Dárrell era impotente. O bueno, creo que esto no es propiamente verdad, lo que le pasó a Dárrell fue que su potencia quedó sepultada, casi inaccesible, como él mismo me lo dijo, desde hacía mucho tiempo. Él se desempeñó como enfermero desde los 22 años, y cuando comenzó a hacerlo, ciertamente no sufría ese flagelo de ver su miembro flácido ante la mirada desconsolada, ansiosa, hambrienta, de una mujer. Al principio, a él, enfermero rural joven, carismático, amable, con mirada soñadora y manos delicadas, no le faltaban mujeres que lo quisieran llevar a su lecho, requerimientos a los que él respondía sin vacilación y hasta con generosidad, sin importarle mucho el hecho de que las mujeres fueran feas o bonitas, gordas o flacas, pobres o ricas, blancas, negras, mulatas o mestizas. Así fue como recorrió lechos de todas las categorías: desde catres viejos y desvencijados, que producían chirridos agudos al vaivén del coito, infestados de pulgas y chinches, hasta camas amplias y abollonadas, con sábanas suaves, limpias y blancas, de las que se desprendían olores delicados.
Por ser un enfermero rural despierto, inteligente y comprometido con su labor, y por vivir en un país conflictivo y violento, Dárrell siempre tuvo mucho trabajo. Su buen desempeño, casi siempre reconocido por médicos y colegas, lo hizo acreedor de numerosos traslados. Por esto, Dárrell se convirtió en un semi-nómade, pues lo trasladaban de un pueblo a otro al cabo de algunos meses de prestar sus servicios: siempre había algún lugar en el que se necesitasen más enfermeros y personal de salud, ya que el número de heridos y enfermos que necesitaban de atención crecía ya en un pueblo, ya en otro, bajo el influjo de las fuerzas políticas y el encarnizamiento momentáneo de la guerra interna en determinados sectores. A Dárrell esto no lo molestaba, la verdad, según él me dijo, le gustaba no echar raíces en ningún lugar. Además, el joven Dárrell, aficionado a las mujeres, casi un adicto, veía en esto la posibilidad de conocer nuevas caras, nuevos senos, nuevas vaginas, nuevas posiciones y maneras de tener sexo. Durante unos nueve o diez años, solo las mujeres y los pueblos cambiaron, Dárrell, no.
Un día cualquiera, en un pueblo cualquiera perdido entre las montañas selváticas, en el puesto de salud se recibió una llamada: era un maestro de escuela que trabajaba en una de las veredas más retiradas del municipio, quien decía que una mujer que tenía fama de loca entre la comunidad de campesinos, estaba dando a luz con gran dificultad; que ya algunos de los vecinos cercanos a la escuela, tras el aviso que había llevado un niño, habían partido en mulas y caballos rumbo a su casa, que quedaba aislada en la cima de un cerro, para traerla hasta la escuela, a donde, recorriendo una carretera tortuosa y enfangada, podía llegar la ambulancia del centro de salud para trasladarla al hospital del pueblo, en el cual, ellos esperaban, podrían salvar su vida y tal vez la de la criatura. A Dárrell le gustaba acompañar al conductor de la ambulancia, tanto porque esto le daba la oportunidad de dar un paseo y conocer el territorio, como porque sus conocimientos podrían ser de ayuda (y en más de una ocasión había ayudado a salvar la vida de las personas en peligro de muerte). Ese día, con presteza, salieron en la ambulancia él y el conductor, que conducía con arrojo y a la vez con precaución por la carretera de tierra roja y resbalosa, sorteando precipicios, huecos y pantaneros. Tardaron algo más de hora y media para llegar a la escuela. Cuando llegaron, vieron a un tumulto de personas que miraban entre horrorizadas y tristes algo que ellos no veían, pero pronto, cuando se acercaron, pudieron saber a qué se debían esas expresiones que para nada auguraban un final feliz: en el suelo, acostada en una camilla improvisada con palos y fibras vegetales, estaba una mujer de rasgos aindiados, con los ojos abiertos y entornados. En su falda, los colores vivos habían sido reemplazados por un granate oscuro. La mujer parecía muerta, pero cuando Dárrell se agachó para tomarle el pulso, se dio cuenta de que tenía pulso y respiraba levemente, de manera casi imperceptible. Con ayuda de algunos campesinos, la subieron a la camilla que ellos traían y la montaron en la ambulancia. Cerraron la puerta. Algo en el rostro de la mujer comenzó a poner nervioso a Dárrell. Le levantó la falda para ver qué pasaba: la cabeza grande y ensangrentada de un infante se asomaba por los labios dilatados de una vagina que había sido cortada, como intentando dar espacio a la criatura para que naciese. Dárrell le gritó al conductor:
- ¡Esta loca se cortó! ¡o la cortaron!
