jueves, 8 de octubre de 2009

La tejedora

Desde anoche estoy aquí, en este rincón oscuro de esta casa enorme, hilando delicadamente, tejiendo con paciencia, intentando dar forma a esa estructura mágica que aparece como una imagen apremiante en mi cabeza. He tejido desde que soy muy pequeña, unas veces por placer, otras por necesidad, y considero que mis trabajos son obras de arte, porque en ellos pongo toda mi energía. El arte de tejer lo aprendí sola y en soledad. Yo creo que no conocí a mi madre, pero si la conocí, debí haber estado muy pequeña, porque no guardo ni un solo recuerdo de ella. De todos modos creo que no la he necesitado porque desde muy chica me he ganado la subsistencia.

Yo ya tengo mi método. Al principio lo hacía un poco a ciegas, tejiendo compulsivamente y esperando que lo que compusiera quedara bien. Y aunque algunas de esas piezas quedaron hermosas, una tiene que ser realista, tiene que adaptarse a las circunstancias, al cliente; y eso es una de las cosas más difíciles, porque hay muchos tipos de clientes, y algunos lo que necesitan son grandes piezas de tejidos separados, con pocas figuras y retoques, y a otros lo que les sirve son pequeñas piezas abigarradas de tejidos coloridos, con mil formas laberínticas. De eso depende gran parte de la supervivencia de una tejedora: ser versátil y adaptarse al vaivén de las temporadas. Anticiparse a los clientes que empiezan a aparecer y siempre tener material de su interés para recibirlos, para atraerlos, y que ese material les sugiera cosas que están en sus propios pensamientos. Que los colores y las formas los obnubilen, los hipnoticen y no tengan más opción que pagar por ello. Ahí va el segundo paso de mi método: una vez imagino cuál es el cliente que quiero atraer, le pido a alguna parte de mí que me muestre un tejido para atraer a ese tipo de cliente. Y algo en mí me responde y me da una imagen, a la que me apego lo más fielmente que puedo y ejecuto una pieza tejida. Después la exhibo y espero (que es el tercer paso: esperar). La verdad, no siempre aparecen los clientes y hasta he llegado a pasar hambre, sobre todo al principio, cuando era más joven. Cuando van varios días y todavía no consigo clientes para mi pieza, hago otra, pensando en otro tipo de cliente y sigo esperando… al final casi siempre aparecen. Y ahí es el cuarto paso del método: no se puede dejar escapar a un cliente, hay que acecharlo, ser agresivo, volcarse sobre él y recurrir a todos los trucos y artimañas posibles para que de hecho se vuelva un cliente. Yo soy buena en lo que hago.

Lo que estoy haciendo desde anoche me tiene absorta. Pocas veces he tejido algo como esto. Ni siquiera me he preocupado con los que transitan a mi alrededor, en esta casa grande, populosa y llena de algarabía. Yo, desde las sombras, ni los he mirado, con miedo de perder esa imagen hermosa que alguna parte de mí le envió a otra parte de mí, y que quiero plasmar fielmente, con amor, con elegancia. Es una pieza especial porque se dirige a un cliente especial. Es colorida pero sobria, delicada y a la vez implacable, tiene algunas hermosas figuras sublimes pero sin afectación ni ostentación.

Hace rato salió el sol y yo no he parado de tejer. Incluso cada vez estoy más emocionada, porque con la poca luz que llega a este oscuro y recóndito rincón, se ve en mi pieza cómo los colores se entrecruzan aquí y allá, cómo forman las figuras, como tejen el marco.

Imagino la reacción de mi cliente al ver mi obra: primero la mirará de lejos y sentirá que es bonita, por lo que se irá acercando, curioso, y cuando esté lo suficientemente cerca sabrá que los colores y figuras que se combinan en mi obra son un dibujo de su propio pensamiento, una estructura que le habla de sí mismo, que le muestra sus propios misterios y que le contesta todas sus preguntas, incluso aquellas sobre su propio destino. Es entonces cuando cometerá la imprudencia de dejarse seducir, y yo me volcaré sobre él, enredándolo, convenciéndolo de que vale la pena, de que no tiene otra opción más que pagar el precio, y sé que lo hará. Porque por esta obra, inevitablemente, alguno lo hará, alguno pagará el precio.



Viene mi cliente. Escucho su murmullo particular, el zumbido monótono que es incapaz de dejar de producir y que lo anuncia mucho antes de que llegue. Se acerca. Está mirando mi pieza pero aún no me ve a mí. Sin cautela, atraído por los brillos tornasolados de los hilos que tejí con esmero y delicadeza, toca mi pieza, que se estremece a su contacto. Entonces salto yo sobre él, lo envuelvo con mis hilos y lo muerdo, mirando a sus ojos. Es en este momento donde mi performance descorre los velos del misterio y mi cliente sabe entonces que su destino estaba insolublemente ligado a mí, que él tenía que caer y pagar el más alto de los precios, para que yo, la tejedora paciente, la de las ocho patas, viva un poco más y perfeccione mi arte.

Bs As Octubre 8 de 2009


martes, 6 de octubre de 2009

Dárrell o la sombra del palo

Dárrell era impotente. O bueno, creo que esto no es propiamente verdad, lo que le pasó a Dárrell fue que su potencia quedó sepultada, casi inaccesible, como él mismo me lo dijo, desde hacía mucho tiempo. Él se desempeñó como enfermero desde los 22 años, y cuando comenzó a hacerlo, ciertamente no sufría ese flagelo de ver su miembro flácido ante la mirada desconsolada, ansiosa, hambrienta, de una mujer. Al principio, a él, enfermero rural joven, carismático, amable, con mirada soñadora y manos delicadas, no le faltaban mujeres que lo quisieran llevar a su lecho, requerimientos a los que él respondía sin vacilación y hasta con generosidad, sin importarle mucho el hecho de que las mujeres fueran feas o bonitas, gordas o flacas, pobres o ricas, blancas, negras, mulatas o mestizas. Así fue como recorrió lechos de todas las categorías: desde catres viejos y desvencijados, que producían chirridos agudos al vaivén del coito, infestados de pulgas y chinches, hasta camas amplias y abollonadas, con sábanas suaves, limpias y blancas, de las que se desprendían olores delicados.

Por ser un enfermero rural despierto, inteligente y comprometido con su labor, y por vivir en un país conflictivo y violento, Dárrell siempre tuvo mucho trabajo. Su buen desempeño, casi siempre reconocido por médicos y colegas, lo hizo acreedor de numerosos traslados. Por esto, Dárrell se convirtió en un semi-nómade, pues lo trasladaban de un pueblo a otro al cabo de algunos meses de prestar sus servicios: siempre había algún lugar en el que se necesitasen más enfermeros y personal de salud, ya que el número de heridos y enfermos que necesitaban de atención crecía ya en un pueblo, ya en otro, bajo el influjo de las fuerzas políticas y el encarnizamiento momentáneo de la guerra interna en determinados sectores. A Dárrell esto no lo molestaba, la verdad, según él me dijo, le gustaba no echar raíces en ningún lugar. Además, el joven Dárrell, aficionado a las mujeres, casi un adicto, veía en esto la posibilidad de conocer nuevas caras, nuevos senos, nuevas vaginas, nuevas posiciones y maneras de tener sexo. Durante unos nueve o diez años, solo las mujeres y los pueblos cambiaron, Dárrell, no.
Un día cualquiera, en un pueblo cualquiera perdido entre las montañas selváticas, en el puesto de salud se recibió una llamada: era un maestro de escuela que trabajaba en una de las veredas más retiradas del municipio, quien decía que una mujer que tenía fama de loca entre la comunidad de campesinos, estaba dando a luz con gran dificultad; que ya algunos de los vecinos cercanos a la escuela, tras el aviso que había llevado un niño, habían partido en mulas y caballos rumbo a su casa, que quedaba aislada en la cima de un cerro, para traerla hasta la escuela, a donde, recorriendo una carretera tortuosa y enfangada, podía llegar la ambulancia del centro de salud para trasladarla al hospital del pueblo, en el cual, ellos esperaban, podrían salvar su vida y tal vez la de la criatura. A Dárrell le gustaba acompañar al conductor de la ambulancia, tanto porque esto le daba la oportunidad de dar un paseo y conocer el territorio, como porque sus conocimientos podrían ser de ayuda (y en más de una ocasión había ayudado a salvar la vida de las personas en peligro de muerte). Ese día, con presteza, salieron en la ambulancia él y el conductor, que conducía con arrojo y a la vez con precaución por la carretera de tierra roja y resbalosa, sorteando precipicios, huecos y pantaneros. Tardaron algo más de hora y media para llegar a la escuela. Cuando llegaron, vieron a un tumulto de personas que miraban entre horrorizadas y tristes algo que ellos no veían, pero pronto, cuando se acercaron, pudieron saber a qué se debían esas expresiones que para nada auguraban un final feliz: en el suelo, acostada en una camilla improvisada con palos y fibras vegetales, estaba una mujer de rasgos aindiados, con los ojos abiertos y entornados. En su falda, los colores vivos habían sido reemplazados por un granate oscuro. La mujer parecía muerta, pero cuando Dárrell se agachó para tomarle el pulso, se dio cuenta de que tenía pulso y respiraba levemente, de manera casi imperceptible. Con ayuda de algunos campesinos, la subieron a la camilla que ellos traían y la montaron en la ambulancia. Cerraron la puerta. Algo en el rostro de la mujer comenzó a poner nervioso a Dárrell. Le levantó la falda para ver qué pasaba: la cabeza grande y ensangrentada de un infante se asomaba por los labios dilatados de una vagina que había sido cortada, como intentando dar espacio a la criatura para que naciese. Dárrell le gritó al conductor:
- ¡Esta loca se cortó! ¡o la cortaron!
La mujer, en un murmullo que él casi no escucha, dijo:
- Yo me corté, yo me corté, el niño no quería salir, y me dolía tanto su cabecita entre mis piernas, que deseé la panocha de una vaca. Me corté pa´ que saliera, pero él no quiere, debe tener miedo.
La mujer murió en el camino, pese a que el conductor los llevó al pueblo en casi la mitad del tiempo que les había tomado el viaje de ida. La criatura había muerto hacía mucho rato. Y aunque aún no lo sabía, algo en Dárrell también había muerto o por lo menos, estaba en agonía.

Dos o tres días después, un sábado de feria, Dárrell estaba tomando aguardiente con uno de los dos médicos del hospital del pueblo, en una cantina lúgubre de la plaza, en medio de una multitud de borrachos que gritaban y bailaban con unas pocas putas al son de rancheras y corridos. No conversaban porque la música estaba a un volumen tan fuerte que tenían que gritarse. Había sido un día difícil (como todos los sábados de feria) porque habían tenido que trabajar en el puesto de salud desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, casi sin descanso. Miraban la algarabía del pueblo alborotado por la fiesta y, ambos solteros, atisbaban alguna hembrita sola y con ganas de compañía. De pronto, al otro lado de la plaza, Dárrell vio a una de sus “amiguitas”, que miraba a todos lados, entraba a las cantinas y salía un minuto después, como buscando a alguien. Se paró de la silla, entregó un billete a su compañero de tragos para pagar la cuenta y se fue a buscarla. Aparentemente, la mujer esa lo estaba buscando a él, pues no tardó en llevarla a la casa que desde que había llegado al pueblo, cuatro meses atrás, estaba alquilando. Esa noche, como decía él con amargura, empezó la historia de sus desgracias, que contaré lo más fielmente que mi memoria lo permita tal y como él me la refirió.

