jueves, 18 de junio de 2009

Herencia


Cuando, sacado súbitamente de un sueño profundo, Aníbal Madera recibió la noticia a través de un nada caluroso teléfono, no supo a cual de los dos sentimientos que lo embargaron entregarse. Por un lado, la tristeza y la desazón, reacciones naturales ante la realización de la muerte de un ser querido; por el otro, la alegría, pues su tío Herminio, al morir, le había dejado como herencia, un pedazo de tierra y una casita humilde en una vereda de San Pedro de los Milagros. El tío Herminio, aquel viejo que paradójicamente era cascarrabias y bonachón al mismo tiempo, se había acordado, mientras le veía la faz a la muerte, del sobrino marginado por la familia, de la oveja negra, y en uno de sus postreros momentos, había dicho a los familiares presentes en su lecho de agonía: “Quiero que dejen la tamborera para Aníbal. En el testamento dice otra cosa, pero ahora ésta es mi voluntad y espero que la cumplan. Ojalá ese muchacho haga alguna cosa buena con ella”. Cuando el viejo murió, los familiares, a los que no les había gustado para nada la idea de entregar la tamborera, pero que lo habían disimulado para no fastidiar al viejo en tan duro trance, se reunieron en conciliábulo, y tras arduos debates, temerosos de Dios y de los muertos, decidieron entregar la tierra al joven... y lo llamaron para contarle lo acaecido.

Un día gris fue aquel que acompañó la noticia. Una llovizna tenue caía sobre toda la ciudad mientras Aníbal se daba una ducha y se ponía una camisa azul oscura, la más acorde que encontró para la situación en su empobrecido armario. Salió de su casa, cabizbajo, rumbo al velorio de su tío Herminio, lleno de pensamientos imprecisos y hostigantes. Mil puertas se abrían, de cara al futuro; otras tantas se cerraban. Tuvo que morir su tío más querido, el único realmente querido, para que él tuviese la oportunidad de comenzar una nueva vida. Cuando llegó allí, vio a la familia en pleno, esa familia que no veía hacía varios años, esa familia que le había dado la espalda... vio a su padre y a su madre, que evitaban mirarlo y sólo le hablaban lo indispensable, temerosos de iniciar alguna discusión; vio a sus dos tías y a su otro tío, rodeados de sus numerosos vástagos antipáticos y a la moda; vio a la viuda y a sus primos mayores, los hijos del tío Herminio... y en una esquina de la sala, vio a su abuela, con su pelo blanco matizado de violeta, la única que le sonrió al saludarlo, la única que parecía alegrarse de verlo. Conversando con ella se quedó todo el tiempo mientras que con los otros apenas intercambió saludos y algunas palabras aisladas.

De lo de la herencia no se habló, excepto al final, cuando Aníbal, tras despedirse, dijo que al otro día se iba para la tamborera, a ver cómo estaban las cosas. La viuda no pudo disimular ni su asombro, ni su disgusto, cosa que hicieron aún peor sus vástagos que, algo airados, preguntaron a Aníbal que si es que él estaba esperando que el papá de ellos se muriera nada más para ver qué le dejaba de herencia. Aníbal hizo lo posible por mantener la calma y no dejó entrever su enojo ante esos primos mezquinos, que se les veía que estaban enojados porque su padre le había dejado esa tierra a un sobrino y no a ellos. Y pensaba Aníbal, que a ellos les debería importar un comino porque les quedaban las fincas de Guarne, de Fredonia, grandes fincas, y la hacienda en Puerto Berrío, ante las cuales la tamborera sólo era un tugurio con unas cuantas cuadras de tierra bonita. Lo último que vio Aníbal antes de salir de la sala de velación fue a su abuela que, desde la misma esquina, le levantaba una mano, le guiñaba un ojo y le sonreía, como aprobando su determinación.