La mujer, en un murmullo que él casi no escucha, dijo:
- Yo me corté, yo me corté, el niño no quería salir, y me dolía tanto su cabecita entre mis piernas, que deseé la panocha de una vaca. Me corté pa´ que saliera, pero él no quiere, debe tener miedo.
La mujer murió en el camino, pese a que el conductor los llevó al pueblo en casi la mitad del tiempo que les había tomado el viaje de ida. La criatura había muerto hacía mucho rato. Y aunque aún no lo sabía, algo en Dárrell también había muerto o por lo menos, estaba en agonía.
Dos o tres días después, un sábado de feria, Dárrell estaba tomando aguardiente con uno de los dos médicos del hospital del pueblo, en una cantina lúgubre de la plaza, en medio de una multitud de borrachos que gritaban y bailaban con unas pocas putas al son de rancheras y corridos. No conversaban porque la música estaba a un volumen tan fuerte que tenían que gritarse. Había sido un día difícil (como todos los sábados de feria) porque habían tenido que trabajar en el puesto de salud desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, casi sin descanso. Miraban la algarabía del pueblo alborotado por la fiesta y, ambos solteros, atisbaban alguna hembrita sola y con ganas de compañía. De pronto, al otro lado de la plaza, Dárrell vio a una de sus “amiguitas”, que miraba a todos lados, entraba a las cantinas y salía un minuto después, como buscando a alguien. Se paró de la silla, entregó un billete a su compañero de tragos para pagar la cuenta y se fue a buscarla. Aparentemente, la mujer esa lo estaba buscando a él, pues no tardó en llevarla a la casa que desde que había llegado al pueblo, cuatro meses atrás, estaba alquilando. Esa noche, como decía él con amargura, empezó la historia de sus desgracias, que contaré lo más fielmente que mi memoria lo permita tal y como él me la refirió.
Cuando estuvieron adentro de la casa, con la puerta cerrada y lejos de miradas indiscretas, en medio de besos bruscos y apasionados, se empezaron a desvestir, torpemente, con frenesí. Dárrell contaba que él en ese momento tenía la verga dura, “como pa’ partir panela”. Una vez desnudos, con un ligero empujón, él tiró a la hembra sobre la cama, y ella se dejó caer con una sonrisa y un gritico de sorpresa. Entonces Dárrell la miró un momento, detenidamente, para deleitarse con ese cuerpo desnudo que la luz blanca, encendida, dibujaba sobre las sábanas. La mujer era una mestiza, de cara redonda y carnes firmes. Fue en ese momento cuando le aconteció lo que nunca le había sucedido a él, acostumbrado a escenas horripilantes por su trabajo (mutilaciones, heridas, llagas, pústulas): recordó a la parturienta que había muerto en sus brazos, en la ambulancia, apenas unos días atrás. Algo en el rostro de la muchacha le recordaba a esa loca que con un cuchillo o un machete había intentado agrandar su “panocha” para poder dar a luz. Miró entre las piernas de la muchacha y en vez de ver el sexo rosado y húmedo que se le ofrecía, vio (como una alucinación) una vagina de labios dilatados, con una cabeza de infante ensangrentada a medio salir. Cerró los ojos, para alejar la visión y permaneció así por unos segundos. Cuando volvió a abrirlos, su miembro estaba flácido y en su ánimo no quedaba ni un solo resto de excitación. La muchacha lo miró extrañada, abriendo los ojos desmesuradamente y le preguntó qué le pasaba. Él no se sentía bien, no podía parar de pensar en lo que había visto y le dijo a la muchacha que se vistiera y se fuese, que estaba cansado porque había tenido un día difícil y que lo único que quería era dormir. La muchacha intentó devolverle la excitación masturbándose con las piernas bien abiertas, de modo que él viese todo lo que hacía, mirándolo de manera lasciva y emitiendo unos gemiditos quedos mientras movía su pelvis de arriba a abajo. Al fin, se convenció de que él no iba a responder a sus incitaciones y de mala gana, refunfuñando, se vistió. Entre risas resentidas y ofensivas, dijo como para sí mientras salía: “y yo que pensaba que era hombre. Ahorita lo tenía parado”. Dárrell intentó no darle importancia y se tendió, desnudo y flácido, sobre su cama.