Cuando estuvieron adentro de la casa, con la puerta cerrada y lejos de miradas indiscretas, en medio de besos bruscos y apasionados, se empezaron a desvestir, torpemente, con frenesí. Dárrell contaba que él en ese momento tenía la verga dura, “como pa’ partir panela”. Una vez desnudos, con un ligero empujón, él tiró a la hembra sobre la cama, y ella se dejó caer con una sonrisa y un gritico de sorpresa. Entonces Dárrell la miró un momento, detenidamente, para deleitarse con ese cuerpo desnudo que la luz blanca, encendida, dibujaba sobre las sábanas. La mujer era una mestiza, de cara redonda y carnes firmes. Fue en ese momento cuando le aconteció lo que nunca le había sucedido a él, acostumbrado a escenas horripilantes por su trabajo (mutilaciones, heridas, llagas, pústulas): recordó a la parturienta que había muerto en sus brazos, en la ambulancia, apenas unos días atrás. Algo en el rostro de la muchacha le recordaba a esa loca que con un cuchillo o un machete había intentado agrandar su “panocha” para poder dar a luz. Miró entre las piernas de la muchacha y en vez de ver el sexo rosado y húmedo que se le ofrecía, vio (como una alucinación) una vagina de labios dilatados, con una cabeza de infante ensangrentada a medio salir. Cerró los ojos, para alejar la visión y permaneció así por unos segundos. Cuando volvió a abrirlos, su miembro estaba flácido y en su ánimo no quedaba ni un solo resto de excitación. La muchacha lo miró extrañada, abriendo los ojos desmesuradamente y le preguntó qué le pasaba. Él no se sentía bien, no podía parar de pensar en lo que había visto y le dijo a la muchacha que se vistiera y se fuese, que estaba cansado porque había tenido un día difícil y que lo único que quería era dormir. La muchacha intentó devolverle la excitación masturbándose con las piernas bien abiertas, de modo que él viese todo lo que hacía, mirándolo de manera lasciva y emitiendo unos gemiditos quedos mientras movía su pelvis de arriba a abajo. Al fin, se convenció de que él no iba a responder a sus incitaciones y de mala gana, refunfuñando, se vistió. Entre risas resentidas y ofensivas, dijo como para sí mientras salía: “y yo que pensaba que era hombre. Ahorita lo tenía parado”. Dárrell intentó no darle importancia y se tendió, desnudo y flácido, sobre su cama.

Desde ese día, todos sus intentos por mantener su anterior vida sexual fueron fracasos. Después de su primer encuentro fallido, pensó que una impotencia ocasional era normal, algo que podía pasar, sino a todos los hombres, por lo menos a muchos; y sabía esto porque durante todos lo años en los que había ejercido su profesión había consolado a muchos hombres que, asustados por una repentina incapacidad de erección en el momento decisivo, acudían a él con preguntas atropelladas, temerosos de haber perdido para siempre su capacidad procreadora y viril. Y esos hombres, casi siempre, habían vuelto a él, días o semanas más tarde, con una sonrisa en el rostro, a darle la buena noticia de que “todo está funcionando, incluso mejor que antes”. Pero no fue su caso. Una tras otra, las mujeres que conquistaba se convirtieron en testigos de su incapacidad para elevar su verga al cielo como una plegaria al placer y a la fertilidad. Una tras otra, blancas, negras, mestizas, mulatas, ricas, pobres, feas y bonitas. La visión de la parturienta solo apareció en aquella primera ocasión; con las demás, fue simplemente una incapacidad. Algunas de esas mujeres lo llevaban a un paroxismo de excitación: lo besaban apasionadamente, lo acariciaban y se dejaban acariciar sin ningún tipo de pudor, algunas incluso se desnudaron en frente suyo y se masturbaron, hicieron lo posible y hasta lo inconcebible con sus manos y su boca para que aquel ser de cabeza roja se irguiera, tal y como quería su dueño, pero todo fue infructuoso. Todo. La flacidez, ante la angustia de Dárrell, había llegado para quedarse, y no podía confundirse con miedo a las mujeres, demasiada excitación o, simplemente, falta de ánimos. Dárrell empezó a pensar que sobre él, esa mujer aindiada y loca, que deseaba tener la “panocha de una vaca”, había expelido una maldición y con eso había matado su hombría.

Un día, por pura casualidad, aparecí yo, con mis ojos verdes, mis pecas, mi nariz un tanto puntiaguda, mi pelo negro y ensortijado, mis tetas grandes y por esto, un poco caídas, mis nalgas ampulosas, mi baja estatura. No soy lo que puede decirse una mujer bella, o por lo menos lo que entienden la mayoría de los hombres por una “mujer bella”; pero tampoco soy fea, un esperpento. Con un tinte de orgullo puedo decir que han sido muchos los piropos que me han tirado en el transcurso de mi vida, aunque estos piropos hayan venido, generalmente, de hombres bastante mayores que yo, algunas veces obreros de construcciones, otras camioneros, o vendedores ambulantes… en fin, de una serie de profesiones y oficios que la mayoría de la gente tampoco considera de “lo más digno y refinado”. Tampoco me han faltado mis conquistas, algunas de ellas, según cierta visión esquemática, meritorias, pues me he acostado con hombres apuestos, ricos y orgullosos, que me hacen merecedora de la envidia y los celos de algunas amigas. Pero en honor a la verdad, esas conquistas “meritorias”, siempre me han dejado un sabor amargo en la boca, pues han carecido del apasionado deseo que da el afecto y se han limitado a encuentros carnales, más o menos violentos, cargados de unas ansias como de desprenderse de algo, de quitarse una costra de frustración de encima, tanto por parte de ellos como por parte mía, o por lo menos eso es lo que yo he sentido.

Estaba diciendo que un día aparecí yo… digo, en el camino de Dárrell, aunque sería más exacto decir que Dárrell apareció en el mío. Yo trabajo de cajera en un supermercado, aquí en Medellín, en el centro, y todos los días pasan frente a mí, miles y miles de personas. Pocas diferentes de las otras; para mí todo el mundo es igual, solo se destaca este o aquel personaje estrafalario que es cliente recurrente del lugar. Aquí tengo que decir que somos cinco cajeras. Un día, domingo creo que era, me percate de que mi caja, mientras las otras estaban vacías, tenía dos personas esperando a que yo terminara de despachar a un cliente, que ya estaba pagando. Pensé que la presencia del cliente que seguía era justificable, pues ya estaba por terminar y ya lo iba a atender, pero me pregunté por qué el tercer cliente permanecía en mi caja y no iba a las cajas desocupadas. No le di mucha importancia y seguí con mi trabajo. Cuando al hombre le llegó su turno, lo atendí con rapidez, no sin antes echarle una mirada más o menos fija en los ojos. Mirada que, pensé en ese momento, él estaba esperando. Me pareció tierno, sentí que él “me robó esa mirada”. Era Dárrell. Esa fue la primera vez que lo vi, o por lo menos, que lo distinguí. De ahí en adelante, me percaté de que aparecía todos los días y siempre hacía fila en mi caja, tuviera yo asignada la 1, la 2 o la 5. Siempre compraba pocas cosas: leche, o queso, o cerveza, o una chocolatina, como para tener motivo para aparecer por allí todos los días y más temprano que tarde, terminé por convencerme de que el tipo me estaba asediando. Lo comenté con las compañeras, con los supervisores… todos me dijeron lo mismo: si el tipo se limitaba a comprar no había de qué preocuparse, pero si el tipo comenzaba a coquetear abiertamente, a acosar, era cuestión de llamar al personal de seguridad y se le haría entender que no era bienvenido.

Él nunca me hablaba, se limitaba a mirarme, y eso me producía una sensación extraña: por un lado, me alagaba, pues aunque él era mayor que yo unos diez años, no dejaba de ser un hombre medianamente atractivo y me gustaba sentirme deseada. Por otro lado, su insistencia rutinaria, su mirada fija, me turbaban y me hacían creer que podría ser un hombre peligroso, alguien capaz de esperar a que yo saliera del trabajo para abordarme y cometer alguna violencia en la calle, donde yo no contaba con el respaldo de los vigilantes. Pasaron los meses, y como todo siguió igual, yo terminé por convencerme de que era un personaje inofensivo… fue entonces que me le puse coqueta. Empecé a llevar escotes más pronunciados, para que él pudiera ver bien las pecas que adornaban mi pecho y que insinuaban unas tetas grandes, apetecibles; lo miraba descaradamente mientras lo atendía; incluso en alguna ocasión, llegué a picarle el ojo de manera delicada mientras registraba una cerveza en la caja. Él no se dio por aludido, pero yo sí me di cuenta de que cada vez me miraba más las tetas y de que cada vez parecía más próximo a decirme algo diferente de los tradicionales “gracias y buenos días”.

Pero ayer viernes no me aguanté las ganas. Llevaba este vestido verde, con escote pronunciado. Tengo que confesar que me lo había puesto en la mañana pensando en él. Llevaba varios meses sin sexo y pensaba que ese era el día de terminar mi ayuno. Como últimamente no me habían resultado pretendientes, había decidido levantarme a ese cliente, sugerirle que me llevara a bailar. Algo en su mirada me decía que no era casado, y no me equivoqué con eso. Cuando el día de ayer llegó a mi caja, que estaba vacía, yo le dije, incitadora, con voz suave, antes de que él abriera la boca e inclinándome hacia adelante, para que pudiera ver mis pecas por entre el escote: “Muy buenos días”. Él respondió quedamente a mi saludo y no miró por entre mi escote hasta que yo le quité la mirada de encima (un gesto galante que me gusto e interiormente le agradecí). Permanecí un momento así, mirando a la caja del lado (aparentemente interesada por algo), dándole tiempo para que me mirara las tetas. Cuando sentí que ya había logrado el efecto que quería, lo volví a mirar. Él tuvo que subir la mirada y ponerla sobre mis ojos. Toda yo le sonreí y creo que hasta me puse colorada. Le dije que lo veía todos los días por allí y que había notado que siempre buscaba mi caja para pagar los productos. Él asintió, aparentemente avergonzado. Yo le pregunté por qué y él, con una sinceridad de la que no lo creía capaz, me dijo “Porque usted es amable, rápida para atender y porque me encantan…” y vaciló antes de decir “sus ojos”. Yo pensé que iba a decir “sus tetas” porque me las estaba mirando otra vez, pero él, sereno, insistió “son de un verde muy bonito, son unos ojos raros” y volvió a subir sus ojos hasta los míos. Yo me puse contenta y pensé que a ese tipo me lo levantaba porque me lo levantaba, la cosa era papita pal loro, ya lo tenía en mis garras. Seguí coqueteándole, demorándome deliberadamente en registrar sus productos mientras le preguntaba su nombre y le regalaba el mío. Cuando me extendió el dinero para pagar yo le rocé los dedos. Cuando le fui a dar el vuelto volví a hacerlo y noté que estaba un poco tenso, como asustado. Decidí no dar más vueltas y le lancé la propuesta “Salgo a las 5:30. Si quiere nos vamos a bailar y nos tomamos algo por ahí. Conozco un lugar donde ponen boleros y música vieja muy buena”. Creo que él no esperaba tanto atrevimiento pues se puso colorado. Pero después de decir gracias, me dijo “a las 5:30 estoy afuera esperándola”. Yo me reí, satisfecha, y le piqué el ojo mientras le decía “cuidadito con dejarme plantada”. Él sonrió y salió del supermercado. Yo también me quedé sonriendo. La verdad, creo que estaba ovulando, porque desde ya me sentía caliente.

Faltando cinco minutos para la hora acordada, lo vi dando vueltas frente a la puerta del supermercado como un animalito enjaulado. Deliberadamente le di la espalda y no lo miré: sabía que a los hombres hay que hacerlos esperar y desesperar… eso siempre tiene su recompensa. Incluso me demoré en el baño, arreglándome el maquillaje, de modo que salí del supermercado más o menos a las 5:45. Cuando me vio, sonrió aliviado. Yo también le sonreí: sabía que mi sonrisa era linda, tenía efectos en los hombres a los que yo les gustaba.