La verdad es que no se sorprendió demasiado cuando llegó a la tamborera y vio el portón desvencijado, la casa en ruinas y los potreros enmontados; pero no dejó de sentir estupor al pensar en todo el trabajo que le esperaba si quería vivir en ese lugar y, además, obtener el sustento. La tamborera llevaba muchos años olvidada; fue la primera propiedad que consiguió el tío Herminio, cuando todavía era soltero, y siempre hablaba de ella con cariño, evocando a viejos amigos y tiempos pasionales. Su mujer, en cambio, la detestaba, pues le señalaba precisamente aquello del tío Herminio que nunca iba a ser parte de su vida y constantemente se refería a ella con desprecio. Esta circunstancia, y el hecho de que la finca fuera tan pequeña que era imposible que aportara grandes ganancias, si es que alguna cosa aportaba, hizo que el tío Herminio, familiarmente famoso por su gusto por el dinero, la dejara caer en el olvido y la ruina.

Ese mismo día, después de caminar por los pocos potreros llenos de maleza que ahora eran su propiedad, Aníbal regresó a la ciudad, preocupado por la forma en que iba a conseguir el dinero necesario para emprender sus labores. Sólo se le ocurrió ir a casa de su abuela a explicarle la situación: mucho trabajo, nada de herramientas, y él no contaba con dinero suficiente para comer más de una semana, a lo sumo dos. La abuela lo escuchó pacientemente, sonriendo, casi entusiasmada, talvez recordando viejos tiempos, cuando a ella y a su marido, gentes del campo, les tocaba hacer cosas parecidas, aún más engorrosas y pesadas. Cuando Aníbal terminó el recuento, ella le dijo: “Ahí, en la pieza que hay antes de llegar al solar, tengo un montón de herramientas. Coja una barra, un serrucho, una pala, un martillo, un destornillador, un azadón y un pico. Se los puede llevar. También coja el hacha y la rula, el machete grande. Con eso se puede ir defendiendo. Las otras herramientas las necesito, porque el jardinero tiene que venir para arreglarme el solar. Venga mañana por la mañana que yo también le regalo una platica para que compre comida... y trabaje bien duro para que le demuestre a todos que usted sí es capaz. Ay Aníbal, Aníbal, yo me siento muy orgullosa de usted porque está dando muestras de ser un hombre berraco; la verdad, todos sus primos son muy blandengues... en este mundo patas arriba, que los hombres parecen mujeres y las mujeres hombres...” y cambió de tema, perdida en un monólogo sobre las nuevas generaciones, que cada vez parecían alejarse más de lo que ella y los de su época fueron e hicieron.

Al otro día, a primera hora, Aníbal llegó a casa de su abuela y recibió de ésta un sobre que contenía billetes. Por pudor no lo abrió allí mismo para mirar o contar el dinero, pero cuando iba en el bus (primeros pasos hacia su nuevo y oscuro porvenir) pudo constatar que la generosidad de su abuela rebasaba sus expectativas. Llegó a la tamborera en un carro que alquiló en San Pedro de los Milagros. En él traía, dentro de unos costales, las herramientas, el mercado, y algunos insumos que compró en el pueblo, y en una mochila, el equipaje. Ese mismo día se entregó con frenesí al trabajo. Empezó por la casa; primero, barriendo hojas secas y tierra; luego, poniendo o apretando tornillos aquí y allá; para al final, mientras ya en el cielo se insinuaba la noche, tapar, con unas tablas que encontró en uno de los dos cuartos, los agujeros que dejaron algunas ventanas ausentes. A partir de ese día, Aníbal no se detuvo a descansar mas que para comer y dormir un poco, lo necesario.

Días, semanas y meses de arduo trabajo, fueron celebrados con una botella de ron. Aníbal la compró casi con los últimos restos del dinero que le diera su abuela. Se sentó sobre un tronco seco, al lado de la puerta de la casa, y empezó a mirar, con los ojos llenos de júbilo, los potreros, que había limpiado de arbustos espinosos y maleza; la casa, en la que tantos desvelos y energía había gastado para sentirse a gusto en ella; el cercado, recompuesto a costa de ampollas y chuzones; y el huerto, un amplio rectángulo de tierra negra, lleno de unos largos surcos, que habían recibido, apenas hacía unos días, las benditas semillas de las que germinarían los frutos de la madre tierra. Cuando las últimas luces del atardecer hacían ver casi fosforescentes los verdes prados, Aníbal levantó la botella de ron hacia poniente, sonrió a alguna deidad indeterminada, y se mandó el primer trago... un trago largo, que bajó ardiendo por su garganta hacia su estómago, y que lo hizo sentir de inmediato libre de toda tensión: ese era un día de fiesta, de celebración, la parte más pesada del trabajo había concluido, ya podía mirar el entorno sin pensar en algún quehacer que lo requería con urgencia, ya podría descansar y regocijarse por el trabajo hecho.