Desde ese día, todos sus intentos por mantener su anterior vida sexual fueron fracasos. Después de su primer encuentro fallido, pensó que una impotencia ocasional era normal, algo que podía pasar, sino a todos los hombres, por lo menos a muchos; y sabía esto porque durante todos lo años en los que había ejercido su profesión había consolado a muchos hombres que, asustados por una repentina incapacidad de erección en el momento decisivo, acudían a él con preguntas atropelladas, temerosos de haber perdido para siempre su capacidad procreadora y viril. Y esos hombres, casi siempre, habían vuelto a él, días o semanas más tarde, con una sonrisa en el rostro, a darle la buena noticia de que “todo está funcionando, incluso mejor que antes”. Pero no fue su caso. Una tras otra, las mujeres que conquistaba se convirtieron en testigos de su incapacidad para elevar su verga al cielo como una plegaria al placer y a la fertilidad. Una tras otra, blancas, negras, mestizas, mulatas, ricas, pobres, feas y bonitas. La visión de la parturienta solo apareció en aquella primera ocasión; con las demás, fue simplemente una incapacidad. Algunas de esas mujeres lo llevaban a un paroxismo de excitación: lo besaban apasionadamente, lo acariciaban y se dejaban acariciar sin ningún tipo de pudor, algunas incluso se desnudaron en frente suyo y se masturbaron, hicieron lo posible y hasta lo inconcebible con sus manos y su boca para que aquel ser de cabeza roja se irguiera, tal y como quería su dueño, pero todo fue infructuoso. Todo. La flacidez, ante la angustia de Dárrell, había llegado para quedarse, y no podía confundirse con miedo a las mujeres, demasiada excitación o, simplemente, falta de ánimos. Dárrell empezó a pensar que sobre él, esa mujer aindiada y loca, que deseaba tener la “panocha de una vaca”, había expelido una maldición y con eso había matado su hombría.
Un día, por pura casualidad, aparecí yo, con mis ojos verdes, mis pecas, mi nariz un tanto puntiaguda, mi pelo negro y ensortijado, mis tetas grandes y por esto, un poco caídas, mis nalgas ampulosas, mi baja estatura. No soy lo que puede decirse una mujer bella, o por lo menos lo que entienden la mayoría de los hombres por una “mujer bella”; pero tampoco soy fea, un esperpento. Con un tinte de orgullo puedo decir que han sido muchos los piropos que me han tirado en el transcurso de mi vida, aunque estos piropos hayan venido, generalmente, de hombres bastante mayores que yo, algunas veces obreros de construcciones, otras camioneros, o vendedores ambulantes… en fin, de una serie de profesiones y oficios que la mayoría de la gente tampoco considera de “lo más digno y refinado”. Tampoco me han faltado mis conquistas, algunas de ellas, según cierta visión esquemática, meritorias, pues me he acostado con hombres apuestos, ricos y orgullosos, que me hacen merecedora de la envidia y los celos de algunas amigas. Pero en honor a la verdad, esas conquistas “meritorias”, siempre me han dejado un sabor amargo en la boca, pues han carecido del apasionado deseo que da el afecto y se han limitado a encuentros carnales, más o menos violentos, cargados de unas ansias como de desprenderse de algo, de quitarse una costra de frustración de encima, tanto por parte de ellos como por parte mía, o por lo menos eso es lo que yo he sentido.