Media hora después, mientras la noche se cernía sobre la ciudad y el antro al que fuimos se sumergía en una semi-penumbra bastante favorable para mis propósitos, Dárrell y yo nos empezamos a tomar la primera de las tres medias botellas de ron que tomaríamos esa noche. Empezamos conversando, como cualquier pareja en su primera cita, sobre nuestros respectivos oficios y sobre qué había sido, en términos generales, de nuestras vidas hasta ese momento. En esa primera media de ron me enteré de que Dárrell, hasta hace poco más de dos años, había recorrido decenas, tal vez un centenar de pueblos, prestando sus servicios como enfermero. Me decía nombres y nombres de pueblos y me refería historias casi siempre impresionantes de lo que había vivido allí; algunos de esos pueblos yo los conocía, pues los había visitado en algún momento; de otros había escuchado sus nombres por los noticieros debido a una inundación, un derrumbe, una masacre, o cualquiera de los motivos que suelen llevar a un periodista a determinado lugar; otros, en cambio, ni siquiera los había oído mentar, y si lo había hecho, sus nombres no permanecían en mi memoria. En ese momento me pareció que la vida de Dárrell había estado llena de aventuras, de cosas emocionantes, mientras que mi propia vida resultaba tan insulsa, tan sin historias y vivencias que me avergoncé un poco. Para disimular mi vergüenza lo invité a bailar. Él aceptó, aunque con un poco de reticencia. La verdad, creo que su reticencia procedía del hecho de que desde hacía tiempo no bailaba, porque lo noté tieso, aunque supe, por la forma de moverse y de llevarme de un lado a otro, que sabía bailar bastante bien. No dejé de notar, tampoco, que Dárrell no se pegaba mucho a mí. Yo quería estrecharlo, excitarlo con el roce de mis tetas pecosas, quería también sentir su miembro erecto rayando mi pelvis, porque, tengo que decirlo, siempre me ha gustado sentir el bulto que me confirma que me desean. Pero Dárrell no me apretaba y no se dejaba apretar mucho cuando yo intentaba hacerlo. Después de un par de boleros de La Sonora Matancera nos volvimos a sentar en la mesa en que estábamos. Ya un poco achispados, pedimos la segunda media de ron.

Yo creo que ni veinte segundos pasaron después de habernos tomado el primer trago de la segunda media, cuando yo, por un impulso que no pude contener, le agarré la mano a Dárrell. Y no pude contener el impulso porque en realidad no traté de contenerlo. Le agarré la mano y se la acaricié. Por primera vez quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Me pareció que estaba tenso, pues sus manos empezaron a sudar y su rostro asumió una expresión extraña que, como después supe, hablaba de su secreto. Puse su mano sobre mi pierna, y seguí acariciándola, delicadamente, y él pareció ponerse aún más tenso y como para calmarse, empezó a hablar de pueblos, ambulancias, aire puro, animales; a contarme que no se sentía muy a gusto en la ciudad, de la que había estado ausente durante casi 20 años. Yo no quería hablarle, y me limitaba a mirarlo mientras seguía acariciándolo e iba llevando lentamente pero con resolución su mano hasta mi sexo, por debajo del vestido. A mí me pareció una eternidad ese recorrido de quince centímetros, pero al fin llegaron esos dedos a acariciar, debajo de mis tangas, los labios húmedos que los esperaban. Entonces él dejó de hablar y me besó. El beso fue lento, delicado, largo, nuestras lenguas se encontraron y jugaron a danzar suavemente, y nuestras lenguas también jugaron con los labios del otro mientras los dedos de él recorrían de arriba abajo y luego penetraban en mi cueva sagrada, entrando y saliendo, lascivos, con una experticia que me resultó muy placentera. Yo lo dejé hacer mientras nos besábamos, por largo rato, y luego quise llevar mi mano a su sexo, recorriendo su pierna, pero antes de que llegara, él dejó de besarme y retiró sus dedos mientras me decía que el bolero que estaba sonando le encantaba, que bailáramos. Acepté, con desgano. Yo estaba muy caliente, y en la pista de baile estábamos más expuestos a las miradas de los otros clientes del lugar que en la mesa oscura en que nos encontrábamos, y yo en verdad quería que él me siguiera acariciando, y quería meter mi mano dentro de su pantalón y acariciar su miembro y estrujarlo un poco.

Esta vez, Dárrell se mostró más dispuesto a apretarme y a dejarse apretar. Primero, le puse bien pegaditas mis tetas contra su pecho, restregándoselas mientras bailábamos de un lado a otro al vaivén de “Piel Canela”, y él no osó resistirse e incluso me apretó un poquito más. Luego, empujando con mis manos la parte superior de sus nalgas hacia mí, empecé a restregar mi pelvis contra la suya. Me pareció raro no sentir una erección, porque si yo estaba así de caliente (mis pezones erectos y mi cuquita húmeda y palpitante), conociendo a los hombres, él debería de estar el doble de caliente; pero no, su miembro estaba flácido y casi ni lograba sentirlo, como si él estuviera bailado con una vieja tía y no con una hembra apetecible y francamente provocadora. Me desanimé un poco y dejé de apretarlo tanto, pero él no parecía dispuesto a dejar escapar el roce de mis tetas, y me apretó un poco más. Cuando terminó la canción, sin esperar a ver si él quería bailar una más, me fui para la mesa y serví ron. Él fue al baño. Volvió tres minutos después. Tenía el semblante un poco hosco. Creo que yo también lo tenía así. Tomamos un ron. Él, decidido, volvió a besarme, mientras lentamente llevaba su mano a mi sexo, por debajo del vestido y empezó a hacer algo que, aparentemente, sabía hacer bastante bien.

En términos generales, la segunda media que nos tomamos, transcurrió así: entre ron y ron, nos besábamos, mientras él me masturbaba y me hacía lanzar, de vez en cuando, gemiditos irreprimibles de placer, pero él no permitía que yo llevara mi mano hasta sus pantalones. Yo quería, al resguardo de la oscuridad, sacar su miembro, agitarlo, chuparlo, tal vez (aunque fuera un poco atrevido) intentar alguna penetración disimulada. Pero cada vez que mi mano intentaba deslizarse por su pierna con rumbo a su sexo, él me la detenía delicadamente y me decía “dejame hacer a mí. Dejame a mí”. Cuando terminamos la segunda media, yo ya no me aguanté y le dije: “Vámonos para un motel. Yo conozco uno que queda cerca y es barato y limpio”. Él sonrió desconsolado, y me dijo que no, que él no podía ir conmigo a un motel porque le daba pena decepcionarme. Que mejor pidiéramos la tercera media y mientras nos la tomábamos él me iba a explicar. Yo, en vez de largarme, ofendida por la negativa, permanecí sentada, asintiendo y él entonces fue a la barra y le pidió al mozo una más de ron.

Mientras nos tomábamos la tercera media, fue que él me contó la “historia de sus desgracias”, es decir, de su impotencia, y fue entonces cuando me refirió la historia de la loca que se había cortado la vagina, como deseando la panocha de una vaca, y la de su primer fracaso a causa de su impotencia, y algunos de sus fracasos posteriores. No pude dejar de sentir lástima por él. Lo besé con dulzura, y le dije que no se preocupara, que yo no era una perra despiadada y podía ayudarle. Le pregunté por el uso de pastillas y él me dijo que había utilizado varios tipos y ninguno le había servido para superar su mal. Le supliqué que me dejara intentar algo (y lo hice, la verdad, porque ya Dárrell, con sus cuarenta años, me estaba empezando a gustar) y fui llevando mi mano por su pantalón, y él, por primera vez me dejó, y llegué al botón, lo desabroché con suavidad, bajé el cierre, metí la mano por entre sus calzoncillos y saqué un pequeño miembro flácido, de cabeza grande, que comencé a acariciar con delicadeza, subiéndole y bajándole la caperuza, sin lograr siquiera el menor atisbo de erección. Entonces me agaché, escondiéndome debajo de la mesa y posé mis labios húmedos y entre abiertos en su cabecita. La lamí por arriba y por abajo, la succioné; agarré con mi izquierda sus pelotas, con mi derecha su glande y con mi boca su cabeza, y comencé a realizar movimientos rítmicos y continuos. Dárrell emitía unos gemiditos quedos, parecía disfrutarlo, pero su verga no reaccionaba como debía: permanecía igual, pequeña, arrugada, como acobardada. Unos minutos después, decidí terminar el ejercicio, un poco frustrada pues estaba casi convencida de que yo iba a ser capaz de provocarle una erección. Me senté normalmente en la silla y lo miré a los ojos. Él me miraba sonriente. Me dijo que era la mejor mamada que le habían dado en muchísimos años, aunque “el muchacho” no hubiera respondido como debía. Yo solté una carcajada, pero no fue burlona, fue sinceramente divertida: él era un buen hombre, sincero, sin tapujos. Decidí insistir, pues yo seguía caliente; es más, cada vez estaba más caliente: “vámonos para el motel. Yo sé que vamos a pasar bueno. El sexo no depende de una verga erecta”. Dárrell pensó un momento y dijo: “Bueno, vamos, al fin y al cabo el placer tiene muchas caras”.

Llegamos al motel tambaleantes, entre besos y manoseos. El tipo sabía tocarme y yo lo dejaba hacer a su placer, disfrutándolo inmensamente, tal vez a causa de llevar tanto tiempo sin una relación erótica. Una vez en la habitación, él me desvistió ágilmente, sin errar un solo movimiento y pronto estuve desnuda, completamente desnuda, acostada en la cama. Mis tetas pecosas elevaban sus pezones puntiagudos como una invitación. Dárrell, vestido, comenzó a acariciarlas, y pasaba sus dedos delicadamente por todo mi pecho, como si fuera un ciego leyendo braille en mis pecas. Me empezaron a dar escalofríos. Luego acercó su boca y comenzó a besarme el pecho, aproximándose en espiral, a mis pezones rosados que reclamaban sus besos. No tardó mucho en posar su lengua con delicadeza sobre ellos, trazando círculos, elipses, dibujando el mapa del universo, y sus labios también se aventuraron a chupar, y a besar, y a veces sus dientes, como si no se pudieran contener, los sometían a una leve presión, un leve mordisco, que me hacía estremecer e incluso patalear mientras gemía de placer. Así tuve mi primer orgasmo, y mientras lo tenía, agarré su mano y la puse en mi sexo húmedo, para que sus dedos pudieran sentir las contracciones que se habían apoderado de mí y que estremecían todas las fibras de mi cuerpo.

Luego, con una breve presión que él entendió de inmediato, fui llevando la cabeza de Dárrell hasta que estuvo entre mis piernas. Él sabía qué hacer, y lo hizo, recorriendo mi sexo de arriba abajo con su lengua, unas veces rozando mis labios con delicadeza, otras rodeando mi clítoris. En determinado momento, introdujo su dedo, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo con su lengua y no tardé yo en estremecerme con mi segundo orgasmo de la noche. Después de este, consideré necesario descansar. Respiré profundo, y le dije que era mi turno, que se quitara la ropa. Sin mostrar mucha seguridad, él lo hizo y obedeciendo a un ademán mío, se tendió en la cama. Yo me puse encima de él, mis piernas abiertas, mis rodillas sobre el colchón, restregando mi sexo contra el suyo y comencé a besarlo, primero en la boca, luego en el cuello, los hombros, el pecho, bajando por su barriguita incipiente y velluda hasta llegar a la ingle. Entonces con mi lengua recorrí los alrededores de su verga mientras él respiraba con mucha fuerza y se estremecía. Entonces ocurrió el milagro y, al fin de cuentas, el motivo de esta historia. Dárrell tuvo una erección. Pero no fue una erección tímida, a medias, fue una erección como dios manda. Se le puso dura y grande. Lo miré a los ojos, mientras se lo chupaba y agarraba con mis dos manos, que no alcanzaban a cubrirlo del todo, así de grande era. Él también me miraba, estupefacto, como si no creyera lo que estaba pasando. Sentí una satisfacción enorme: yo era una máquina de placer, una diosa del sexo, pues había hecho lo que muchas mujeres no habían podido. Decidí que ese era el momento de pasar al plato fuerte y subí, sin soltar al “pelirrojo” y lo fui metiendo despacio entre mi caverna hambrienta, temerosa yo de que de pronto dejara pasar el momento decisivo y el “pelirrojo” volviera a quedar flácido. Al principio el coito fue un poco violento, fuerte, rápido, pues Dárrell parecía ansioso, se notaba que no quería dejar pasar la bendición que le había caído del cielo, se notaban sus años solitarios y frustrantes. Luego, cuando se aseguró de que su erección no podía ponerse en duda, se calmó un poco, y empezamos a hacer diferentes posiciones, más o menos con delicadeza. Después de otros dos orgasmos míos y de 8 posiciones diferentes que al final nos llevaron a la misma del principio, Dárrell al fin se vino. Sentí un torrente, una catarata incontenible dentro de mí y tuve otro orgasmo. Mientras tuve este último orgasmo, miré para el techo, blanqueando los ojos, estremecida de pies a cabeza. Dárrell, por su parte, se había quedado rígido, con ligeras convulsiones cada tanto. Yo estaba sentada encima suyo y él permanecía con los ojos cerrados. Cuando se hicieron menos fuertes las sensaciones, me incliné y lo besé en la boca. Él no hizo ningún ademán para responder mi beso. Le besé el cuello y siguió igual. Le pregunté si le había gustado y no me contestó. Después de varias cachetadas, me saqué su verga y seguía erecta. Yo me demoré un buen rato para darme cuenta de que Darell se había muerto.