Con el pasar de los tragos comenzó a invadirlo la melancolía. Las mujeres hermosas, el bullicio, las fiestas, los conciertos, los libros, la televisión... todo eso, que constituye el centro de la vida del habitante de las ciudades, pasaba a ser parte de un pasado huidizo, donde él apenas se reconocía en sus propios recuerdos, perdido entre imágenes que ya empezaba a olvidar. Recordó su guitarra, que estaría colgada de alguna pared en la casa de su última novia, mientras sus cuerdas se oxidaban y su caja de resonancia permanecía muda, y resolvió recuperarla en cuanto tuviese la oportunidad, pues pensó, con bastante acierto, que sería una compañera inigualable para matar el tiempo... y la soledad, que lo acechaba con insistencia en ese casi deshabitado paraje. Cuando se acostó a dormir, sobre unas esteras, y arropado por varias cobijas que lo protegían del frío despiadado de la noche en las montañas, estaba ebrio a más no poder.

Esa noche tuvo un sueño que lo hizo despertar, mucho antes del amanecer, sudando frío, y sin poder quitarse de encima la más hostigante inquietud. En él, Aníbal caminaba, de noche, por un potrero aledaño a los de su propiedad; un potrero enmontado, lleno de maleza, olvidado (como el suyo había sido olvidado por el tío Herminio), y mientras cruzaba un alambrado para entrar en sus tierras, vio, escondida entre el ramaje desordenado de un rosal gigantesco y florecido que allí había, pero al cual él no le había prestado mayor atención, a una comadreja que lo miraba fijamente. Con paso sigiloso se acercó casi hasta tocarla y el animal permaneció en su sitio. Intrigado, Aníbal se agachó y la tomó en su mano, no sin cierto temor a un mordisco. Cuando vio que la comadreja tenía zapatos, ésta comenzó a hablarle... “siempre la gente cree que uno no puede tener zapatos. El rosal me dio los míos; a lo mejor también te podría dar los tuyos” Aníbal se sintió entonces descalzo, y al mirar al piso, comprobó que así era. “¿Qué tengo que hacer para que el rosal me dé unos zapatos?” le preguntó a la comadreja, que contestó: “sólo cuídelo un ratico y verá”. Aníbal comenzó a acariciar al rosal con una mano mientras la comadreja permanecía en la otra, mirando expectante. Una espina rasguñó el antebrazo de Aníbal y manó un poco de sangre, roja, más roja que las flores del rosal. La comadreja pareció escupir en la herida, y Aníbal se encontró en la casa de la tamborera, que parecía pintada y reluciente. La barriga, grávida, le pesaba y le dolía por dentro. Entonces empezó un parto doloroso. La primera en salir fue la niña negra, grande, con el pelo apretado y la cara llena de surcos, como anciana. Después salió un niño moreno, de pelo liso, que no paraba de gritar, y que metió la mano dentro de Aníbal y sacó a una niña blanca, de ojos tiernos, grandes, de mirada perdida y hermosa. Unos zapatos blancos acompañaban los pies de Aníbal durante el alumbramiento. Él se levantó, y abrazó a sus hijos, estrechándolos contra sí, pero la niña blanca comenzó a comerse, con paciencia, a la niña negra y, ante la impotencia de Aníbal para moverse, también sus zapatos, blancos, casi incandescentes. Aníbal, invadido por la ira, tomó a la niña por los pies, la levantó, y la arrojó contra el piso, donde permaneció inerte, muerta. Aún pudo escuchar los gritos del niño que quedaba abandonado mientras, corriendo, huyendo, salía por la puerta de la casa. En ese momento despertó.