Estaba diciendo que un día aparecí yo… digo, en el camino de Dárrell, aunque sería más exacto decir que Dárrell apareció en el mío. Yo trabajo de cajera en un supermercado, aquí en Medellín, en el centro, y todos los días pasan frente a mí, miles y miles de personas. Pocas diferentes de las otras; para mí todo el mundo es igual, solo se destaca este o aquel personaje estrafalario que es cliente recurrente del lugar. Aquí tengo que decir que somos cinco cajeras. Un día, domingo creo que era, me percate de que mi caja, mientras las otras estaban vacías, tenía dos personas esperando a que yo terminara de despachar a un cliente, que ya estaba pagando. Pensé que la presencia del cliente que seguía era justificable, pues ya estaba por terminar y ya lo iba a atender, pero me pregunté por qué el tercer cliente permanecía en mi caja y no iba a las cajas desocupadas. No le di mucha importancia y seguí con mi trabajo. Cuando al hombre le llegó su turno, lo atendí con rapidez, no sin antes echarle una mirada más o menos fija en los ojos. Mirada que, pensé en ese momento, él estaba esperando. Me pareció tierno, sentí que él “me robó esa mirada”. Era Dárrell. Esa fue la primera vez que lo vi, o por lo menos, que lo distinguí. De ahí en adelante, me percaté de que aparecía todos los días y siempre hacía fila en mi caja, tuviera yo asignada la 1, la 2 o la 5. Siempre compraba pocas cosas: leche, o queso, o cerveza, o una chocolatina, como para tener motivo para aparecer por allí todos los días y más temprano que tarde, terminé por convencerme de que el tipo me estaba asediando. Lo comenté con las compañeras, con los supervisores… todos me dijeron lo mismo: si el tipo se limitaba a comprar no había de qué preocuparse, pero si el tipo comenzaba a coquetear abiertamente, a acosar, era cuestión de llamar al personal de seguridad y se le haría entender que no era bienvenido.
Él nunca me hablaba, se limitaba a mirarme, y eso me producía una sensación extraña: por un lado, me alagaba, pues aunque él era mayor que yo unos diez años, no dejaba de ser un hombre medianamente atractivo y me gustaba sentirme deseada. Por otro lado, su insistencia rutinaria, su mirada fija, me turbaban y me hacían creer que podría ser un hombre peligroso, alguien capaz de esperar a que yo saliera del trabajo para abordarme y cometer alguna violencia en la calle, donde yo no contaba con el respaldo de los vigilantes. Pasaron los meses, y como todo siguió igual, yo terminé por convencerme de que era un personaje inofensivo… fue entonces que me le puse coqueta. Empecé a llevar escotes más pronunciados, para que él pudiera ver bien las pecas que adornaban mi pecho y que insinuaban unas tetas grandes, apetecibles; lo miraba descaradamente mientras lo atendía; incluso en alguna ocasión, llegué a picarle el ojo de manera delicada mientras registraba una cerveza en la caja. Él no se dio por aludido, pero yo sí me di cuenta de que cada vez me miraba más las tetas y de que cada vez parecía más próximo a decirme algo diferente de los tradicionales “gracias y buenos días”.