Ya que conté la historia me siento más tranquila, y estoy convencida de que Dárrell no pudo tener una mejor manera de morir: en pleno orgasmo. Ojalá yo tenga la misma suerte.

Buenos Aires, Sept. 22, 24, 30 de 2009.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Teoría




Mientras sus dedos indecisos oprimen casi con delicadeza las letras dibujadas sobre el teclado, y mientras en el fondo claro de la pantalla se van formando, oscuras, las palabras, él puede verse caminando por la calle, con paso decidido, rumiando en sus pensamientos las causas y consecuencias del agravio; y puede ver a las personas que a su paso, indiferentes, le echan una mirada perdida, enmarcada por arrugas y expresiones hoscas y ausentes, fieles reflejos de sí mismo, que tiene el pensamiento en otra parte, pues él no puede parar de pensar en aquel individuo mezquino, amoral, que pretende obtener beneficio y lucro a costa de su propia persona, de su integridad física y psicológica, que quiere entregarlo desnudo ante la mirada severa y mordaz, pero a la vez ingenua y embrutecida, de sus congéneres, agrupándolo junto a personajes de la peor calaña, mientras él, el injuriador, planea desde ya cómo sonreír ante las cámaras, cómo modular su voz y cómo controlar sus ademanes para poder producir la imagen que desea dar a su público.

Se ve a sí mismo, frente a la puerta del hogar del injuriador y puede sentir cómo su mano tantea para descubrir la cacha del cuchillo oculto entre su ropa, y alcanza a sentir que la cobardía es una opción, pero decidido, saca esa llave que de una manera casi mágica puso la vida entre sus manos, y con movimientos suaves, abre la puerta, camina silencioso por el corredor oscuro mientras saca el cuchillo (que no produce ningún destello), hasta llegar a la habitación del fondo, donde imagina que se encuentra el motivo de su visita: levanta la mano, todavía indeciso entre clavar o cortar; será el cuchillo el que decida en el último momento, cuando él se abalanza sobre esa cabeza que no se entera de lo que está pasando, que absorta mirando esa pantalla brillante no se percata que detrás está su enemigo mortal, y él se ve enterrando el cuchillo en el cuello de aquel hombre vulgar que mientras por su cuello salen torrentes de sangre espesa, lo mira casi sin sorpresa, y entonces él se reconoce a sí mismo echando sangre, con un cuchillo clavado en el cuello, y mientras uno suspira aliviado, el otro expira para terminar su agonía, y los dos son el mismo. ¡Ha muerto el tirano!

Bs As Sept. 16 de 2009.

viernes, 14 de agosto de 2009

Por un billete de baja denominación

Saqué un billete de baja denominación y lo extendí con mi mano derecha hacia el frente, sin mirar los ojos verdes de la señora gorda que, ávida, casi me lo arrebató, y contemplando la pequeña y burda estatuilla de forma antropomórfica que tenía en mi izquierda, me puse a pensar en el triste destino de tantos pueblos cuyas glorias fueron borradas por la fuerza y por el tiempo, como el mar borra la estela de la embarcación que lo atraviesa; y recordé las antiguas historias de intrépidos viajeros que cruzaron los océanos con la esperanza de construir un “nuevo mundo” libre de los vicios del viejo, que creyeron ingenuamente que los vicios no estaban en sus corazones e inculcaron por fuerza y por miedo su propia barbarie a esos pueblos “bárbaros” que habitaban su nuevo “nuevo mundo”. Aún sin mirar nada más que la estatuilla, me di vuelta y le di la espalda a la pequeña mesa que funcionaba como exhibidor de artesanías supuestamente típicas del lugar, embelesado en la contemplación de los desproporcionados colmillos del “hombre” que estaba representado en la figura de barro ordinario, cocido, pintado y esmaltado con técnicas indiscutiblemente “modernas”.

Recordé también, mientras caminaba completamente distraído (y en más de una ocasión tuve que pedir disculpas a los transeúntes que deambulaban con sus billeteras dispuestas fuera a dar o a recibir en ese mercado artesanal), que un extraño sabio dijo alguna vez que la libertad había que ganarla, porque un dios caprichoso decidió que el hombre debía liberarse a sí mismo; y me pregunté si ese “hombre” del que hablaba el extraño sabio era el hombre blanco, el hombre negro, el hombre de cobre, el hombre amarillo o todos eran ese “hombre”; y me pregunté también qué significaba esa libertad de la que él hablaba, si era libertad para ser opresor u oprimido, o si era libertad para crear y creer su propio mundo y destino y si ese mundo era individual o colectivo; y en caso de que fuera colectivo, si ese mundo debería ser igual para el negro, para el de cobre, para el amarillo y para el blanco o si esos mundos y esas libertades deberían obedecer a las inclinaciones fisiológicas y psicológicas de cada raza o mezcla de razas.

Resulta obvio que en mi cabeza se comenzó a fraguar todo un lío, un ovillo enredado e indescifrable que no tardó en generar en mi estado de ánimo una angustia insoluble, mezcla extraña y desproporcionada de culpa, rabia, recelos y esperanzas. Llegué a una avenida altamente transitada y fue como chocar contra una muralla: ¿qué debía hacer ahora? La respuesta no estaba en mis ideas, estaba en mi bolsillo, y cuando metí mi mano en mi bolsillo me di cuenta de que estaba vacío, por lo que no podía pagar un transporte que me llevara a mi destino; entonces supe que había caído bajo el influjo hipnótico de los colmillos de la estatuilla antropomórfica que, aunque banalizada por el comercio, aún conservaba algo de su antiguo poder.
Sin lamentarlo, caminé.

Buenos Aires, Agosto 13 de 2009

viernes, 19 de junio de 2009

Historia con un burro




Yo fui el de la idea de hacer el paseo, por eso creo que fue justo el que a mí me tocara el burro. Y no es que yo le haya dicho a las tres mujeres que se montaran en las yeguas, ni que le haya dicho a Didier que montara el macho; simplemente, cuando salí de mi habitación, con el blue-jean, la camisa de manga larga, el sombrero y la mochila, ya todos estaban montados en las bestias más o menos briosas que nos había conseguido el señor que cuidaba la finca de Didier entre los vecinos más allegados. El burrito estaba quieto debajo de un árbol de níspero. Las mujeres se movían de un lado a otro, montadas en las yeguas y mientras tanto se iban pasando el bloqueador solar, el bronceador, la crema humectante. Didier, sobre el macho, caminaba lentamente hacia el portón. Yo, sin darle mucha importancia al asunto, y soltando una risita y cualquier comentario sobre la naturaleza lenta del transporte, me monté en el burro, sobre la angarilla, con las piernas cruzadas sobre su cuello (como alguna vez aprendí a hacer de algún olvidado mentor), y lo insté a ir hacia adelante. El burrito obedeció… y arranqué, feliz, la travesía, saludando al sol, a los árboles, a los pájaros que revoloteaban sobre ellos… y contento de estar de nuevo entre la naturaleza, le daba palmaditas cariñosas al burro y le decía palabras amables. Incluso empecé a buscar qué nombre le iba a poner porque, eso sí, siempre que montaba en una bestia, le ponía nombre y trataba de hacerme su amigo.

Por un camino que salía de la finca hacia poniente, las tres yeguas arrancaron adelante, la una detrás de la otra, y Didier en el macho, a un trotecito intermitente, las seguía de cerca. Mi burro no llegaba a trotar (por más que yo me sacudiera encima suyo, o lo golpeara con una ramita que arranqué al paso de un matorral, ya en el anca, ya en la base del cuello), pero mantenía su paso, así que yo iba tranquilo, mirando el paisaje, montando en mi burro, sosegado, sosegado como el burro, casi en posición de loto, pensando que llegaría más tarde que ellos al bosque donde haríamos el campamento, pero que por eso mismo mi viaje solitario sería más agradable, dedicado a una contemplación más profunda del entorno, a la meditación y no a la charla vana. Así, me fueron cogiendo cada vez más ventaja mientras yo miraba divertido a los diversos pajaritos que circulaban de rama en rama. Cuando se encontraron con el primer portón, esperaron a que yo los alcanzara antes de pasarlo. Cuando llegué allí, les dije que mi burro estaba muy lento, que siguieran ellos, que yo seguiría el camino y que me esperaran más adelante donde fuéramos a hacer el campamento. (Grave error). Ellos dijeron que no, que era mejor andar siempre acompañados, pero yo insistí en que se fueran ellos adelante. Aún un rato me acompañaron, devolviéndose un poco de vez en cuando para hacer comentarios sobre la belleza del lugar semi-boscoso que atravesábamos, pero un rato después, cuando les volví a decir que se fueran adelante, que no me esperaran, ya estaban tan aburridos de adelantar y volver y girar las bestias en un camino no muy amplio, que con un poco de temor por la suerte que pudiéramos tener separados, decidieron irse adelante para que cuando yo llegara ya estuvieran las carpas armadas y la comida, sino lista, por lo menos en proceso, antes de que cayera la noche.

La verdad es que yo sabía que el camino era largo. Algunos años atrás, Didier me había invitado a su finca y habíamos hecho campamento en el bosque al que planeábamos llegar. Yo creía que conocía el camino, pero hasta en un viaje de dos horas y media a caballo, hay muchos lugares que la memoria no retiene, encrucijadas que pasan imperceptibles ante nuestros ojos y que a causa de no recordarlas, pueden llevarnos a donde menos lo esperamos. La cuestión fue que, unos quince minutos después de haberlos dejado de ver adelante mío, entrando en una zona cada vez más boscosa, mi burro, como si nada, como si no hubiera qué pensarlo, sin esperar orden mía, eligió el camino de la izquierda en un lugar del que salían dos caminos. Los dos caminos se veían igualmente transitados, sin que se pudiera decir cuál de los dos era el camino principal. Yo no recordaba ese lugar. Pensé que tal vez alguno de los dos era un camino nuevo. La naturalidad con la que eligió el camino el burro me hizo convencerme de que el de la derecha era un camino nuevo y de que el que seguíamos era el viejo camino que sirve para llegar al bosque y atravesarlo. Y el burrito, oh maravilla, empezó a aligerar su paso; yo, aprovechando este golpe de suerte, descrucé mis piernas, me senté a horcajadas, lo azucé y el burrito respondió con un trotecito continuo que me dio la idea de intentar alcanzar a mis compañeros de viaje. Tras varios minutos de trote sin llegar a verlos, en medio de una soledad que me pareció pasmosa, decidí gritar para saber si me podían escuchar. Mis gritos fueron infructuosos y el burro no quería parar de trotar, antes aceleraba, con el agravante de que no tenía rienda ni freno. Hasta ese momento duró mi viaje contemplativo, estético, metafísico y ecológico. Ya en adelante no tuve paz.