Su abuela llegó de visita un domingo, el mismo día en que germinaron los primeros brotes de lechuga y tomate, un día especialmente feliz para Aníbal. También venían con ella el padre de Aníbal, la madre, y Gisela, la viuda de su tío Herminio, todos en el carro de su padre. Traían la guitarra y unos rostros amables; cosa que lo complació mucho porque, en el fondo, siempre había tenido ganas de reconciliarse con su familia o, por lo menos, de manejar buenos términos. Los hizo pasar a la casa y los acomodó lo mejor que pudo sobre las bancas, dando la única silla que tenía, a su abuela. Les sirvió café y empezó a enumerarles con entusiasmo todas las tareas que había realizado y a contarles las que pensaba realizar: el desmonte, el arado, la restauración provisional de algunas partes de la casa, la reparación del alambrado y del portón; habló muy animado del huerto (donde plantó lechuga, repollo, fríjoles, col, zanahoria, tomate, papa, perejil, cilantro, cebolla; y algunas flores: rosas, tulipanes y astromelias) y de las esperanzas que en él guardaba, pues ya empezaban a germinar las semillas. Les contó también que quería conseguirse una ternera, o una novillona, aunque todavía no sabía cómo hacer, y por último, les contó cómo fue que se consiguió las cuatro gallinas y el gallo que andaban de aquí para allá escarbando en la tierra:

“Fue un sueño que tuve, lo más de raro por cierto, el que me sugirió la idea de las rosas. Desde el primer día que vine a la tamborera me di cuenta que en un potrero vecino (de aquí no se ve, pero es al lado de ese eucalipto) había un rosal muy grande y muy bonito... pero, la verdad, yo no le paré bolas. Yo llegué acá y me dediqué a trabajar. La abuela me había dado plata, y por acá uno vive barato, así que yo no me preocupaba por cómo iba a hacer pa´ comer. Pero un día, cuando ya sembré el huerto, cuando ya había hecho casi todo, me compré un ron y me emborraché. Hacía meses no tomaba, y como sentí que me lo merecía, no me preocupó comprarme el ron con casi lo último que me quedaba de la plata que me había dado la abuela. En fin, que me emborraché y me dormí y tuve un sueño con el rosal y una comadreja, y otras cosas todas raras. Al otro día me levanté preocupado. ¿Qué iba a hacer pa´ comer? Ya no tenía casi dinero y me daba pena, o rabia, o yo no sé, coraje tal vez, llamarlos a ustedes a pedirles prestado. Me fui para el pueblo a llamar a la abuela, a ver si me podía ayudar, pero ella me dijo que en ese momento no tenía cómo. Desilusionado, comencé a errar por el pueblo, pensando alternativas alimenticias que me ayudaran a sobrevivir mientras mi huerto rendía sus frutos. Pensé salir a cazar chuchas, o a robar frutas, pero después se me ocurrió que tal vez me pudiera servir la guitarra para cantar en el parque del pueblo y rebuscarme unos pesos. Pero cuando pasé por el cementerio y vi las flores, me acordé del sueño, y del rosal vecino a la tamborera y surgió la idea. Volví al teléfono, pero esta vez llamé a mi ex-novia para pedirle que les llevara a ustedes la guitarra, porque la verdad, no me fiaba mucho de mi nueva idea. Cuando volví acá, a la finca, y miré el rosal, me entusiasmé demasiado. Es mucho más grande de lo que yo me acordaba, es un matorral y le florecen rosas por todas partes. Ahorita se los muestro, es allí no más. Al otro día, bajé al pueblo con un talegado de rosas, y me las compraron todas, y me hice un billetico fácil. Como el rosal sigue dando muchas flores, ya esa vuelta la he hecho varias veces y con esa plata es que me he ido comprando las gallinas. El gallo apareció y se quedó. Siquiera llegó la guitarra, por si el rosal me falla mientras el huerto aún no ha dado qué comer o qué vender, ahí está el desembale. Las flores las sembré de últimas, hace sólo unos días, y las sembré pensando en que de pronto pueden dar una buena ganancia”.

