jueves, 25 de febrero de 2010

Como una semilla de maíz



El tiempo viene cabalgando a una velocidad vertiginosa hasta que el machete, en lo alto, refleja la luz del sol y te obliga a parpadear; entonces detiene el tiempo su carrera y se hace lento, parsimonioso, (“compasivo”, piensas), y cuando abres los ojos te da la oportunidad de meter la eternidad en un instante. No ves el pasto, ni las botas, ni los dientes de león con sus pequeñas y lindas flores amarillas asediadas por abejas negras; no… sino que ves tu vida entera desfilar ante tus ojos, sin afán, como si quisiera que no se te escapara ningún detalle: el sonido de la lluvia, el olor de la niebla, la sensación del sol en la piel; tu madre, tu padre (incluso el día en que se marchó entre gritos y maldiciones), tu maestra y tus compañeros en los tres años que estudiaste la primaria; te ves trabajando en los cultivos de caña de tu abuelo, en el cacaotal de los Gutiérrez, arriando las vacas de Tulio, tu primo mayor; vives nuevamente las ansias de que el tiempo pase rápido mientras los primeros vellos púbicos salen a la superficie anunciando tu hombría. Ves con nitidez a Andrea que, con su piel suave como una fruta fresca y esos pequeños pezones infantiles que nunca estaban aprisionados, como botones de rosa, te hizo desear por primera vez a una  mujer. Recuerdas a Lina, su mirada turbia, hermosa e incitante; y revives a  Claudia, sientes nuevamente el amor de alguna vez, antes de que te engañara, te dejara y se enredara con el soldado que meses después la dejó preñada, sin consuelo y sin ganas de vivir. Te vuelves a emborrachar en ese diciembre lejano, con la camisa abierta que deja ver los vellos ya vigorosos de tu pecho, y bailas frenético en las fiestas del pueblo, con el desespero del que ha cumplido una dura jornada partiéndose la espalda bajo un sol abrazador y quiere su desquite. Y en medio de tu borrachera ves por primera vez, nuevamente, a Jésica, a tu Jésica, la del otro pueblo que venía en las semanas santas a los eventos deportivos, y se te vuelve a bajar, como en ese día, la borrachera; te acercas a ella, le hablas, la invitas a comer con la plata de tu jornal, y no tomas más esa noche porque ya no tienes con qué comprar más trago. Eres feliz de nuevo: un buen novio, un buen hijo, un buen yerno, un buen esposo, un buen jornalero, y nunca dejas de buscar la manera de llevar todo a la casa, a donde tu mujer, a donde tu hijo, que no tardó en nacer. Por eso no te falta la comida, el abrigo y la cama que, aunque a veces es caliente y a veces solamente dura, siempre está allí para descansar de las arduas jornadas. Pero entonces los tiempos cambian, o tú cambias, o los dos… y te cansas: armas tu cultivo en las pocas hectáreas de tu madre, y aprendes a procesarla sin importar qué piensa la gente del esposo de la maestra. Destrozas tus manos pelando las ramas de la planta que alguna vez fue mucho más que un vicio vano de otras gentes que nunca fuiste tú. Es entonces cuando llega la abundancia: tu madre tiene un gran televisor; tu Jésica, a pesar de sus reproches, tiene libros, cuadernos, toda clase de lápices de colores, maquillaje, un gran espejo y un equipo de sonido que enciende todos los días al atardecer y cuya música la hace bailar de alegría mientras hace la comida, o le ayuda con la tarea al hijo o, simplemente, mira la puesta del sol entre  las brumas de las montañas distantes. Como en esos días, sabes que la abundancia no llega sola… y así es: no tardan en aparecer los hombres de uniforme que desde siempre conoces, pero esta vez, a diferencia de tiempos más felices, vienen buscándote a ti: quieren su tajada; y revives esos momentos de resignación y amargura cuando ya no eres dueño de tu cultivo sino un simple jornalero de ellos, como lo habías sido de Tulio, tu primo, de los González, de tu abuelo, o de los muchos patrones que tuviste, con la diferencia de que ahora no se trata de plata, no, ahora se trata de tu vida, de la de tu mujer, de la de tu madre, ¡de la de tu hijo! Tienes que vivir de nuevo, por desgracia, los días de los rumores, de los cuchicheos, de la desconfianza, de las miradas furtivas: vienen, se acercan, inexorablemente, otros uniformados, y a su paso vienen dejando charcos, ríos, lagunas, mares de sangre y huesos, y no hay forma de escapar de ellos. ¡Hasta hoy! el último día de tu eternidad, tu último instante.

Dejas de recordar y ves (más allá de las pequeñas y lindas flores de los dientes de león asediadas por abejas negras) que tu hijo está escondido entre los matorrales, con los ojos bien abiertos por el espanto, viendo cómo un joven de bigote incipiente intenta en vano con un machete separar de tus hombros tu cabeza, cumpliendo, por voluntad de los que ríen mientras le mandan palabras de aliento, un rito iniciático que, piensas, no alcanza a comprender. Entonces intentas gritar, fijos tus ojos en los de tu hijo, pero la sangre ahoga ese último grito. De pronto te tranquilizas: “la vida vive gracias a la muerte”. Tu cabeza, sola, baja por la ladera de la montaña que tus pies hoyaron desde la más tierna infancia. Tu cabeza, como una semilla de maíz. Tu hijo, entre los matorrales, guarda el más absoluto silencio aunque sus ojos gritan de dolor.

Bs As, Febrero 23 y 25 de 2010