Yo, la verdad, ahora que lo pienso, nunca había visto, ni he vuelto a ver, a un burro corriendo con alguien o algo montado encima. Ciertamente ir montado en un burro que va corriendo no causa la misma sensación pavorosa que causa ir montado en un caballo brioso o medianamente brioso cuando se desboca. Siendo el burro tan chiquito, uno tiene la seguridad de que lo puede parar con las manos o simplemente tirarse sin peligro. Observando el entorno, me empezó a parecer tan desconocido que ya no tuve ninguna duda de que el burro me estaba llevando por el camino equivocado, quién sabe siguiendo qué viejo hábito, y que corriendo como iba no iba a encontrar a mis compañeros, sino que más bien me iba a alejar cada vez más de ellos, por lo que tomé la decisión de frenar a toda costa al burro, y estirando mis brazos, le rodeé con mis manos el cuello haciendo fuerza hacia mí, pero cosa desconcertante, un burro tiene mucha fuerza en el cuello y sintiéndome impotente para detenerlo, como mejor pude me tiré al suelo. El burro todavía corrió unos metros mientras yo me revolqué en el polvo seco del camino, aparentemente indemne y luego se detuvo, inclinó su cuello y empezó a pastar. De tanto en tanto, levantaba la cabeza para olfatear el aire y echarme una ojeada.
Me levanté, me sacudí el polvo de la ropa y empecé a caminar a donde el burro, impasible, arrancaba y masticaba hierbas y cogollos de arbustos. Cuando estuve relativamente cerca, el burro dio unos pasos, alejándose de mí. Yo di otros tantos y el los duplicó. Corrí, y él corrió. Y así estuve algunos minutos hasta que se me ocurrió la idea de arriarlo desde lejos para que tomara el camino en la dirección contraria a la que habíamos llegado. Me pesó mucho en ese momento el haberle dicho a mis compañeros que se adelantaran. Con los caballos habríamos podido arriar al burro sin dificultades. Después de mucho correteo, por fin conseguí que el burro se orientara hacia donde yo quería y que agarrara el camino de vuelta hacia la encrucijada. Hacía casi una hora que viera por última vez a mis compañeros, que en sus caballos de paso ligero ya debían estar llegando al lugar del campamento.

Yo iba detrás del burro, trotando y dándole golpecitos en el anca con una ramita larga y delgada que encontré muy a propósito en el camino. Hacía zumbar la ramita en el aire, y antes de que impactara la piel del animal en el anca, ya él había acelerado el paso. Lanzó un par de coces durante el trayecto. A buen ritmo estuvimos pronto de nuevo en la encrucijada, y evitando que el burro se devolviera por el camino que nos había traído desde la finca de Didier, lo hice entrar por el camino que agarraba hacia la derecha. No creí oportuno volver a montarlo por dos motivos: uno, pensé que el burro se estaba mostrando muy arisco y era mejor evitar cualquier incidente desagradable; dos, porque íbamos más rápido si yo trotaba detrás del burro y lo obligaba a caminar. Y echamos a andar. En ese momento, para mis adentros, bauticé al burro Modorro.

No dejé de notar, casi desde el principio, que ningún lugar de este nuevo camino se me hacía familiar. La vegetación era mucho más espesa de lo que yo recordaba, pero se lo atribuí al tiempo que había pasado desde la última vez que anduve por allí y a la poca interferencia del hombre en el lugar que permitía que el bosque se regenerara. Tras aproximadamente una hora de haber trotado detrás del burro, arriándolo cada vez con más vehemencia, llegamos a un lugar que, estaba seguro, nunca había visitado. Los riscos que repentinamente aparecieron al final de un denso bosque, el río cristalino que los separaba del camino, todo era hermoso, pero extraño para mí, y una terrible sensación de angustia me subió por todo el cuerpo, embotó mi cerebro y se instaló en mi estomago, perfectamente perceptible como un dolor. Me di cuenta, con horror, de que estaba perdido. Me quedé un momento estático, evaluando mi situación, casi sin ver ni oír. El burro, mientras tanto, había seguido andando por el camino, que en este lugar se torcía hacia la derecha e iba bordeando el río. Cuando lo advertí, corrí para atajarlo, pero pienso que él pensó que lo estaba arriando y continuó con su trotecito yendo precisamente hacia donde yo trataba de impedirle que fuera. En ese momento mi rabia con ese burro no conoció límites y corrí con todas mis fuerzas tras él, lo alcancé gritando, y agitando mis manos con furia lo hice retroceder y devolverse por el camino.

Nuevamente caminando hacia la encrucijada, el burro se mostró cada vez más perezoso y cada vez más dispuesto a imponerme su ritmo lento, monótono, cansino. Pensé, entre maldiciones por haber perdido tanto tiempo caminando infructuosamente, que Modorro era un buen nombre para ese animal. Cuando llegué nuevamente a la encrucijada estaba exhausto. Llevaba demasiado tiempo caminando. El burro, andando lentamente, agarró el camino que había tomado desde el principio, pero yo decidí descansar un momento y me senté en el suelo, abrí mi mochila y saqué una lata de salchichas que devoré con un hambre atroz junto con un pan. Tras brevísima pausa, decidí continuar para recuperar el burro y tratar de llegar al campamento al que ahora creía sí se llegaba por ese camino. Comencé a trotar, regularmente, controlando cuidadosamente la respiración para que no me diera ese dolor en el abdomen que ingenuamente llamamos vaso, o baso y que en algunos momentos más que en otros, me había atormentado durante buena parte del día. No tardó este en aparecer y tuve que aminorar el paso y seguir caminando, respirando profundamente, subiendo y bajando los brazos al ritmo del diafragma. El burro no aparecía y yo calculaba que hacía rato debería haberlo visto. Seguí mi camino, dispuesto aunque fuera a llegar a pie, pero con la culpa de haber perdido al burro, cosa que significaría que el señor que cuidaba la finca de Didier “tendría que salir al otro día a buscarlo por todas partes, para podérselo devolver al vecino que se lo había prestado para que el hijo del patrón, su amigo y las mujeres caprichosas con las que andaban, se fueran de paseo a acampar al monte”.

Después de caminar más de una hora, respirando profundamente, buscando al burro, con dolor en el abdomen, cubierto por la semi-penumbra del atardecer en un lugar que se me mostraba completamente extraño y que solo seguía recorriendo como un acto de fe por encontrar a mis compañeros, apareció Didier montado en una de las yeguas. Primero escuché los cascos de la bestia golpeando el piso, y pensé que era el burro que andaba por ahí, pero luego, tras una pequeña curva del camino, lo vi, y le dije:
“No me vas a creer todo lo que me ha pasado. Hasta se me perdió el burro.”
Él se rió, me estiró el brazo para ayudarme a montar en el anca de la yegua y me dijo:
“El burro ya está allá. No hace sino “haau aaauu auu au auu” y perseguir a las yeguas. Hasta al macho se le quiere montar”
Entre carcajadas llegamos al campamento.

Junio 18 y 19 de 2009 (Bs As).

jueves, 18 de junio de 2009

Lagañas de perro


Cuando algo acabó, yo supe que así debía ser, pero me quedó en la boca un sabor, una amargura. Comencé a vacilar, como vacila un viejo árbol carcomido por el comején bajo el embate del viento. Varias lunas pasaron en las que el alcohol y el humo saturaron cada una de mis células. Anduve calles que no recordaba y otras que nunca antes recorrí. Mis pies pisaron suelos y baldosas, y mis oídos escucharon músicas y voces que no habían querido escuchar o pisar antes. La ciudad resurgía ante mí, despierta ahora abruptamente después de permanecer en el letargo al que yo la había sometido. Volví a conversar con los mismos borrachos y a escuchar y a emitir las mismas groserías y juicios sobre la vida. Sentí de nuevo los abismos a lado y lado del camino y a la muerte pincharme el culo para que avanzara. Al final del camino veía a mis ancestros, donde la muerte dejaría de pincharme.

Una noche algo alcohólica, conversando con algunas personas en un parque oscuro y solitario, alguien dijo que por ahí decían que si una persona se echaba lagañas de perro en los ojos podía ver los muertos, y explicaba que cuando los perros ladran al vacío, y ladran como asustados, y se erizan, es porque están viendo un muerto, un espanto, que anda caminando por ahí o mirando desde alguna parte. Las mujeres que había esa noche en aquel parque soltaron una risita nerviosa, porque todas habían visto cómo los perros le ladran al vacío. Los hombres se entusiasmaron y hablaron de cómo se vería a los muertos andando por las calles de la ciudad, y se imaginaron decapitados, ahorcados, mutilados, abaleados, apuñalados, caminando por parques, iglesias, oficinas; y yo me imaginé viejitos y niños en balcones y ventanas familiares, a un negro lustroso lleno de heridas arrastrando cadenas por la avenida del río, a un ciclista con la cara destrozada, a una con un vestido de novia y las muñecas ensangrentadas, a uno flaco, barbado y sucio, que se murió de hambre en alguna alcantarilla, a un suicida con su escopeta al hombro... hasta que una de las mujeres me puso freno: “ya, ya, que esta noche no puedo dormir”. Ella decía haber visto, en su cuarto, al despertar súbitamente, a una niña jugando con una muñeca. Y entre risas y burlas cambiamos de tema. Yo siempre al principio lo tomé a cosa de chiste.

Cuando al otro día en la mañana mi perrita Lilit se montó en mi cama y comenzó a lamerme para despertarme, recordé lo de las lagañas de perro, y luego, con un poco más de esfuerzo, lo que pasó en el resto de la noche. Me levanté normal, sin mucha pereza ni guayabo, me bañé, vestí, tomé un café y salí a dar un paseo junto con la perrita y un libro. Como Lilit, una perrita negra y lanuda de raza heterogénea, no se separaba de mi lado al andar por la calle, ese día yo la saqué sin cadena. Cuando me sentaba en alguna parte, ella se echaba pacientemente bajo mi silla o a mis pies, a esperar. Yo le di agua, y le compré pan y salchichón. Ese día le miré las lagañas a Lilit toda la mañana, las lagañas pequeñas y negras que siempre, casi ignoradas, habían acompañado su faz, y sentí una curiosidad grande, de esas que no pueden caber sino dentro del pecho de un imbécil... y en la noche, con mi dedo índice, le quité la lagañita del ojo derecho a Lilit y me la puse en mi ojo izquierdo, justo ahí donde salen las lagañas. Suavemente empujé la lagaña dentro del ojo, cerré el párpado y la restregué como mejor pude hasta que dejé de sentirla. La perrita se había quedado ahí contemplando la escena, esperando cualquier caricia. Yo la sobé y no sé porqué le di las gracias, y cuando ya con mi índice me disponía a quitarle la lagaña del ojo izquierdo, súbitamente sentí espanto y a mi cuerpo lo recorrió un escalofrío que puso de punta todos los vellos y pelos de mi cuerpo. ¿Qué estaba haciendo yo? ¿Qué sabía yo de los muertos? ¿Qué quería saber? La perrita se erizó, ladró unas cuantas veces y salió corriendo. Esto aumento mi confusión, mi terror, y empecé a pensar que había hecho una cosa tonta. Un rato después ya estaba calmado. Miles de consejeros acudieron a mi mente; llegaron con palabras de la ciencia que niega a los augures, y hablaron mal de la superstición, y argumentaron que a lo sumo, alguna enfermedad en el ojo producida por un agente biológico patógeno externo al organismo, y que menos mal no habían sido los dos ojos. Con pensamientos análogos me dormí esa noche, casi riéndome de mi terror repentino ante la perspectiva de ver a los muertos y, debo confesarlo, con cierta esperanza, bastante vanidosa, de ver lo que los otros no ven, y de ver a aquellos que nos han precedido en este mundo y en lo que algún día, tal vez muy lejano aún pero inexorable, nos convertiremos todos: muertos.

Al otro día desperté con las primeras luces. Tuve una noche plagada de sueños confusos, inaccesibles para la memoria, y me levanté agitado. El chorro de agua caliente de la ducha me trajo alivio, y mi cuerpo tenso y como encalambrado por las malas posiciones mientras dormía se relajó. El recuerdo repentino de las lagañas de Lilit me lo volvió a tensar y salí de la ducha para pararme frente al espejo. Mi ojo izquierdo estaba un poco enrojecido, pero el derecho también, así que no le di importancia. Abrí el párpado con mis dedos y miré el globo ocular, el fascinante globo ocular: nada raro. Cuando me relajé, me rascó. Entonces me rasqué un poco, con suavidad, y me siguió rascando, y entre más yo me rascaba más ganas de seguir me daban y de hacerlo con más fuerza. Me detuve a pensar y rápidamente me decidí a ir donde un médico. En el hospital, tras diligenciar un buen rato, me mandaron donde un oftalmólogo que después de un breve chequeo y unas breves preguntas con breves respuestas, me recetó unas gotas y me mandó para la casa. Cuando estuve en el baño de mi casa me miré en el espejo y me di cuenta de que tenía el ojo izquierdo un poco más rojo que el derecho y ansioso me eché las gotas que había comprado en la farmacia del hospital. Me ardieron como si me hubieran echado limón y tomé eso como señal segura de que las gotas matarían la enfermedad que se pudiera estar gestando.