La abuela estaba encantada y los padres asombrados, como reconociendo fuerzas insospechadas dentro de su hijo; sólo la viuda miraba con recelo a todas partes y casi ni escuchaba las palabras de Aníbal. Entrada la tarde, los llevó a caminar por los potreros y les enseñó el rosal, del que todos se mostraron maravillados. Dijeron que nunca habían visto un rosal tan grande, frondoso y florecido, y menos así, salvaje; a lo que Aníbal, satisfecho, respondió “y eso que le he cortado las flores que usted quiera, pero eso vuelve y echa botones, y florece, como si nada”. Hacía muchos años Aníbal no hablaba tanto con sus padres, ni les sonreía, ni les tocaba el hombro o les sobaba la cabeza, por lo que se le fue la tarde en un santiamén, embargado por benignos sentimientos, y sintió tristeza (cosa que hasta ese momento creyó no poder sentir) cuando sus padres dijeron que se iban para la ciudad. La abuela había permanecido casi al margen, mirándolo todo, y haciendo una que otra observación sobre asuntos de la finca: sería bueno que le pusiera un alambrado al huerto, para que no se lo vaya a comer algún animal que se le meta a la tierra; o, aboné el rosal con boñiga de vaca, mijo, para que se ponga más bonito; o, mantenga bastante leña seca, no vaya a ser que se quede sin lumbre. Antes de irse, su padre le entregó unos cuantos billetes y lo abrazó, recomendándole cuidado y deseándole buena suerte. Su madre y su abuela también lo hicieron. La viuda trató de sonreírle, pero le salió algo así como una mueca de fastidio y, manoteando para espantar a los moscos que la atosigaban, se montó en el carro. La abuela se montó también, abrió la ventanilla, y le hizo señas para que se arrimara. “Va muy bien, mijo. Siga, y no se rinda, porque este paseo en el que se embarcó es duro. No deje ver el rosal, no se lo muestre a nadie, porque ese rosal no está en tierra suya, eso es tierra ajena... y usted ya sabe como es la gente... no falta el envidioso... o el hijueputa”.

Sólo hasta que el carro se perdió de vista tras una curva, Aníbal dio la vuelta y se encaminó a la casa. En el umbral se detuvo... un recuerdo emergió, repentino y nítido, desde las profundidades de su memoria: él, un niño, está sentado a unos metros del rosal (que no es ni la mitad de lo grande que es ahora) mirando las copas de los árboles lejanos. Su tío Herminio llega caminando, se sienta a su lado, y en tono confidente, le dice: “Este rosal lo sembré con una novia. Fue lo único que me dio pesar cuando cambié varios de estos potreros por una casa en Medellín. Fue buen negocio, para mí, digo. El día que sembramos el rosal, también enterramos un gallo ahí debajo; muerto, claro. Esos eran buenos días, cuando uno era joven y no tenía tantas obligaciones. Algún día tiene que coger una rosa de estas y dársela a una muchacha; es infalible. A mi ya me a resultado, y no sólo Gisela; ese rosal es bendito para eso”. Aníbal sonrió. Habría que intentarlo.

Las cuerdas de la guitarra sí estaban oxidadas, pero no tanto como los dedos de Aníbal que, torpes, parecían acariciar a un animal desconocido, y fallaban en los acordes más simples, y erraban los tiempos. Pero tuvo bastante tiempo para practicar mientras esperaba los frutos del huerto, que crecían hermosos y deslumbraban sus ojos, y veía, próxima ya, la hora de la recompensa de la tierra para quien se ha ocupado de ella.