Pero ayer viernes no me aguanté las ganas. Llevaba este vestido verde, con escote pronunciado. Tengo que confesar que me lo había puesto en la mañana pensando en él. Llevaba varios meses sin sexo y pensaba que ese era el día de terminar mi ayuno. Como últimamente no me habían resultado pretendientes, había decidido levantarme a ese cliente, sugerirle que me llevara a bailar. Algo en su mirada me decía que no era casado, y no me equivoqué con eso. Cuando el día de ayer llegó a mi caja, que estaba vacía, yo le dije, incitadora, con voz suave, antes de que él abriera la boca e inclinándome hacia adelante, para que pudiera ver mis pecas por entre el escote: “Muy buenos días”. Él respondió quedamente a mi saludo y no miró por entre mi escote hasta que yo le quité la mirada de encima (un gesto galante que me gusto e interiormente le agradecí). Permanecí un momento así, mirando a la caja del lado (aparentemente interesada por algo), dándole tiempo para que me mirara las tetas. Cuando sentí que ya había logrado el efecto que quería, lo volví a mirar. Él tuvo que subir la mirada y ponerla sobre mis ojos. Toda yo le sonreí y creo que hasta me puse colorada. Le dije que lo veía todos los días por allí y que había notado que siempre buscaba mi caja para pagar los productos. Él asintió, aparentemente avergonzado. Yo le pregunté por qué y él, con una sinceridad de la que no lo creía capaz, me dijo “Porque usted es amable, rápida para atender y porque me encantan…” y vaciló antes de decir “sus ojos”. Yo pensé que iba a decir “sus tetas” porque me las estaba mirando otra vez, pero él, sereno, insistió “son de un verde muy bonito, son unos ojos raros” y volvió a subir sus ojos hasta los míos. Yo me puse contenta y pensé que a ese tipo me lo levantaba porque me lo levantaba, la cosa era papita pal loro, ya lo tenía en mis garras. Seguí coqueteándole, demorándome deliberadamente en registrar sus productos mientras le preguntaba su nombre y le regalaba el mío. Cuando me extendió el dinero para pagar yo le rocé los dedos. Cuando le fui a dar el vuelto volví a hacerlo y noté que estaba un poco tenso, como asustado. Decidí no dar más vueltas y le lancé la propuesta “Salgo a las 5:30. Si quiere nos vamos a bailar y nos tomamos algo por ahí. Conozco un lugar donde ponen boleros y música vieja muy buena”. Creo que él no esperaba tanto atrevimiento pues se puso colorado. Pero después de decir gracias, me dijo “a las 5:30 estoy afuera esperándola”. Yo me reí, satisfecha, y le piqué el ojo mientras le decía “cuidadito con dejarme plantada”. Él sonrió y salió del supermercado. Yo también me quedé sonriendo. La verdad, creo que estaba ovulando, porque desde ya me sentía caliente.
Faltando cinco minutos para la hora acordada, lo vi dando vueltas frente a la puerta del supermercado como un animalito enjaulado. Deliberadamente le di la espalda y no lo miré: sabía que a los hombres hay que hacerlos esperar y desesperar… eso siempre tiene su recompensa. Incluso me demoré en el baño, arreglándome el maquillaje, de modo que salí del supermercado más o menos a las 5:45. Cuando me vio, sonrió aliviado. Yo también le sonreí: sabía que mi sonrisa era linda, tenía efectos en los hombres a los que yo les gustaba.
Media hora después, mientras la noche se cernía sobre la ciudad y el antro al que fuimos se sumergía en una semi-penumbra bastante favorable para mis propósitos, Dárrell y yo nos empezamos a tomar la primera de las tres medias botellas de ron que tomaríamos esa noche. Empezamos conversando, como cualquier pareja en su primera cita, sobre nuestros respectivos oficios y sobre qué había sido, en términos generales, de nuestras vidas hasta ese momento. En esa primera media de ron me enteré de que Dárrell, hasta hace poco más de dos años, había recorrido decenas, tal vez un centenar de pueblos, prestando sus servicios como enfermero. Me decía nombres y nombres de pueblos y me refería historias casi siempre impresionantes de lo que había vivido allí; algunos de esos pueblos yo los conocía, pues los había visitado en algún momento; de otros había escuchado sus nombres por los noticieros debido a una inundación, un derrumbe, una masacre, o cualquiera de los motivos que suelen llevar a un periodista a determinado lugar; otros, en cambio, ni siquiera los había oído mentar, y si lo había hecho, sus nombres no permanecían en mi memoria. En ese momento me pareció que la vida de Dárrell había estado llena de aventuras, de cosas emocionantes, mientras que mi propia vida resultaba tan insulsa, tan sin historias y vivencias que me avergoncé un poco. Para disimular mi vergüenza lo invité a bailar. Él aceptó, aunque con un poco de reticencia. La verdad, creo que su reticencia procedía del hecho de que desde hacía tiempo no bailaba, porque lo noté tieso, aunque supe, por la forma de moverse y de llevarme de un lado a otro, que sabía bailar bastante bien. No dejé de notar, tampoco, que Dárrell no se pegaba mucho a mí. Yo quería estrecharlo, excitarlo con el roce de mis tetas pecosas, quería también sentir su miembro erecto rayando mi pelvis, porque, tengo que decirlo, siempre me ha gustado sentir el bulto que me confirma que me desean. Pero Dárrell no me apretaba y no se dejaba apretar mucho cuando yo intentaba hacerlo. Después de un par de boleros de La Sonora Matancera nos volvimos a sentar en la mesa en que estábamos. Ya un poco achispados, pedimos la segunda media de ron.