Tres veces al día, todos los días, me eché las gotas concienzudamente, restregándolas bien por todo el ojo, moviendo éste de un lado a otro y de arriba abajo con el párpado cerrado. Sin embargo noté que el ojo izquierdo estaba siempre un poco más enrojecido que el derecho y esto me mantenía muy preocupado. ¿Qué clase de enfermedad ocular se me había contagiado? Y en tres semanas visité dos veces al mismo oftalmólogo y una vez a uno diferente, más prestigioso. Y los dos dijeron que no pasaba nada, que me siguiera echando las gotas, que lo del ojo enrojecido no era nada raro, que no me rascara y listo (pero yo no me rascaba, ya no sentía rasquiña en el ojo, y los médicos parecían no creerme y atribuir el enrojecimiento a que yo me lo frotaba con la mano, aunque fuera dormido y sin darme cuenta). Yo, por estar tan preocupado por la enfermedad, médicos, hospitales, farmacias, dinero y cura, olvidé para qué había embadurnado mi ojo con una lagaña de perro; pero no tardé en recordarlo.

Lo de los rincones oscuros fue el primer síntoma. Al principio no le di importancia, porque era sutil, pero a medida que pasaban los días y se iba haciendo más fuerte, evidente e innegable, no tuve otra opción que empezar a pensar en las lagañas de Lilit y en su efecto sobre mi. Lo que comenzó a pasar fue esto: de algunos rincones oscuros, que algunas circunstancias hacían más oscuros, me atacaban oleadas de pánico, y se me erizaban los pelos, y se me tensaba el cuerpo. Duraba sólo un momento, unos segundos largos como horas. Y aunque parezca extraño que lo diga de esta manera, eso era justamente lo que pasaba: el pánico, desde un rincón oscuro, se me venía encima, y yo sabía que el pánico venía precisamente de ese rincón, no venía de ninguna otra parte, estaba localizado. Y comencé a temerle a los rincones oscuros y mantenía las luces de mi casa encendidas toda la noche, hasta mientras dormía, porque cada vez que me pasaba eso me parecía más impresionante, y siempre después se me descomponía el ánimo, me poseía una exasperante angustia y el terror más grande que se pueda concebir. ¿A qué le temía? A aquello que se agazapaba en la oscuridad y que parecía esperar el momento para lanzárseme encima y destruirme. A aquello que hacía que mi cuerpo reaccionara de una forma tan brutal, como si presintiera el peligro más grande, como si sintiera a la muerte acechando. Y esto me pasaba en todas partes, donde yo menos lo esperaba había un rincón propicio para que me pasara. Por esto me recluí en casa.

Empezó con los rincones oscuros, pero en dos semanas ya no importaba la luz o la oscuridad, ni que fuera un rincón o un corredor o un espacio más o menos abierto, el pánico aparecía de repente y la detestada sensación post-trauma amenazaba con ahogarme. Lilit ladraba y se erizaba al unísono mío, mirando siempre en la misma dirección que yo. Fue entonces cuando dejó de serme útil la reclusión, pues me veía atacado repentinamente en el baño, en la cocina o en mi habitación, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces por día... y una mañana decidí salir. Fui a dar un paseo por la plaza bajo un sol tibio que me pareció de lo más reconfortante. Volvía a ver personas en dos semanas y me sentí ligero, casi afable, al contemplar el paisaje de árboles, palomas y gente, unos quietos, otros moviéndose, mientras la luz de un sol tibio iba bañándolos a todos. Entré a una cafetería al lado de la iglesia y me senté a mirar a los parroquianos en sus ires y venires. Anhelaba la normalidad que ellos ostentaban a cada paso, en cada bolsa de mercado o maletín, en cada sonrisa y en cada saludo a cualquier coterráneo. ¿Qué había hecho yo con mi vida? No tenía refugio contra el pánico por lo que nunca podría volver a ser como ellos son. Mientras reflexionaba de este talante me acometió la sensación de terror absoluto y se me pararon todos los pelos del cuerpo cuando vi salir de la puerta del baño a una niñita en harapos, con ojeras y con el pelo muy rubio y muy largo, casi hasta las rodillas. Pensé que era una niña de la calle, de esas que tanto ve uno por acá, pero ¿porqué mi terror?. Al no poder explicármelo y sintiendo cómo el pánico persistía, hice un esfuerzo titánico y miré a otra parte. Aún sentía que la presencia de la niña estaba allí y que casi halaba mi cara para que la mirara de nuevo, Cuando así lo hice, me sorprendí al ver una bruma densa ahí donde hacía sólo unos segundos estaba la niña. La bruma no me causaba tanto temor como la niña, pero aún así la sensación de pánico no me abandonaba. De pronto la bruma se deshizo como si hubiera entrado una corriente de aire y yo pude relajarme. Nunca antes había tenido un experiencia que durara tanto tiempo. Asustadísimo, salí casi corriendo de la cafetería y me dirigí a mi casa, donde tras cerrar, le eché llave a la puerta, ingenuamente pensando que tal vez con este acto podría dejar afuera a los muertos.

En casa me puse a reflexionar en todo lo que me estaba pasando y tras dar vueltas y vueltas entorno a los mismos pensamientos, se me ocurrió lo que me pareciera una brillante idea: me puse un parche en el ojo izquierdo, pues deduje que todo tenía su origen allí. Lo hice con un esparadrapo y una tela blanca que le arranqué a unos calzoncillos. Cuando me miré en el espejo me alegré de que el parche diera la apariencia de tener un objetivo clínico, como proteger el ojo después de una operación, o a causa de una infección. Cualquier eventual explicación sería algo sencillo. Ya en las horas de la tarde salí a la calle a comprar víveres pues en casa ya no había nada que comer; también fui a la farmacia y compré microporo y gasa, para hacerme un parche mejor. Me sentía seguro con el parche en el ojo por lo que decidí dar una caminada corta y hacer un rodeo por las calles antes de llegar a casa. Faltando una cuadra para llegar sentí una sacudida súbita, y un pánico como nunca antes había sentido me obligó a mirar hacia atrás. Sin saber qué hacer y sin poderme quitar la sensación de encima, traté de mirar hacia otro lado, pero no pude, y entonces, desesperado, me quité de un tirón el parche, aterrado ante la posibilidad de tener un peligro inminente en mi presencia sin yo poder verlo pero sabiendo que ahí estaba. Lo que vi fue espantoso: era un hombre joven todo ensangrentado, sólo le quedaban unos cuantos mechones de pelo largo, parecía que le hubieran arrancado la nariz y cortado los párpados y los labios; faltaban los dientes en su boca y las uñas en sus pies y sus manos; numerosas heridas en su dorso bañaban en sangre el lugar donde debieran estar sus genitales. De pronto se volvió niebla, niebla densa y lechosa y yo sentí cómo desaparecía una carga abrumadora y pude contemplar, como un observador y sin pánico, cómo la niebla se desplazaba y se iba retirando hasta, repentinamente, desaparecer. Di unos pasos en dirección a mi casa sin comprender mucho y en cierto sentido tranquilo, pero me vi obligado a detenerme pues otra sombra-niebla cruzaba mi camino, a siete u ocho metros, y penetraba en una casa. Me maravillé, naturalmente, y no dejé de notar que no me había asustado en absoluto al verla, aunque sí se habían levantado los pelos de mi coronilla y los vellos de mis manos.

Si desde el principio de mi vida yo hubiese visto a los muertos, es cosa segura que en la escuela me hubiesen puesto apodos como cuero e pollo, o gallineto o alguna cosa por el estilo, porque desde que empecé a verlos es casi el estado natural de los vellos de mis manos el estar erguidos. Aquella noche, en mi habitación, vi muchas sombras-niebla, que pasaban por entre las paredes, y parecían ir de casa en casa, y mirando por la ventana vi cantidades, y cada que alguna sombra-niebla pasaba demasiado cerca de mi, se me erizaban los pelos de las manos y la coronilla y cuando se quedaban quietas en mi habitación Lilit comenzaba a ladrarles hasta que se iban. En esa primera noche yo no pude salir de mi asombro. No sentía ya miedo sino asombro. ¡cuantos muertos deambulando por ahí, compartiendo el espacio con los vivos!. Desde esa noche en adelante todo fue así: muertos aquí, muertos allá, muchos muertos acullá. Puedo asegurar que hay muchos más muertos que vivos (muchísimos más) en cualquier parte, sea donde sea. A veces uno puede ver a una persona que va caminando, y detrás de ella vienen dos, tres o más sombras-niebla, que parecen afanarse en torno a él; y aunque yo nunca he escuchado que las sombras-niebla digan una palabra, ellas parece que le hablan a la gente porque a menudo las personas que tienen varias sombras-niebla constantemente alrededor suyo son personas que tienen ideas ingeniosas (aunque a veces, hay que decirlo, no son tan ingeniosas sino más bien estúpidas) y se les ocurren estas ideas precisamente cuando una sombra-niebla se les acerca hasta dar la impresión de tocarlas.


Al principio lo consideré un don especial, y pensé que le podría sacar provecho. Intenté comunicarme con ellos, para ¿quién sabe? tal vez consolar a alguna viuda o a un amante destrozado, pero todos mis intentos fallaron. Los muertos no tenían interés en comunicarse conmigo. Entonces empezó la desazón: mi don consistía en ver; nada más en ver, sin entender qué era lo que en realidad pasaba, ¿porqué no se habían ido como lo hicieron sus cuerpos y sus pertenencias? ¿porqué seguían empecinados en habitar en el mundo, jugando su papel imperceptible pero imponderable sobre los destinos de los vivos? ¿Quiénes eran todos aquellos, o quiénes habían sido? ¿iría yo también a deambular por el mundo después de muerto? (Esta perspectiva me pareció aterradora). Sin embargo la desazón no se produjo exclusivamente por este tipo de preguntas que parecían sin respuesta, sino también por algunas cosas que pude ver:


Los muertos conservan muchos de los rasgos de los vivos. Por ejemplo, los muertos son vanidosos, y les gusta impresionar. Yo he visto muertos hacer apariciones fortuitas a personas. Uno ve que la sombra-niebla se hace más densa y turbulenta, y le mira la cara a la persona que está enfrente de la sombra-niebla, y sin mucho esfuerzo deduce uno que la persona está viendo un espanto. Y lo que pasa es que los muertos cuando se aparecen son vistos como más pueden parecer aterradores a quien los ve; y en una sola aparición dos o tres personas ven un espanto diferente. Ellos en realidad no tienen forma, la gente los ve como en el fondo quiere verlos. Aunque a veces son sensatos, y se aparecen, sin asustar, en la forma en que fueron en vida, para despedirse o alertar a un ser querido que aun vive sobre algún peligro. Otra de las cosas que me produjeron mucha contrariedad fue la certeza de que muchos muertos no buscan nada, ni parecen tener misión. A menudo los llamo para mis adentros la imagen de la aburrición eterna. ¿No es acaso triste que tras la muerte sólo esté la aburrición?. Aunque también hay muertos codiciosos, iguales a como fueron en vida. Se escucha mucho hablar a las personas de casas en las que tras repetidas apariciones se encuentra un entierro con oro o cosas de valor. La gente dice que el muerto les mostró donde estaba el tesoro para poder irse a descansar al cielo o a quien sabe dónde, pero a mi me consta que esto no es cierto, sino que el muerto se aparece para aterrorizar a aquellos que puedan saquear su tesoro, y una vez lo encuentran, el muerto no descansa sino que (¿cómo decirlo?) se parte en mil trozos, y cada uno persigue a una parte del botín, sin cansarse nunca, hasta el fin de los tiempos.