Al pueblo bajó con algún dinero, la guitarra, y una rosa. La rosa se la entregó a una mujer que lo observaba, sentado en la fuente de la plaza, un poco ebrio ya, mientras tocaba en su guitarra unos acordes arrebatados y daba unos quejiditos como de blues, diciendo bobadas en inglés como: “qué linda esta la noche”; o “ese es un árbol hermoso, hermoso como la niña que está frente a mis ojos, que parece de diecisiete, y yo voy caminando por la calle”. En realidad, la mujer ya llegaba a la treintena, y era unos años mayor que él, pero no se atrevió a cantarle eso, pensando en cómo son de quisquillosas las mujeres con el tema de la edad. A ella también se le notaba que estaba alicorada, por los ojos brillantes, el cuello hacia un lado y los músculos de la cara y el cuerpo relajados. Cuando ella se le acercó, él paró de cantar y le entregó la rosa, que tenía en el estuche de la guitarra. Ella acompañó con una sonrisa el ademán de tomar la rosa y sentarse. Se pusieron a conversar en franco coqueteo. Fluyó el licor, y pronto fluyeron los besos... antes de la media noche estaban en la tamborera, acostados sobre las esteras en las que dormía Aníbal, desvistiéndose frenéticamente mientras se acariciaban los muslos, los cabellos, los pechos, en acalorada batalla amorosa.

En la mañana, antes de irse (y nunca más volvería a meterse dentro de su cama), ella le dijo, distraídamente, señalando al gallo, que parecía atisbar a las gallinas desde la cerca: “Ese gallo es de pelea. Se le nota.” Aníbal le entregó la taza de café. “Vos sabes de gallos ¿o qué?” Le preguntó. “Sí, mi papá siempre ha sido gallero. Cuando estaba chiquita él me llevaba a las peleas aquí en el pueblo, dizque porque yo tenía muy buena suerte y, gallo que escogía, gallo que ganaba. Pero desde que me fui a vivir sola en Medellín, no he vuelto a ver una pelea de gallos, ya no me gustan, y hasta he peleado con el viejo por eso, porque él es bárbaro, y es feliz haciendo matar a los animalitos que tanto cuida. Pero ese gallo que usted tiene es de pelea, mire que es más flaco que los criollos, y más arisco, se le ve lo fino”. Aníbal miró al gallo. Desde que el gallo llegó, Aníbal se dio cuenta de que estaba flaco, pero se lo atribuyó a que estaba desnutrido y por eso había ido a parar allí, donde comía de las mismas semillas de sus gallinas. Lo dejó permanecer allí porque pensó que algún día, cuando no necesitara comerse todos los huevos de las gallinas para pasar el hambre, podría el gallo servirle como padrón para aumentar el número de animales. Así que le gustó la noticia de que el gallo fuera de pelea, y se le llenó la mollera de ambición, pensando en que el gallo no era un gasto de más, sino una inversión, pues también le sacaría plata.

Mercedes, la mujer, fue quien lo instruyó en cómo entrenar al gallo, y fue también la que lo puso en contacto con su padre, quien le facilitó el mingo con qué carear al gallo. Cuando Aníbal vio a su gallo levantar las patas en furioso ataque al mingo, no pudo resistir el impulso de bautizarlo, y lo llamó Caronte. El padre de Mercedes elogió al gallo mientras lo motilaba y descrestaba, preparándolo para poder pelear. “Está muy alentado el gallito. Me gusta. Cuando lo vaya a pelear yo le juego. Se mueve muy bien, y tira rápido, se ve que es de buena cuerda... ¿a quién se le habrá embolatado?”.

Cuando, dos semanas después, Aníbal entró a la gallera del pueblo, iba acompañado de Mercedes y su padre. Este último se encargó de hacer las diligencias con el gallo: lo inscribió como suyo, lo hizo pesar y cazó la pelea, también estuvo pendiente de la calzada de los gallos con las espuelas de carey. La pelea sería contra un gallo tuerto, muy parecido a Caronte. Aníbal estaba muy nervioso. Animado por Don Luis, el padre de Mercedes, iba a apostar un dinero que, de perder, le haría mucha falta para comprar comida e insumos. Se lo habían obsequiado sus padres, en una segunda visita. Esa vez fueron a la tamborera solos y se quedaron apenas un momento, argumentando compromisos urgentes en la ciudad. Querían ver cómo estaba Aníbal y ayudarle un poco en esos momentos difíciles por los que estaba pasando. Él, para no alarmarlos, no les dijo nada del gallo, y los dejó partir, contentos, casi orgullosos.

