martes, 12 de enero de 2010

En el Museo de Bellas Artes


El museo era bastante grande. Tu curiosidad había sido azuzada por numerosos comentarios que alababan la colección del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Te dijeron que había un Rembrant, un Van Gogh, varias obras de Goya, algo de Gauguin, Chirico, Cézanne, Renoir, Rivera, entre otros muchos que te mencionaron pero que cuando fuiste ya habías olvidado. Antes de entrar, eso sí lo recuerdas, estabas emocionado, querías tener frente a ti todas esas obras famosas, mirarlas detenidamente, jugar a hacer el papel de curador inexperto y tratar de explicarte a ti mismo porqué se les otorgaba tanto valor; es necesario reconocer que casi siempre te ha parecido feo, decadente, lo que los críticos más valoran del llamado arte contemporáneo  y llevabas la idea de que teniendo las obras de pintores tan famosos en frente tuyo tal vez estas iban a irrumpir con tal fuerza sobre tu percepción que no ibas a tener más remedio que reconocer lo que otros vieron y decir “sí, son excepcionales, impresionantes, muestran lo que vive dentro de nosotros, desnudan los arcanos del inconsciente humano”. Cuando llegaste, le preguntaste a uno de los hombres de la vigilancia sobre la distribución del museo, y él te informó que tenía dos pisos: arriba, en el primer piso, estaba la colección de arte argentino; en la planta baja, el arte europeo. Tal vez por tus propios prejuicios, decidiste ir progresivamente, de “menor a mayor”, de “peor a mejor” y subiste al primer piso, donde descubriste que además había un orden cronológico. Siguiendo lo que supusiste era una continuación de la lógica que te había hecho subir, caminaste rumbo a la pequeña sala oscura, casi macabra, donde descansaban algunas piezas del llamado arte precolombino, piezas de piedra, cerámica o tela que siempre te han parecido incluso más incomprensibles que las obras del arte “nuevo”. Atravesaste dos puertas de vidrio que cedieron tras tu empuje y llegaste a dicho salón. Una ambientación sonora que semejaba sonidos primitivos reforzaba lo tétrico de la sala. Caminaste lentamente, entre los sonidos profundos, parecidos a aullidos, que lanzaban al ambiente los pequeños parlantes situados en las esquinas. Miraste primero las pequeñas esculturas de la entrada. El hombre que se masturbaba con su mano derecha mientras con su mano izquierda parecía sostenerse la barbilla te hizo sonreír. Algunas otras figuras zoomorfas y antropomorfas llamaron tu atención pero no les diste demasiada importancia. Tampoco se la diste a los tejidos de algodón, cuidadosamente elaborados con figuras geométricas poco convencionales. Pensaste que en un museo porteño esta sala no constituía más que una formalidad pues es bien conocido el afán de los argentinos de Buenos Aires de borrar toda huella que las culturas indígenas y negras puedan dejar dentro de su seno; afán nunca satisfecho, que a algunos, no demasiados, les causa vergüenza, mientras que para otros, constituye la piedra angular de su idiosincrasia semi-europea. No dejaste de notar que las piezas pertenecían al noroeste argentino, a la región de los Andes, y tenían una datación tan imprecisa que no decía mucho.

De pronto viste el árbol, al que le colgaban figuras de pájaros y semillas y en el que se podía ver la representación de un hombre pajaroide… y algo extraño ocurrió dentro de ti. Por un momento cerraste los ojos y la palabra “Tahuantinsuyu” resonó varias veces dentro de tu cabeza y te transportaste a una región lejana en el tiempo y el espacio, y viste, como en una película (no, de una manera mucho más vívida que en una película), una visión sobrecogedora. Viste tus manos arrugadas y de uñas largas, de vieja india, tu manta de algodón desgastada por el uso, la tierra seca, parda, estéril, y una fosa… y viste ese mismo árbol que, sabías, lo había elaborado el viejo que descansaba, sin vida, o mejor, con la vida de los muertos, en lo profundo de esa fosa y al que ahora estabas dando sepultura en medio de la soledad más pasmosa. Pusiste el árbol dentro de la fosa, al lado del cuerpo inerte del viejo, pensando que el secreto quedaría bien guardado, que nadie, excepto tú, podría saber jamás la verdad aterradora que se ocultaba bajo esas formas más o menos simples que representaban una alegoría aterradora de la condición del hombre en la tierra. Abriste los ojos, de nuevo en el museo y supiste que lo que pensaste hace cientos de años había sido un error: ahí estaba el árbol, a la vista de todos, con todo su poderío evocador, dispuesto a asaltar a los desprevenidos turistas y curiosos con sus verdades misteriosas. Entre horrorizado y preocupado saliste despavorido del museo, pensando que lo único que no hacía tan grave el asunto era el hecho de que muchos ojos están cerrados así parezcan abiertos. Juraste no volver a poner un pie en ese lugar, aunque nunca fueras a ver el Rembrant, ni el Van Gogh, ni las varias obras de Goya y los otros artistas renombrados.

Bs As Enero 8 y 12 de 2010.

2 comentarios:

  1. Parceeeee, Daniel, cómo es que este texto no tiene comentarios? Qué chimba hermano, está genial. Me recordaste un toque a "La noche boca arriba", de Cortázar. Lograste generar ese efecto tétrico que seguramente a un latinoamericano que se cree "puramente occidental" (como nosotros, muchas veces, muy a nuestro pesar) debería causarle saber que su primera memoria viene de la mente y las manos de una anciana india, y no de las sofisticadas y requetesabidas mayéuticas de un griego ario y engañoso... Crítica tenaz, crítica lúcida y bella. Me encantó este texto. Suerte.

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  2. Gracias, Mauricio, por los comentarios. Me alegra saber que te gustaron los textos... y que alguien visita este blog (jejeje).

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