Muchos años he visto vivos y muertos por donde voy, y no puedo evitar compadecerme de unos y de otros. En realidad yo no sé a cual de los dos reinos pertenezco ahora, más bien creo que en realidad sólo hay un reino y que este reino tiene una pequeña frontera interna, una tenue línea que define los términos de la existencia. Tampoco sé si yo ya he cruzado o no esa línea; poco me importa, la verdad, estar en un lado o en el otro, si de todas maneras voy a estar en la misma parte, eternamente, atrapado y sin opción de escape.

Sep 27 y 30 de 2004

Mingo



A Edgardo Martínez no le incomodaba que le dijeran mingo hasta que fue a ver riñas de gallos y entendió de qué se trataba todo. Él era un profesor de escuela del área de literatura. En un principio, cuando era joven y tenía sueños, había intentado abrirse paso en el mundo de las letras a través de la creación, y escribió cuentos, poemas, algunas crónicas, dos intentos inconclusos de novela y numerosos párrafos personalistas llenos de una mística vagabunda algo insípida. Pero con el tiempo y el trabajo fue perdiendo el ímpetu creador, y sus ojos, llenos ya de atardeceres, dejaron de mirar al mundo ansiosos por transformarlo en letras y se dedicaron a observar. Sin embargo, la literatura fue siempre su gran pasión y cada momento disponible que encontraba lo dedicaba a la lectura de libros que, a medida que pasaba el tiempo, iban teniendo títulos más extraños. En parte porque la vida se lo dispuso así, y en parte por que él mismo se lo procuró, sus relaciones sociales constaban casi exclusivamente de personas que entendían de libros, o que, por lo menos, leían. En sus ires y venires por conferencias, simposios, cursos especiales, cafés, centros culturales y eventos en general, había tenido discusiones profundas y encarnizadas con la mayoría de los hombres de letras de su generación, algunos de la precedente, y en un grado menor, con los “especímenes de la nueva generación”, como los llamaba. Y siempre quedaba muy satisfecho después de una discusión, entre más encendida y más grande el contendor, mejor, pues estaba convencido de su sagacidad y de cierta pusilanimidad y estupidez de los “escritores activos”. Y no es que les tuviera envidia porque ellos escribían y él no, sino que honestamente los consideraba irresponsables por dejar grabado para siempre en el papel todos sus defectos y aberraciones, y encima, sentirse orgullosos de ello.

Un día, en un café de un teatro, se encontró con Germán Ladino, un poeta moreno de Buenaventura, que Edgardo conocía desde unos años atrás. A Edgardo, Germán no le caía muy bien, pero lo consideraba casi un buen poeta, una persona ingeniosa y con bastante sentido del humor, aunque petulante y amarga. A Germán, hay que decirlo también, Edgardo le parecía un personaje ridículo y pretencioso, pero buena gente. Y cuando lo saludó le dijo en tono afable y con una sonrisa cargada de malicia:
-¿Qué hubo ome mingo?
-Qué hubo Germán ¿Cómo así que mingo?
-Ahí le dejo pa` que investigue, a usted que le gusta tanto investigar... ¿y qué? ¿Viendo teatro? ¿Están presentando una obra basada en Wilde, cierto?
-Ajá, pero yo no entré, ya me da pereza el teatro, para eso me leo el libro. Vine a tomar café y a descansar de la casa y el trabajo.


Y siguieron hablando un buen rato, y aunque no amigos, sí conversadores. Mientras hablaron, Germán llamó mingo a Edgardo varias veces y Edgardo le preguntó de dónde había salido ese mote.


-Chucho, Pepe Sierra y yo, te decimos así, pero es con cariño- y cambió de tema.


Cuando Edgardo llegó a casa tomó el diccionario de su escritorio y buscó mingo:
Una bola de billar, un juego de muchachos, el tercer tiempo de cierto ritmo; y al final, en fam. Poner el mingo, sobresalir, distinguirse; y || coger de mingo, tomar por primo. Las primeras no le parecieron que fueran las acepciones que suscitaron el apodo, pues él no estaba gordo, ni calvo, ni se comportaba como un muchacho. Tampoco tenía una relación muy intensa con la música. Así que pensó que en las últimas dos estaba la clave. Y pensando, pensando, sacó la conclusión de que, aunque oscuro, tenía que ser un apodo bien intencionado y no un insulto, pues le parecía a él que el mingo, o es el que sobresale, o el que hace algo que se distingue, o el que es considerado como de la familia. Y al encontrar un poco extraño que tal “elogio” procediera de aquellos tres personajes especialmente agrios y eventualmente antipáticos, trató de explicarse el asunto lo mejor que pudo y tal vez apresuradamente, pensando que ellos veían mérito en él, lo valoraban.

En el transcurso de unos meses tuvo ocasión de encontrarse a cada uno por separado, y varias veces a Germán, el Negro Ladino, y siempre fue apelado como mingo. Ninguno tuvo la delicadeza de llamarlo Edgardo, y siempre notó, cada que aparecía la palabra, una sonrisa maliciosa y una forma de mirar burlona. Empezó a dudar de que no fuese un escarnio.

Por casualidad fue a dar a la gallera. Había leído algo sobre el origen de las riñas de gallos y se había maravillado de que nunca, a pesar de haber oído hablar de ellas y conocer a personas que las habían visto, se había ni siquiera entusiasmado con la idea de ver dos animales matarse ferozmente entre ellos, sin una razón más que la rabia que llevan en la sangre. Ese día, leyendo, le entró una curiosidad inmensa por ver ese espectáculo, y el sábado de esa misma semana, por obra del azar, supo que el dueño de la tienda del barrio que él frecuentaba iba a dejar a su hijo a cargo del negocio porque iría a una gallera para ver pelear al gallo de un amigo. Edgardo vio su oportunidad y le pidió que lo invitara. En realidad le tenía un poco de temor al mundo de los gallos, lo remitían a sangre, a puñales, y a muertes por deudas, así que el hecho de ir con Don Carlos le daba cierto alivio.

Todo el camino de ida a la gallera, en el taxi, Don Carlos le habló a Edgardo de gallos, de cómo funcionaban las apuestas, de cómo eran las peleas y qué sentía uno al verlas, y al apostar. Y le contó algunas historias de pérdidas y ganancias. Edgardo se sentía ansioso de ver una pelea. Una vez allí, desde una esquina algo retirada del bullicio, Don Carlos le explicó qué eran todos los preliminares, cómo pesaban los gallos e iban apuntando en un tablero quiénes eran sus dueños, cómo los dueños de los gallos y los apostadores cazaban las riñas, y luego cómo calzaban a los gallos con espuelas de carey. Cuando anunciaron una pelea se subieron a la tribuna que bordea el círculo donde se realizan las peleas y se sentaron. Aparecieron los dueños con los gallos en las manos y empezaron los que había en las tribunas a interpelar a los otros, conocidos y desconocidos:

-¿Cuál le gusta?
-El colorao.
-Bueno, yo le voy diez mil al blanco.
-De una. Yo diez mil al colorao. Ahí está cazada; ya sabe, diez al colorao.
-Yo diez al blanco.

Edgardo escuchó al lado suyo decir a un señor de edad

-Cuando saquen el mingo escojo.

-Listo, pero yo escojo en la próxima pelea.


Edgardo se sobresaltó al escuchar su apodo, y más porque estaba referido a gallos, y le preguntó a Don Carlos qué era un mingo. “El gallo con que torean a los gallos que van a pelear... es ése que están sacando de ese talego”. Y sacaron un gallo negro de un talego y lo cogieron por las patas, y boleándolo de derecha a izquierda y de arriba abajo, lo acercaban a el gallo colorao que iba a pelear y que desde el piso intentaba zaherirlo. Luego recogieron al gallo colorao y soltaron al blanco y volvieron a bolear de las patas al mingo, cerquita, para que lo atacara el blanco. Después, los dos gallos que se iban a enfrentar fueron tomados en las manos por sus dueños, y les pusieron al mingo un poco más arriba de la cabeza, de modo que éste pudiera picar las cabezas de los gallos para enfurecerlos, cosa que el mingo hacía con prontitud y casi rabia, desplumándoles las testas. Cuando soltaron a los gallos empezó instantáneamente la pelea. Aleteos, picotazos, espuelazos, cabezas enganchadas y pisoteadas, ojos perdidos, pulmones perforados, sangre, gritos, euforia y plumas flotando en el ambiente. “Dale blanco”, “dale colorao”, “migale blanquito”, “duro colorao, duro”.

A Edgardo el espectáculo le pareció bárbaro y sangriento, aunque muy envolvente y atractivo. Surgían aspectos nuevos de la naturaleza ante sus ojos, y en medio de la agitación de la pelea, Edgardo casi olvidó lo del mingo. Vio que lo metieron de nuevo en el talego, pero no le dio más importancia hasta que lo volvieron a sacar para la pelea siguiente. Entonces fue que se puso a pensar en ello. En porqué Chucho, Pepe Sierra y el Negro Ladino le decían a él mingo. Y comenzó a lanzar hipótesis: “será porque le pego picotazos a los gallos de pelea; o será porque no me lanzo al ruedo a pelear, porque no escribo; o será porque no me hago matar por el capricho de otros” y cosas de este talante. Hasta que le preguntó a Don Carlos cuál era el rollo con el mingo, y este le dijo que el mingo era un gallo que no servía para nada, que no peleaba bien, que lo volvían mingo por no matarlo para comérselo, porque les daba pesar del animalito y ¡porque siempre, en las peleas, se va a necesitar un mingo!. Le explicó también que había gallos que al principio eran buenos y que después ya no peleaban bien, y que a esos gallos los volvían mingos. Y empezó a pensar Edgardo en todo lo que le decía don Carlos, y vio al mingo como el eterno habitante de las jaulas, que ve tras las rejas, impotente, cómo los gallos fieros, los que se baten a muerte y vencen, se aparean con todas la gallinas y se comen las mejores semillas. Y pensó esa noche, y toda la semana, en Chucho, Pepe Sierra y el Negro Ladino, tan escritores y tan gallitos de pelea.


Cuando en una biblioteca, varias semanas después, el Negro Ladino saludó a Edgardo Martinez “¿Qué hubo mingo?”, éste, con una sonrisa despectiva y belicosa le respondió afablemente “¿Qué hubo negro cacorro? Cuando querás te doy unos picotazos en la cabeza a ver si escribís un poema que valga la pena”.


Octubre 4 de 2004

Nadie o la culpa



Nadie sabe que yo disparé. Seguramente a Nadie le importa demasiado. Si la gente lo supiera, tal vez me lo recriminaría, pero Nadie lo sabe y, como es costumbre, Nadie me dice nada. Alguno me dio la idea.

La historia que motivó el disparo la leí en un anuario viejo del colegio: alguno de los muchachos que se graduaban ese año, contándolo como anécdota, refería que hallándose una vez en clase de matemáticas, provisto de una bala, un pequeño tubo de aluminio, y el cabo de una vela, había calentado tanto el culo de la bala que ésta había estallado en plena clase, causando un pánico instantáneo y efímero a los que allí se encontraban. El profesor daba alaridos una vez hallado el culpable mientras los compañeros estallaban en carcajadas nerviosas, todavía pálidos del susto. El asunto, al final, no pasó a mayores y la única consecuencia del hecho fue un pupitre abollado, pues la bala, inexplicablemente quedó en su interior y no salió silbando a taladrar el cráneo de algún inocente.

