miércoles, 20 de enero de 2010

Tus pies



Pensaste en un caballo que, cuando se le paran encima las moscas, los mosquitos o los tábanos, intenta espantarlos sacudiendo su piel con ese extraño movimiento de cuero tan característico, para el que no tiene que mover necesariamente las patas o los músculos principales del cuello. Pero a medida que los movimientos telúricos bajo tus pies fueron aumentando su intensidad, no pudiste evitar imaginar un perro cuando se seca después de una inmersión en el río, el mar, o de un simple baño con manguera, que se va sacudiendo con fuerza desde el hocico hasta el último músculo de su cola, arrojando a la distancia las gotas de agua que empapan sus pelos. No pensaste en correr, a pesar de los gritos que se escuchaban venir desde los cuatro cuadrantes. Y no lo pensaste porque tras las imágenes de los animales, vinieron otras, que te dejaron como clavado en aquel cuartucho de vigas de palo, paredes de madera y techo de lata. Eran imágenes antiguas, de origen impreciso en tu memoria pero que, sabías, eran recuerdos; aunque acéptalo de una vez, eran recuerdos que no pertenecían a tu vida y más bien tenías la impresión de que corrían por tu sangre antigua, más antigua que todas las sangres. Eran los recuerdos de tus pies ancestrales que guardaban la información de miles de sismos y terremotos y que ahora, mientras se tambaleaba vertiginosamente tu precario refugio, te abrumaban con imágenes de otros tiempos, algunos más remotos que otros, pero todos idos ya. Viste desmoronarse cuevas, bosques, ciudades enteras; viste surgir en el suelo grietas oscuras e infinitas que no te atrevías a examinar con detenimiento y hasta llegaste a caer en una de ellas. Cuando pensaste que ibas a morir de sed, precipitado en un abismo sin fondo, abriste los ojos, como despertando por el estruendo que producía tu cuchitril al desplomarse, cediendo al empuje de la tierra que quería deshacerse de él. Todo se te vino encima: maderas, palos y latas. Agitado pero sin pánico, te diste cuenta de que estabas atrapado por lo que alguna vez construiste para que te protegiera de la lluvia, el sol y el frío. El polvo te impedía respirar a gusto. Tu brazo izquierdo, atrapado por lo que hacía pocos segundos era la viga de tu precario hogar, no te dejaba mover. Al fin, empujando con tu mano derecha con una fuerza que nunca hubieras imaginado que reposara en tu cuerpo endeble, lograste liberarla, amoratada, sangrante, los huesos rotos, y con desespero, con tu única mano útil y ayudándote a veces con pies y piernas, empezaste a remover maderas, latas y palos hasta que saliste de entre los escombros, y te encontraste bajo un sol recalcitrante que se veía borroso por en medio de una nube de polvo que parecía sin principio ni final. En las estrechas calles de tierra viste algunas pocas personas, seguramente las que alcanzaron a salir de sus casas, y todas ellas estaban gritando desesperadas frente a lo que había sido su vivienda o la de algún pariente y que ahora solo era un montón de escombros arrumados en un desorden que parecía una escritura concebida con una lógica inhumana. Quisiste ayudar a los desesperados, pero nuevamente la tierra se estremeció y volviste a ver tus pies antiguos, corriendo desesperados para salvar su vida en tierras ignotas y tiempos olvidados.

Despertaste por el dolor en tu brazo. La nube de polvo se había ya desvanecido y el sol del medio día te hacía arder las heridas. Estabas tendido en el suelo, a pocos pasos de tu pequeña casa derrumbada. La gente corría a tu alrededor, casi pasándote por encima. Nadie te miraba. Muchos otros cuerpos en el suelo te hicieron darte cuenta de que ya te habían dado por muerto, como a tantos. Estabas cansado, pero no por eso te rendiste y, con un esfuerzo inaudito, te levantaste lentamente y comenzaste a caminar, tambaleándote, buscando entre los escombros el camino al hospital; allá, pensaste, te iban a ayudar. Cuando llegaste y viste el hospital derrumbado, en ruinas, rodeado por cuerpos sin vida, sentiste que las fuerzas te abandonaban y te dejaste caer de rodillas sobre el polvo de la calle, mirando a todos lados, sintiéndote observado por los centenares de muertos que yacían en el suelo con expresiones de desesperación y dolor. Lloraste, sí, lloraste, pero no por el dolor de tus heridas sino porque sentiste que ya la esperanza te había abandonado, pero la vida seguía ahí, impertinente, impidiéndote descansar, retornar a tus Orichas, reencontrar a tus ancestros. Lloraste largo rato entre tus hermanos muertos y al fin decidiste levantarte, buscar ayuda o, por lo menos, consuelo. De pronto se sintieron de nuevo los movimientos de la tierra que, definitivamente, se quería deshacer de los moscardones que la atosigaban y tus pies antiguos, de palmas claras, te llevaron a insospechados parajes y corrieron por su vida. No te diste cuenta cuando el poste de la luz se desplomó y cayó sobre tu cráneo, pues tus pies te llevaban por un camino al final del cual viste a tu madre, muerta hace muchos años, que te llamaba con sus brazos abiertos. Feliz, te abrazaste a ella, sonriendo. Desde el otro lado del umbral, varios días después, viste a los cascos azules que se estremecían mientras depositaban tu cuerpo inerte junto con otros en una fosa que sería su último lugar de reposo. Se estremecían porque no comprendían tu sonrisa.

Bs As Enero 20 de 2010

1 comentario:

  1. Parce, lo salvaste para matarlo un párrafo después...

    O, si atendemos a la sonrisa final, tal vez lo dejaste bregar un poco más, para que su verdadera salvación le llegara como purificada.

    Bueno no, muy bueno.

    (No desconfiés de mi entusiasmo, de verdad me parece muy bueno).

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