jueves, 8 de octubre de 2009

La tejedora

Desde anoche estoy aquí, en este rincón oscuro de esta casa enorme, hilando delicadamente, tejiendo con paciencia, intentando dar forma a esa estructura mágica que aparece como una imagen apremiante en mi cabeza. He tejido desde que soy muy pequeña, unas veces por placer, otras por necesidad, y considero que mis trabajos son obras de arte, porque en ellos pongo toda mi energía. El arte de tejer lo aprendí sola y en soledad. Yo creo que no conocí a mi madre, pero si la conocí, debí haber estado muy pequeña, porque no guardo ni un solo recuerdo de ella. De todos modos creo que no la he necesitado porque desde muy chica me he ganado la subsistencia.

Yo ya tengo mi método. Al principio lo hacía un poco a ciegas, tejiendo compulsivamente y esperando que lo que compusiera quedara bien. Y aunque algunas de esas piezas quedaron hermosas, una tiene que ser realista, tiene que adaptarse a las circunstancias, al cliente; y eso es una de las cosas más difíciles, porque hay muchos tipos de clientes, y algunos lo que necesitan son grandes piezas de tejidos separados, con pocas figuras y retoques, y a otros lo que les sirve son pequeñas piezas abigarradas de tejidos coloridos, con mil formas laberínticas. De eso depende gran parte de la supervivencia de una tejedora: ser versátil y adaptarse al vaivén de las temporadas. Anticiparse a los clientes que empiezan a aparecer y siempre tener material de su interés para recibirlos, para atraerlos, y que ese material les sugiera cosas que están en sus propios pensamientos. Que los colores y las formas los obnubilen, los hipnoticen y no tengan más opción que pagar por ello. Ahí va el segundo paso de mi método: una vez imagino cuál es el cliente que quiero atraer, le pido a alguna parte de mí que me muestre un tejido para atraer a ese tipo de cliente. Y algo en mí me responde y me da una imagen, a la que me apego lo más fielmente que puedo y ejecuto una pieza tejida. Después la exhibo y espero (que es el tercer paso: esperar). La verdad, no siempre aparecen los clientes y hasta he llegado a pasar hambre, sobre todo al principio, cuando era más joven. Cuando van varios días y todavía no consigo clientes para mi pieza, hago otra, pensando en otro tipo de cliente y sigo esperando… al final casi siempre aparecen. Y ahí es el cuarto paso del método: no se puede dejar escapar a un cliente, hay que acecharlo, ser agresivo, volcarse sobre él y recurrir a todos los trucos y artimañas posibles para que de hecho se vuelva un cliente. Yo soy buena en lo que hago.

Lo que estoy haciendo desde anoche me tiene absorta. Pocas veces he tejido algo como esto. Ni siquiera me he preocupado con los que transitan a mi alrededor, en esta casa grande, populosa y llena de algarabía. Yo, desde las sombras, ni los he mirado, con miedo de perder esa imagen hermosa que alguna parte de mí le envió a otra parte de mí, y que quiero plasmar fielmente, con amor, con elegancia. Es una pieza especial porque se dirige a un cliente especial. Es colorida pero sobria, delicada y a la vez implacable, tiene algunas hermosas figuras sublimes pero sin afectación ni ostentación.

Hace rato salió el sol y yo no he parado de tejer. Incluso cada vez estoy más emocionada, porque con la poca luz que llega a este oscuro y recóndito rincón, se ve en mi pieza cómo los colores se entrecruzan aquí y allá, cómo forman las figuras, como tejen el marco.

Imagino la reacción de mi cliente al ver mi obra: primero la mirará de lejos y sentirá que es bonita, por lo que se irá acercando, curioso, y cuando esté lo suficientemente cerca sabrá que los colores y figuras que se combinan en mi obra son un dibujo de su propio pensamiento, una estructura que le habla de sí mismo, que le muestra sus propios misterios y que le contesta todas sus preguntas, incluso aquellas sobre su propio destino. Es entonces cuando cometerá la imprudencia de dejarse seducir, y yo me volcaré sobre él, enredándolo, convenciéndolo de que vale la pena, de que no tiene otra opción más que pagar el precio, y sé que lo hará. Porque por esta obra, inevitablemente, alguno lo hará, alguno pagará el precio.



Viene mi cliente. Escucho su murmullo particular, el zumbido monótono que es incapaz de dejar de producir y que lo anuncia mucho antes de que llegue. Se acerca. Está mirando mi pieza pero aún no me ve a mí. Sin cautela, atraído por los brillos tornasolados de los hilos que tejí con esmero y delicadeza, toca mi pieza, que se estremece a su contacto. Entonces salto yo sobre él, lo envuelvo con mis hilos y lo muerdo, mirando a sus ojos. Es en este momento donde mi performance descorre los velos del misterio y mi cliente sabe entonces que su destino estaba insolublemente ligado a mí, que él tenía que caer y pagar el más alto de los precios, para que yo, la tejedora paciente, la de las ocho patas, viva un poco más y perfeccione mi arte.

Bs As Octubre 8 de 2009


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