Yo creo que ni veinte segundos pasaron después de habernos tomado el primer trago de la segunda media, cuando yo, por un impulso que no pude contener, le agarré la mano a Dárrell. Y no pude contener el impulso porque en realidad no traté de contenerlo. Le agarré la mano y se la acaricié. Por primera vez quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Me pareció que estaba tenso, pues sus manos empezaron a sudar y su rostro asumió una expresión extraña que, como después supe, hablaba de su secreto. Puse su mano sobre mi pierna, y seguí acariciándola, delicadamente, y él pareció ponerse aún más tenso y como para calmarse, empezó a hablar de pueblos, ambulancias, aire puro, animales; a contarme que no se sentía muy a gusto en la ciudad, de la que había estado ausente durante casi 20 años. Yo no quería hablarle, y me limitaba a mirarlo mientras seguía acariciándolo e iba llevando lentamente pero con resolución su mano hasta mi sexo, por debajo del vestido. A mí me pareció una eternidad ese recorrido de quince centímetros, pero al fin llegaron esos dedos a acariciar, debajo de mis tangas, los labios húmedos que los esperaban. Entonces él dejó de hablar y me besó. El beso fue lento, delicado, largo, nuestras lenguas se encontraron y jugaron a danzar suavemente, y nuestras lenguas también jugaron con los labios del otro mientras los dedos de él recorrían de arriba abajo y luego penetraban en mi cueva sagrada, entrando y saliendo, lascivos, con una experticia que me resultó muy placentera. Yo lo dejé hacer mientras nos besábamos, por largo rato, y luego quise llevar mi mano a su sexo, recorriendo su pierna, pero antes de que llegara, él dejó de besarme y retiró sus dedos mientras me decía que el bolero que estaba sonando le encantaba, que bailáramos. Acepté, con desgano. Yo estaba muy caliente, y en la pista de baile estábamos más expuestos a las miradas de los otros clientes del lugar que en la mesa oscura en que nos encontrábamos, y yo en verdad quería que él me siguiera acariciando, y quería meter mi mano dentro de su pantalón y acariciar su miembro y estrujarlo un poco.
Esta vez, Dárrell se mostró más dispuesto a apretarme y a dejarse apretar. Primero, le puse bien pegaditas mis tetas contra su pecho, restregándoselas mientras bailábamos de un lado a otro al vaivén de “Piel Canela”, y él no osó resistirse e incluso me apretó un poquito más. Luego, empujando con mis manos la parte superior de sus nalgas hacia mí, empecé a restregar mi pelvis contra la suya. Me pareció raro no sentir una erección, porque si yo estaba así de caliente (mis pezones erectos y mi cuquita húmeda y palpitante), conociendo a los hombres, él debería de estar el doble de caliente; pero no, su miembro estaba flácido y casi ni lograba sentirlo, como si él estuviera bailado con una vieja tía y no con una hembra apetecible y francamente provocadora. Me desanimé un poco y dejé de apretarlo tanto, pero él no parecía dispuesto a dejar escapar el roce de mis tetas, y me apretó un poco más. Cuando terminó la canción, sin esperar a ver si él quería bailar una más, me fui para la mesa y serví ron. Él fue al baño. Volvió tres minutos después. Tenía el semblante un poco hosco. Creo que yo también lo tenía así. Tomamos un ron. Él, decidido, volvió a besarme, mientras lentamente llevaba su mano a mi sexo, por debajo del vestido y empezó a hacer algo que, aparentemente, sabía hacer bastante bien.