“Esa pelea está ganada, aunque en gallos uno no sabe, mijo, pero es casi fijo que el gallito suyo le gana a ese tuerto” decía Don Luis, pero Aníbal no se tranquilizaba. Una sensación de ansiedad circulaba por su estómago. Caronte tenía que ganar la pelea. Si lo hacía, podría comprar una ternera ya más o menos crecida, que en algún tiempo le daría leche, y mantequilla, y un poco de queso, y crías. Si el gallo ganaba la pelea, perspectivas más prósperas se abrirían en la vida de Aníbal; si perdía... no , no podía perder.

Echaron los gallos al ruedo. Los ánimos estaban caldeados porque había buenas sumas de dinero en juego. Todos gritaron cuando los gallos se trenzaron en la lucha, que estaba muy pareja a pesar de la ventaja de Caronte, que tenía los dos ojos. “ojo, ahí le quitó el ojo, ahí le quitó el ojo” gritaron varios alrededor de Aníbal, que se sintió desfallecer cuando vio a su gallo sangrando por la cara y tirando picotazos allí donde sólo había vacío. El otro gallo pareció tomar fuerza y a imponerse en la lucha. Caronte se tambaleaba, atolondrado, cuando, tras separarlo de la espuela del otro gallo, lo paraban sobre sus patas. De pronto, Caronte atacó, ante la mirada estupefacta de los espectadores, que vieron como el otro gallo, dando un alarido, aleteó lejos y cayó muerto, fulminado por letal golpe en el testuz. Todos gritaron, unos felices, otros maldiciendo. Aníbal y Don Luis recogieron a Caronte y lo metieron en la jaula. Don Luis se fue a arreglar los asuntos de las apuestas, y Aníbal permaneció al lado de la jaula, mirando a su gallo que, jadeante, echaba sangre por múltiples heridas en el pecho y la cabeza. Orgulloso de su fiereza, feliz y agradecido por los bienes que le había aportado, le dijo palabras dulces y de aliento.

Las ganancias fueron buenas. Aníbal duplicó el dinero que apostó, y además ganó por fletes una suma considerable. Se conformó con lo que ganó y no apostó en las peleas de los otros galleros. Don Luis, por el contrario, siguió apostando, y al final de la noche había perdido todo el dinero que no se había tomado en aguardiente. Sin embargo, salió contento de la gallera, entre los últimos, cantando canciones viejas, y diciéndole a Aníbal que le compraba el gallo. Sin embargo, él decidió, desde ese momento, conservar el gallo, y ajustar el dinero para la ternera de cuenta del rosal. Mercedes no estuvo hasta el final; después de que vio la pelea de Caronte, se fue.

No fueron muchas esta vez las flores que pudo recolectar, pero el dinero que por ellas recibió fue el justo que le hacía falta, y no pudiendo esperar, ese mismo día fue y le compró una ternera, ya crecida, a un amigo de Don Luis. Él ya la había ido a ver y le había parecido un animal muy bonito, de buen porte. La madre daba bastante leche, y era grande y fértil. Se la llevó caminando hasta la tamborera, guiándola con un lazo que le ató a la cabeza. Estaba dichoso caminando con su nueva vaca, lo que hacía unos meses apenas era un sueño casi imposible, o por lo menos muy lejano, y que ahora era una realidad irrebatible. Duros meses de sacrificio, de trabajo, de astucia y de paciencia, para llevar a cabo sus planes, y este era el momento en que se empezaban a recoger los frutos. Gran parte de los vegetales del huerto, en cuestión de días, estarían listos para ser recogidos: ya tendría, además de los huevos que le proporcionaban las gallinas, vegetales para alimentarse, y dentro de algunos meses, leche y derivados; lo que le facilitaría el criar gallinas... y gallos, para carne, (o para pelea) que mientras tanto compraría con el dinero de las flores que cortara al rosal, y luego con el de las otras que plantó en el huerto. El camino, en la mente de Aníbal, empezaba a aclararse y a parecer incluso prometedor y tal vez feliz. Sencillo y rústico en comparación con la ciudad, pero más feliz y, porqué no, más emocionante.

