jueves, 18 de junio de 2009

Musgo


En estos días de lluvias a uno le parece que, si se descuida, de pronto empieza a crecerle musgo en las orejas, en el sexo, en los párpados, o en cualquier otra parte. Al musgo se le ve crecer a un ritmo antropoide por rincones, paredes, vigas, techos, árboles y piedras; en resquicios de ventanas y puertas, en andenes, en el piso de un carro viejo, en las hendiduras del asfalto y en las caras de la gente que espera, bajo cualquier cobijo, a que escampe o, por lo menos, merme un aguacero. Días y noches aburridoras, acompañadas del tric-tric monótono plom-plim de la lluvia al chocar con el suelo, las ventanas, las tejas o las hojas de los árboles. Tiempo de encierro y de quietud, de charlas insulsas y obligadas, de café a la boca y de lana en la piel. Época de enemigos del viento y amigos del sol; plácida para amantes y tortuosa para solitarios y andariegos. En estos días de lluvia, grises, casi negros, de aire pesado y cargado de humedad, en los que uno cree que va a empezar a crecerle musgo por el cuerpo, en estos días, digo, me provoca es como rezarle al diablo, o venderle el alma, con tal de que me saque del letargo en que me sumo, que despierte mi mente y mi conciencia; que avive, como a una brasa, a mis sentidos; que me haga sentir vivo y elimine esa horrorosa sensación de que soy como una estatua ecuestre que, lentamente, está siendo carcomida por la herrumbre mientras mira, desde su caballo, a un horizonte lejano e inexistente.

Siempre veo llover desde mi balcón y nunca he podido evitar el ponerme un tanto melancólico y apático; se me embotan los músculos, grávidos de pereza; se me adormecen los ojos, que apenas ven, si lo hacen, las mil trayectorias que trazan, como pequeñas centellas, las gotas al caer. Viendo llover, casi hibernando en mi hamaca, sólo se me ocurre pensar en lo que me gustaría que pasara, como que caiga un rayo cerquita, y yo lo vea descuajar un viejo árbol y hacerlo arder. Esa sería una escena digna de ser vista. Primero, el fulgente chorro de energía, con su potente y grandilocuente voz; luego, el titán vencido, que cae, fragmentado, desde las alturas; y al final, el fuego divino, que arde sobre las cenizas de la batalla, don otorgado por los cielos a quienes puedan lidiar con su poder. Toda una escena... evoca parajes remotos, ancestros lejanos, la lucha del hombre a través de los siglos, pero no... no estalla ningún rayo, no cae ningún gigante ni surge milagrosamente el fuego, sólo llueve, llueve sin parar, y si cae un árbol por allá en la lejanía, o incluso cerca, mis ojos no lo verán, porque seguramente estarán entrecerrados, perezosos, buscando imágenes por los laberintos de la imaginación; imágenes de cualquier índole, que los hagan olvidar que afuera sólo llueve absurda y pacientemente, porque sólo de este modo pueden ver a una mujer joven correr bajo la lluvia y refugiarse bajo mi balcón, y al hacerlo ellos lo hago yo, y puedo ver cómo me levanto y me inclino para poder verla, y me escucho invitarla a pasar dentro de la casa mientras baja la intensidad del aguacero; también la escucho aceptar agradecida la invitación y la veo entrar y aparecer por las escaleras, hermosa, mojada, con la ropa ciñéndole los pechos que, opulentos, se dejan dibujar plácidamente, he incluso llego a sentir una química abismal y me le lanzo encima, y la beso, y la desnudo, y ella se deja, y quiere, y lo disfruta, hasta que, exhaustos, nos quedamos dormidos mientras sigue lloviendo incesantemente, con uniformidad, sin tregua; pero abro los ojos, como despertando, y ahí estoy, en mi balcón, arropado con mi manta, con vaivén de hamaca, ninguna mujer ha llegado, mi boca no ha besado nada, no he estado entre las piernas de una hembra voluptuosa, y lo único que he tañido, son aquellas cuerdas de la pasión que pertenecen a lo imaginario, cuerdas ingratas que no dejan huella en el recuerdo que no sea ponzoñosa.

A muchos he escuchado decir, todos exaltados, como arrobados de súbito por un sentimiento estético, que les gusta ver llover, que la lluvia es hermosa porque siempre es diferente, nunca se repite, a veces viene de allí, a veces de allá, unas veces tempestad, otras llovizna, pero siempre en diferente grado, cada aguacero es único e irrepetible. Que digan lo que quieran. A mi no me consuela ver llover, ni me trae sosiego, yo siento que cuando llueve se me entumecen casi todas las funciones del cuerpo y me veo compelido a refugiarme en la imaginación, cuna de todos los sinsabores, donde nacen todos los deseos que no se cumplen, donde se cultivan las frustraciones y los miedos; imaginación traicionera que, juguetona, lleva al espíritu de un confín a otro, agitándolo, alborotando su peligrosa efervescencia; imaginación hostigante, empalagosa, que no deja descansar, y que, por su movimiento, parece ser en lo único que el musgo no pelecha.


Nov 24 de 2004

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