En términos generales, la segunda media que nos tomamos, transcurrió así: entre ron y ron, nos besábamos, mientras él me masturbaba y me hacía lanzar, de vez en cuando, gemiditos irreprimibles de placer, pero él no permitía que yo llevara mi mano hasta sus pantalones. Yo quería, al resguardo de la oscuridad, sacar su miembro, agitarlo, chuparlo, tal vez (aunque fuera un poco atrevido) intentar alguna penetración disimulada. Pero cada vez que mi mano intentaba deslizarse por su pierna con rumbo a su sexo, él me la detenía delicadamente y me decía “dejame hacer a mí. Dejame a mí”. Cuando terminamos la segunda media, yo ya no me aguanté y le dije: “Vámonos para un motel. Yo conozco uno que queda cerca y es barato y limpio”. Él sonrió desconsolado, y me dijo que no, que él no podía ir conmigo a un motel porque le daba pena decepcionarme. Que mejor pidiéramos la tercera media y mientras nos la tomábamos él me iba a explicar. Yo, en vez de largarme, ofendida por la negativa, permanecí sentada, asintiendo y él entonces fue a la barra y le pidió al mozo una más de ron.
Mientras nos tomábamos la tercera media, fue que él me contó la “historia de sus desgracias”, es decir, de su impotencia, y fue entonces cuando me refirió la historia de la loca que se había cortado la vagina, como deseando la panocha de una vaca, y la de su primer fracaso a causa de su impotencia, y algunos de sus fracasos posteriores. No pude dejar de sentir lástima por él. Lo besé con dulzura, y le dije que no se preocupara, que yo no era una perra despiadada y podía ayudarle. Le pregunté por el uso de pastillas y él me dijo que había utilizado varios tipos y ninguno le había servido para superar su mal. Le supliqué que me dejara intentar algo (y lo hice, la verdad, porque ya Dárrell, con sus cuarenta años, me estaba empezando a gustar) y fui llevando mi mano por su pantalón, y él, por primera vez me dejó, y llegué al botón, lo desabroché con suavidad, bajé el cierre, metí la mano por entre sus calzoncillos y saqué un pequeño miembro flácido, de cabeza grande, que comencé a acariciar con delicadeza, subiéndole y bajándole la caperuza, sin lograr siquiera el menor atisbo de erección. Entonces me agaché, escondiéndome debajo de la mesa y posé mis labios húmedos y entre abiertos en su cabecita. La lamí por arriba y por abajo, la succioné; agarré con mi izquierda sus pelotas, con mi derecha su glande y con mi boca su cabeza, y comencé a realizar movimientos rítmicos y continuos. Dárrell emitía unos gemiditos quedos, parecía disfrutarlo, pero su verga no reaccionaba como debía: permanecía igual, pequeña, arrugada, como acobardada. Unos minutos después, decidí terminar el ejercicio, un poco frustrada pues estaba casi convencida de que yo iba a ser capaz de provocarle una erección. Me senté normalmente en la silla y lo miré a los ojos. Él me miraba sonriente. Me dijo que era la mejor mamada que le habían dado en muchísimos años, aunque “el muchacho” no hubiera respondido como debía. Yo solté una carcajada, pero no fue burlona, fue sinceramente divertida: él era un buen hombre, sincero, sin tapujos. Decidí insistir, pues yo seguía caliente; es más, cada vez estaba más caliente: “vámonos para el motel. Yo sé que vamos a pasar bueno. El sexo no depende de una verga erecta”. Dárrell pensó un momento y dijo: “Bueno, vamos, al fin y al cabo el placer tiene muchas caras”.
