahora, mientras se tambaleaba vertiginosamente tu precario refugio, te abrumaban con imágenes de otros tiempos, algunos más remotos que otros, pero todos idos ya. Viste desmoronarse cuevas, bosques, ciudades enteras; viste surgir en el suelo grietas oscuras e infinitas que no te atrevías a examinar con detenimiento y hasta llegaste a caer en una de ellas. Cuando pensaste que ibas a morir de sed, precipitado en un abismo sin fondo, abriste los ojos, como despertando por el estruendo que producía tu cuchitril al desplomarse, cediendo al empuje de la tierra que quería deshacerse de él. Todo se te vino encima: maderas, palos y latas. Agitado pero sin pánico, te diste cuenta de que estabas atrapado por lo que alguna vez construiste para que te protegiera de la lluvia, el sol y el frío. El polvo te impedía respirar a gusto. Tu brazo izquierdo, atrapado por lo que hacía pocos segundos era la viga de tu precario hogar, no te dejaba mover. Al fin, empujando con tu mano derecha con una fuerza que nunca hubieras imaginado que reposara en tu cuerpo endeble, lograste liberarla, amoratada, sangrante, los huesos rotos, y con desespero, con tu única mano útil y ayudándote a veces con pies y piernas, empezaste a remover maderas, latas y palos hasta que saliste de entre los escombros, y te encontraste bajo un sol recalcitrante que se veía borroso por en medio de una nube de polvo que parecía sin principio ni final. En las estrechas calles de tierra viste algunas pocas personas, seguramente las que alcanzaron a salir de sus casas, y todas ellas estaban gritando desesperadas frente a lo que había sido su vivienda o la de algún pariente y que ahora solo era un montón de escombros arrumados en un desorden que parecía una escritura concebida con una lógica inhumana. Quisiste ayudar a los desesperados, pero nuevamente la tierra se estremeció y volviste a ver tus pies antiguos, corriendo desesperados para salvar su vida en tierras ignotas y tiempos olvidados.

Despertaste por el dolor en tu brazo. La nube de polvo se había ya desvanecido y el sol del medio día te hacía arder las heridas. Estabas tendido en el suelo, a pocos pasos de tu pequeña casa derrumbada. La gente corría a tu alrededor, casi pasándote por encima. Nadie te miraba. Muchos otros cuerpos en el suelo te hicieron darte cuenta de que ya te habían dado por muerto, como a tantos. Estabas cansado, pero no por eso te rendiste y, con un esfuerzo inaudito, te levantaste lentamente y comenzaste a caminar, tambaleándote, buscando entre los escombros el camino al hospital; allá, pensaste, te iban a ayudar. Cuando llegaste y viste el hospital derrumbado, en ruinas, rodeado por cuerpos sin vida, sentiste que las fuerzas te abandonaban y te dejaste caer de rodillas sobre el polvo de la calle, mirando a todos lados, sintiéndote observado por los centenares de muertos que yacían en el suelo con expresiones de desesperación y dolor. Lloraste, sí, lloraste, pero no por el dolor de tus heridas sino porque sentiste que ya la esperanza te había abandonado, pero la vida seguía ahí, impertinente, impidiéndote descansar, retornar a tus Orichas, reencontrar a tus ancestros. Lloraste largo rato entre tus hermanos muertos y al fin decidiste levantarte, buscar ayuda o, por lo menos, consuelo. De pronto se sintieron de nuevo los movimientos de la tierra que, definitivamente, se quería deshacer de los moscardones que la atosigaban y tus pies antiguos, de palmas claras, te llevaron a insospechados parajes y corrieron por su vida. No te diste cuenta cuando el poste de la luz se desplomó y cayó sobre tu cráneo, pues tus pies te llevaban por un camino al final del cual viste a tu madre, muerta hace muchos años, que te llamaba con sus brazos abiertos. Feliz, te abrazaste a ella, sonriendo. Desde el otro lado del umbral, varios días después, viste a los cascos azules que se estremecían mientras depositaban tu cuerpo inerte junto con otros en una fosa que sería su último lugar de reposo. Se estremecían porque no comprendían tu sonrisa.