Llegó a la tamborera, amarró la cuerda a un árbol, y le dio de beber al animal en un balde. Se quedó embelesado mirando a la vaca beber, como si nunca hubiera visto una vaca en su vida, y se alegró cuando, ya en un potrero, empezó a orinar y luego echó la primera plasta de boñiga, porque pensó que la vaca ya se estaba sintiendo a gusto y esa era una forma de decir “yo vivo aquí”. Esa noche casi ni probó bocado por estar mirando a la vaca, pensando qué nombre le pondría. Nunca podría decidirlo.

Muy temprano llegaron las noticias. Un solo mensajero, su padre. Sonaron unos golpes en la puerta que lo despertaron. El sol, un poco alto ya sobre el horizonte, le avisaba que había dormido más de lo necesario. El rostro pálido de su padre lo hizo prevenirse para lo peor.

-Mijo, le tengo dos muy malas noticias. Una, que hace unos días he estado por venírsela a decir, y que es que hay unos problemas con estas tierras; y otra, que es de una cosa que pasó anoche nada más, y que es más grave, y que por eso se la voy a decir primero: anoche se murió su abuela, se murió dormida, y hasta ahorita al amanecer no se dio cuenta Tulia, que la fue a despertar para darle el agua aromática que se toma por la mañana, y se dio cuenta que no estaba respirando- el viejo comenzó a sollozar, conmovido por la muerte de su suegra, y Aníbal no pudo contener el llanto. Su abuela era lo que más amaba en la vida, y por un momento, la pena hizo que se olvidara del otro asunto que había ido a comunicarle su padre. Cuando lo recordó, preguntó al respecto:

-¿Qué pasó con la tierra?
-Que parece, mijo, que se la van a quitar.
-¿Porqué?
-Porque su tío Herminio tenía un negocio con una gente de por acá de San Pedro, y como garantía de pago estaba puesta la tamborera. La gente no sabía que Herminio se había muerto, y estaban esperando que apareciera para pagar, pero cuando lo vieron a usted acomodarse, averiguaron qué pasaba, y se fueron para Medellín a reclamar, o la deuda, o la tierra. Gisela no quiso pagar la deuda, entonces no hay nada que hacer, la tierra es de esa gente. Ahí estuvo usted muy de malas, porque los hijos de Herminio no tuvieron ningún problema, el viejo había dejado todo eso en orden, menos lo suyo.

Nuevamente vio a toda la familia reunida, pero esta vez, sus ojos, anegados en lágrimas, no dejaron que le importara el hecho de que los familiares lo mirasen como a un bicho raro. Sus padres lo abrazaban, tratando de consolarlo, pues sabíanlo presa del dolor por punta y punta.

Llegó a la tamborera muy abatido, torturado por las perspectivas que se habían abierto, de repente, como una gran grieta en la tierra. Ciertamente no estaba preparado para ver la huerta destruida, devorada y pisoteada por la vaca que, golosa, había cruzado un alambrado y había hoyado los surcos de tierra negra con sus pezuñas. Un demonio furibundo lo poseyó al contemplar este espectáculo y entró corriendo a la casa, aterrado ante una vida cruel que juntaba todas las desgracias y las descargaba sobre un hombre indefenso, y sacó el machete grande que le había regalado su abuela, se acercó a la vaca y, lleno de ira, se lo descargó de filo, con fuerza, en la garganta. La sangre, roja y caliente, salió disparada, y la vaca gimió, embistió, brincó y calló en tierra, mugiendo, desesperada. La sangre ya fecundaba la tierra negra cuando Aníbal salió de la casa, con su mochila, de vuelta a la ciudad, a los padres, al ruido, a la inutilidad, al zanganismo. El gallo, aún herido, cantó en el improvisado y naciente gallinero.

Diciembre de 2004

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