Llegamos al motel tambaleantes, entre besos y manoseos. El tipo sabía tocarme y yo lo dejaba hacer a su placer, disfrutándolo inmensamente, tal vez a causa de llevar tanto tiempo sin una relación erótica. Una vez en la habitación, él me desvistió ágilmente, sin errar un solo movimiento y pronto estuve desnuda, completamente desnuda, acostada en la cama. Mis tetas pecosas elevaban sus pezones puntiagudos como una invitación. Dárrell, vestido, comenzó a acariciarlas, y pasaba sus dedos delicadamente por todo mi pecho, como si fuera un ciego leyendo braille en mis pecas. Me empezaron a dar escalofríos. Luego acercó su boca y comenzó a besarme el pecho, aproximándose en espiral, a mis pezones rosados que reclamaban sus besos. No tardó mucho en posar su lengua con delicadeza sobre ellos, trazando círculos, elipses, dibujando el mapa del universo, y sus labios también se aventuraron a chupar, y a besar, y a veces sus dientes, como si no se pudieran contener, los sometían a una leve presión, un leve mordisco, que me hacía estremecer e incluso patalear mientras gemía de placer. Así tuve mi primer orgasmo, y mientras lo tenía, agarré su mano y la puse en mi sexo húmedo, para que sus dedos pudieran sentir las contracciones que se habían apoderado de mí y que estremecían todas las fibras de mi cuerpo.
Luego, con una breve presión que él entendió de inmediato, fui llevando la cabeza de Dárrell hasta que estuvo entre mis piernas. Él sabía qué hacer, y lo hizo, recorriendo mi sexo de arriba abajo con su lengua, unas veces rozando mis labios con delicadeza, otras rodeando mi clítoris. En determinado momento, introdujo su dedo, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo con su lengua y no tardé yo en estremecerme con mi segundo orgasmo de la noche. Después de este, consideré necesario descansar. Respiré profundo, y le dije que era mi turno, que se quitara la ropa. Sin mostrar mucha seguridad, él lo hizo y obedeciendo a un ademán mío, se tendió en la cama. Yo me puse encima de él, mis piernas abiertas, mis rodillas sobre el colchón, restregando mi sexo contra el suyo y comencé a besarlo, primero en la boca, luego en el cuello, los hombros, el pecho, bajando por su barriguita incipiente y velluda hasta llegar a la ingle. Entonces con mi lengua recorrí los alrededores de su verga mientras él respiraba con mucha fuerza y se estremecía. Entonces ocurrió el milagro y, al fin de cuentas, el motivo de esta historia. Dárrell tuvo una erección. Pero no fue una erección tímida, a medias, fue una erección como dios manda. Se le puso dura y grande. Lo miré a los ojos, mientras se lo chupaba y agarraba con mis dos manos, que no alcanzaban a cubrirlo del todo, así de grande era. Él también me miraba, estupefacto, como si no creyera lo que estaba pasando. Sentí una satisfacción enorme: yo era una máquina de placer, una diosa del sexo, pues había hecho lo que muchas mujeres no habían podido. Decidí que ese era el momento de pasar al plato fuerte y subí, sin soltar al “pelirrojo” y lo fui metiendo despacio entre mi caverna hambrienta, temerosa yo de que de pronto dejara pasar el momento decisivo y el “pelirrojo” volviera a quedar flácido. Al principio el coito fue un poco violento, fuerte, rápido, pues Dárrell parecía ansioso, se notaba que no quería dejar pasar la bendición que le había caído del cielo, se notaban sus años solitarios y frustrantes. Luego, cuando se aseguró de que su erección no podía ponerse en duda, se calmó un poco, y empezamos a hacer diferentes posiciones, más o menos con delicadeza. Después de otros dos orgasmos míos y de 8 posiciones diferentes que al final nos llevaron a la misma del principio, Dárrell al fin se vino. Sentí un torrente, una catarata incontenible dentro de mí y tuve otro orgasmo. Mientras tuve este último orgasmo, miré para el techo, blanqueando los ojos, estremecida de pies a cabeza. Dárrell, por su parte, se había quedado rígido, con ligeras convulsiones cada tanto. Yo estaba sentada encima suyo y él permanecía con los ojos cerrados. Cuando se hicieron menos fuertes las sensaciones, me incliné y lo besé en la boca. Él no hizo ningún ademán para responder mi beso. Le besé el cuello y siguió igual. Le pregunté si le había gustado y no me contestó. Después de varias cachetadas, me saqué su verga y seguía erecta. Yo me demoré un buen rato para darme cuenta de que Darell se había muerto.
Ya que conté la historia me siento más tranquila, y estoy convencida de que Dárrell no pudo tener una mejor manera de morir: en pleno orgasmo. Ojalá yo tenga la misma suerte.
Buenos Aires, Sept. 22, 24, 30 de 2009.