La historia la leí en la noche de un viernes frustrante de mi adolescencia, un viernes de esos en que no resultaba con quien salir, y uno, de catorce años, se quedaba en la casa; un viernes frío, con lloviznas esporádicas y leves. En medio de mi aburrimiento, me reí solo, en mi cuarto, en calzoncillos, entre las cobijas, leyendo la ocurrencia. Me reí tanto al imaginarme a ese profesor, al que yo había conocido y que de una u otra manera era el fantasma que me perseguía con sus matemáticas incomprensibles, me reí tanto, que se me ocurrió la idea: yo tenía balas, o mejor, mi hermano tenía unas balas y yo sabía dónde estaban. Siempre las había mirado con respeto; incluso nunca había osado tocarlas sin guantes porque según mi hermano, esas balas tenían cianuro. Pero ese día, a esa hora, con esa edad, yo no estaba para pensar en cianuro, yo estaba pensando en quitarme el aburrimiento de encima. Cogí una bala, una veladora y un tubo en el que hacíamos ejercicio ajustándolo al marco de una puerta y, a hurtadillas de mis padres, armé mi batería en un patio, justo detrás de mi pieza y del baño de mis progenitores. Encendí la veladora, puse la bala en el tubo y empecé a calentarla, apuntando el tubo más arriba de los muros del patio, hacia la montaña, o hacia el cielo, no sé. Me quedé un buen rato en esas. Empecé a dudar de que el tubo sí estuviera dejando calentar la bala y cuando menos pensé, tras larga espera:…taaaaaaz… el tiro. Un trueno y un chispazo. Me metí un susto el hijueputa y, nervioso, agarré la veladora y el tubo y me fui para mi pieza. Mi papá se había levantado y preguntaba muy alterado “¡¿Qué pasó?!”. Yo sólo respondí: “nada, nada” las dos o tres veces que lo preguntó, luego me encerré. Sentía un ardorcito raro en diferentes partes de mi cuerpo, sobre todo en los brazos, las piernas y el pecho… como si proyectiles diminutos, infinitesimales, se hubieran clavado en mi piel. Ahí sí empecé a pensar en el cianuro, que debía estar entrando al torrente sanguíneo a través de los vasos capilares. El miedo me sacudió y no se me ocurrió otra cosa que irme a bañar. Lo hice, y creo que en toda mi vida no lo he hecho de manera tan minuciosa. Me restregué con estropajo hasta la más recóndita superficie del cuerpo una y otra vez, aun a sabiendas de que si tenía cianuro dentro del cuerpo, bañarme no ayudaría para nada a detener el curso indetenible del veneno. Aunque no somos muchos, imagino que no somos pocos los que conocemos la angustia que se experimenta cuando uno se ve próximo a la muerte por culpa de una imprudencia inocente, estúpida, cometida por uno mismo. ¡Cómo duele saberse idiota! Me acosté entre temeroso y colérico y no recuerdo qué soñé esa noche.

La bala, ¿Dónde cayó? Nadie lo sabe, por eso a Nadie le importa. Pudo haber destrozado la cara a una niña, o levantado polvo en un potrero, o perforado un techo; o tal vez pudo haber caído en el pavimento, y achatarse, y haber sido recogida por un adolescente que la convirtió en el dije de un collar de cuero… Nadie lo sabe, porque Nadie está en el cielo y puede verlo todo.

Nov 29 de 2006

La marca de Onán


Fue mi padre, pese a las advertencias del notario, quien me puso como cruz, lastre o carga, mi desgraciado nombre. Loable gesto del notario, que conocía la historia de este personaje bíblico a pesar de que está consignada en la pequeña pero de por sí magnífica cifra de siete versículos del Génesis (algo así como veinte renglones, a doble columna, en letra menuda y apretada). Mi padre no le hizo caso, o no entendió lo que el notario quería decirle, y conservando su dedo índice en la página de la Biblia que había abierto al azar para encontrar un nombre, dijo: “Se llamará Onán. Aunque la verdad, nunca había escuchado ese nombre... pero no importa, será el único Onán de por aquí, y seguramente, el único Onán Paniagua del mundo... eso de que todo el mundo se llame igual es muy cansón”. El notario, viendo la terquedad de mi padre, desistió en su intento de convencerlo para que echara atrás lo que la suerte había decretado y en el registro civil que me convertía en un pequeño pero significativo ciudadano colombiano, grabó para siempre, con caracteres uniformes, mi nombre: Onán Paniagua Colorado.

Durante mi infancia se burlaron mucho de mi nombre, sobre todo los niños que estaban conmigo en la escuela, pero yo no les hacía el menor caso; antes bien, siempre les decía que yo era el único Onán, mientras que diez, quince, cien de ellos, se llamaban Carlos o Juan: estaban repetidos y yo era irrepetible. Esto me mantuvo tranquilo mucho tiempo y con el correr de los días todos parecieron olvidarse de que Onán era un nombre extraño… hasta yo mismo lo hice. Pero eso sólo pasó por ignorancia, porque casi nadie sabía quién era ese personaje bíblico al que aludía mi nombre, ese hijo de Judá. Sólo los eclesiásticos o las pocas personas medianamente cultas que conocí en mis primeros años parecían contener una sonrisa maliciosa cuando escuchaban, ya fuera de mis labios o de los de otros, el nombre que acompañaba, indisolublemente, a mi cuerpo; y aunque yo no dejaba de notar esas sonrisas contenidas, no me inquietaban y las atribuía a alguna otra cosa que escapaba a mi entendimiento. Y en realidad así era.

Hacía varios años que yo ya conocía los breves placeres de ese vicio solitario cuando descubrí, por accidente, que existía la palabra onanismo. Cuando la escuché (ni siquiera recuerdo quién la dijo) no entendí a qué se refería, pero mi curiosidad, acrecentada durante varios días, tras larga lucha contra la pereza que me daba todo lo que pudiera de una u otra forma relacionarse con el estudio, me condujo al diccionario y supe que onanismo era un término inspirado por un personaje bíblico (Onán) y que significaba, en resumidas cuentas, bolearse la paja, masturbarse, darle puñaladas al mico, cinco contra uno, o cualquiera de las múltiples denominaciones que tiene este acto primitivo, ancestral, lógico, envolvente, y hasta para algunos, conveniente y necesario. Las alarmas se prendieron en mi interior. Un ímpetu investigativo hasta ese momento ignorado por mí me poseyó y empecé a leer el Antiguo Testamento. Tras el esfuerzo intelectual más grande que había realizado en la vida, tras haber leído con meticulosidad las genealogías extensas y aburridoras que se encuentran en el Génesis, y tras haber determinado leer toda la Biblia de ser necesario para encontrarlo, di con el consabido nombre.

La desilusión fue grande: el tipo ni siquiera se boleaba la paja en sentido literal; lo que hacía era que, por mandato de su padre, se comía a la mujer del hermano muerto, pero cuando se la comía no se le venía adentro, sino que lo sacaba y se le venía afuera para no preñarla y darle hijos a su hermano. No sobra decir que para sacar en claro todo este enredo con Onán y Tamar (que así se llamaba la mujer) me demoré bastante, porque ese lenguaje de la Biblia, con eso de “entrar en la mujer”, de “tomar”, de “verter en tierra para no dar prole” etc, se me hacía muy difícil, por lo que me tomó bastante tiempo descifrar el embrollo y traducirlo a mi propio lenguaje, por demás mal sustentado en la experiencia propia, y más basado en la conjetura, los comentarios escolares y la clase de biología. Ese día, además del malestar que me produjo el darme cuenta de que mi padre me había hecho poner el nombre del pajizo más conocido en el mundo civilizado, del pajizo por antonomasia, me asombró sobremanera el hecho de ver en la Biblia, el Libro Sagrado, estos temas, estos personajes, estas costumbres, grotescas de por sí y totalmente alejadas de lo que yo tenía entendido que era sagrado.

Más-turbación Inevitable hacer hincapié en la coincidencia. Seguramente un lingüista histórico reiría a carcajadas al observar esta tentativa ingenua de división etimológica, pero cualquier persona con un mínimo de sensatez y de conciencia de los movimientos que produce la masturbación en la mente, cuerpo y espíritu del que la ejecuta, reconocería una feliz coincidencia en la conformación de esta palabra. Porque más turbación fue precisamente lo que cayó sobre mí como un gran tonel de pez hirviendo: sintiéndome consagrado por el destino a la experimentación de la autosatisfacción, me dediqué sin ningún tipo de miedo o prejuicio a ella. Cinco, seis, siete, ocho veces al día, usando furtivo cualquier momento en la casa, el colegio, pero sobre todo, por las noches y al amanecer, en el cálido lecho, donde las visiones creadas por la mente facilitan todo, donde la mano se mueve con soltura al vaivén de los pensamientos descarados, que las desnudan a todas, que a todas las hacen suyas sin que puedan evitarlo.

El capricho de mi padre obvió el hecho de que Onán fue exterminado por Dios, de que era un nombre maldito por los siglos. Así, a medida que me volvía más y más onanista, empecé a encerrarme como en una caja estrecha y toda mi interacción con el mundo exterior tenía la premisa de recolectar material para recrear con mi pensamiento en mis momentos de autocomplacencia, en la intimidad conmigo mismo. Guardaba en mi mente las imágenes de las modelos de los carteles que aparecían en vestido de baño, las escenas en que una falda de una profesora, una compañera o cualquier desconocida se subía demasiado, un escote pronunciado, los pechos bamboleantes de una mujer saltando o el roce fortuito de un seno. Todo me servía como material de campo y todo se recreaba con nitidez en mi mente mientras mi mano hacía lo suyo. Fue en este tiempo en el que adquirí una actitud acechante. Sin embargo, deseaba tanto a las mujeres que no era capaz de acercármeles, pues me despertaban unos temores extrañísimos, y me limitaba a observarlas de lejos, como un gallinazo debe observar a un animal que es devorado por un jaguar. También fue en este tiempo en el que empezó a salirme una manchita clara en todo el centro de la frente. Yo la veía con facilidad cuando me miraba con detenimiento en el espejo, pero las otras personas me decían que no la veían. Con preocupación la vi crecer durante meses, invisible para los otros. Al final, quedó en mi frente un círculo de unos tres centímetros de diámetro, una marca sutil en forma de “O” que sólo yo era capaz de percibir, o por lo menos eso fue lo que creí al principio.

Cuando los compañeros del colegio empezaron a hablar cada vez más de sus primeras experiencias sexuales concretas, y algunos hasta de sus ya abundantes aventuras amorosas, muy a pesar de mi instinto ostracista-onanista, decidí en mi fuero interno que era hora de conseguir una mujer con quien poder probar las delicias verdaderas de la carne, de las que tanto oía hablar y que deseaba con locura desde hacía mucho tiempo. Para tal fin, recibí consejos de varios compañeros, pero cada uno de mis intentos por ponerlos en práctica para acercarme a una mujer fue un fracaso contundente: a pesar de no ser demasiado mal parecido, yo tenía la capacidad de espantar a cualquiera, hasta a las más feas. Esto derrumbó mis pretensiones y mi autoestima, que sólo recuperé asumiendo con un ritmo vertiginoso mi vicio solitario.

Un día, un compañero dijo desprevenidamente, como si no lo dijera o como si no le importara: “Uno no se consigue una vieja hasta que no se deje de bolear la paja. Ellas saben por instinto quién se la bolea y quién no”. Sin saber porqué, instantáneamente pensé en la mancha clara, invisible a los demás, que adornaba mi frente desde, lo que ya me parecía, una eternidad. Pensé en mi nombre y, como un centellazo, vino a mi mente una idea esclarecedora pero muy perturbadora: la mancha era la inicial de mi nombre, era una marca distintiva, era la fatalidad de los siglos hecha carne, era la marca de Onán, y por ella me rehuían las mujeres que, aunque no lograban verla como yo, de alguna manera la percibían, sabían lo que significaba y por consiguiente se alejaban.

Desde entonces todo cambió para mí. Ante la incapacidad de conseguirme una mujer, continué haciendo de las mías, pero ya no lo disfrutaba como antes, lo que me producía era sobre todo remordimiento por saber que estaba desperdiciando mi energía viril, vital, creadora; por sentirme en un círculo vicioso donde, ante la imposibilidad de tener sexo, me pajeaba y por culpa de pajearme estaba inhabilitado para tener sexo. Todo se volvió un infierno y en él pasé muchos años.

Ahora estoy viejo y nunca he conocido mujer. Sin embargo, no importa. Yo ya he asumido mi destino. Por eso te digo, amigo cuyos ojos recorrieron los caracteres de estas páginas, ¡témele a la paja! Recuerda el refrán: en guerra avisada no mueren soldados, aunque, la verdad, siempre he creído que todas las guerras son avisadas, y que muy a pesar de esto, guerra en que no haya muertos no es guerra; así, sé que no importa qué te diga o de qué manera te prevenga, igual vas a recurrir, en tus soledades, a ese vicio narcisista y ególatra que tanto nos gusta, al vicio de Onán: la autocomplacencia.



Febrero 28
Marzo 1 de 2006