Bs As Enero 20 de 2010

martes, 12 de enero de 2010

En el Museo de Bellas Artes


El museo era bastante grande. Tu curiosidad había sido azuzada por numerosos comentarios que alababan la colección del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Te dijeron que había un Rembrant, un Van Gogh, varias obras de Goya, algo de Gauguin, Chirico, Cézanne, Renoir, Rivera, entre otros muchos que te mencionaron pero que cuando fuiste ya habías olvidado. Antes de entrar, eso sí lo recuerdas, estabas emocionado, querías tener frente a ti todas esas obras famosas, mirarlas detenidamente, jugar a hacer el papel de curador inexperto y tratar de explicarte a ti mismo porqué se les otorgaba tanto valor; es necesario reconocer que casi siempre te ha parecido feo, decadente, lo que los críticos más valoran del llamado arte contemporáneo  y llevabas la idea de que teniendo las obras de pintores tan famosos en frente tuyo tal vez estas iban a irrumpir con tal fuerza sobre tu percepción que no ibas a tener más remedio que reconocer lo que otros vieron y decir “sí, son excepcionales, impresionantes, muestran lo que vive dentro de nosotros, desnudan los arcanos del inconsciente humano”. Cuando llegaste, le preguntaste a uno de los hombres de la vigilancia sobre la distribución del museo, y él te informó que tenía dos pisos: arriba, en el primer piso, estaba la colección de arte argentino; en la planta baja, el arte europeo. Tal vez por tus propios prejuicios, decidiste ir progresivamente, de “menor a mayor”, de “peor a mejor” y subiste al primer piso, donde descubriste que además había un orden cronológico. Siguiendo lo que supusiste era una continuación de la lógica que te había hecho subir, caminaste rumbo a la pequeña sala oscura, casi macabra, donde descansaban algunas piezas del llamado arte precolombino, piezas de piedra, cerámica o tela que siempre te han parecido incluso más incomprensibles que las obras del arte “nuevo”. Atravesaste dos puertas de vidrio que cedieron tras tu empuje y llegaste a dicho salón. Una ambientación sonora que semejaba sonidos primitivos reforzaba lo tétrico de la sala. Caminaste lentamente, entre los sonidos profundos, parecidos a aullidos, que lanzaban al ambiente los pequeños parlantes situados en las esquinas. Miraste primero las pequeñas esculturas de la entrada. El hombre que se masturbaba con su mano derecha mientras con su mano izquierda parecía sostenerse la barbilla te hizo sonreír. Algunas otras figuras zoomorfas y antropomorfas llamaron tu atención pero no les diste demasiada importancia. Tampoco se la diste a los tejidos de algodón, cuidadosamente elaborados con figuras geométricas poco convencionales. Pensaste que en un museo porteño esta sala no constituía más que una formalidad pues es bien conocido el afán de los argentinos de Buenos Aires de borrar toda huella que las culturas indígenas y negras puedan dejar dentro de su seno; afán nunca satisfecho, que a algunos, no demasiados, les causa vergüenza, mientras que para otros, constituye la piedra angular de su idiosincrasia semi-europea. No dejaste de notar que las piezas pertenecían al noroeste argentino, a la región de los Andes, y tenían una datación tan imprecisa que no decía mucho.

De pronto viste el árbol, al que le colgaban figuras de pájaros y semillas y en el que se podía ver la representación de un hombre pajaroide… y algo extraño ocurrió dentro de ti. Por un momento cerraste los ojos y la palabra “Tahuantinsuyu” resonó varias veces dentro de tu cabeza y te transportaste a una región lejana en el tiempo y el espacio, y viste, como en una película (no, de una manera mucho más vívida que en una película), una visión sobrecogedora. Viste tus manos arrugadas y de uñas largas, de vieja india, tu manta de algodón desgastada por el uso, la tierra seca, parda, estéril, y una fosa… y viste ese mismo árbol que, sabías, lo había elaborado el viejo que descansaba, sin vida, o mejor, con la vida de los muertos, en lo profundo de esa fosa y al que ahora estabas dando sepultura en medio de la soledad más pasmosa. Pusiste el árbol dentro de la fosa, al lado del cuerpo inerte del viejo, pensando que el secreto quedaría bien guardado, que nadie, excepto tú, podría saber jamás la verdad aterradora que se ocultaba bajo esas formas más o menos simples que representaban una alegoría aterradora de la condición del hombre en la tierra. Abriste los ojos, de nuevo en el museo y supiste que lo que pensaste hace cientos de años había sido un error: ahí estaba el árbol, a la vista de todos, con todo su poderío evocador, dispuesto a asaltar a los desprevenidos turistas y curiosos con sus verdades misteriosas. Entre horrorizado y preocupado saliste despavorido del museo, pensando que lo único que no hacía tan grave el asunto era el hecho de que muchos ojos están cerrados así parezcan abiertos. Juraste no volver a poner un pie en ese lugar, aunque nunca fueras a ver el Rembrant, ni el Van Gogh, ni las varias obras de Goya y los otros artistas renombrados.

Bs As Enero 8 y 12 de 2010.